Entre naranjos. Висенте Бласко-Ибаньес
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Quería ser militar, pero su padre se indignaba cada vez que el muchacho hacía referencia a lo que llamaba su vocación. ¿Para eso había trabajado él haciéndose rico? Recordaba la época en que, pobre escribiente, tenía que halagar a sus superiores y escuchar sus reprimendas humildemente con el espinazo doblado. No quería que a su único hijo lo llevasen de aquí para allá como una máquina.
—¡Mucho dorado!—exclamaba con el desprecio del que no se siente atraído por las exterioridades,—¡mucho galón, pero al fin un esclavo!
Quería a su hijo libre y poderoso, continuando la conquista de la ciudad, completando la grandeza de la familia iniciada por él, apoderándose de las personas, como él se había apoderado del dinero.
Sería abogado; la carrera de los hombres que gobiernan. Era un vehemente deseo de antiguo rábula; ver a su vástago entrando con la frente alta en el vedado de la ley donde él se había introducido siempre cautelosamente, expuesto en muchas ocasiones a salir arrastrado con una cadena al pie.
Ramón pasó algunos años en Valencia, sin que pudiera saltar más allá de los prolegómenos del Derecho, por la maldita razón de que las clases eran por la mañana y él tenía que acostarse al amanecer, hora en que se apagan los reverberos que enfocaban su luz sobre la mesa verde. Además tenía en su cuarto de la casa de huéspedes una magnífica escopeta, regalo de su padre, y la nostalgia de los huertos le hacía pasar muchas tardes en el tiro del palomo, donde era más conocido que en la Universidad.
Aquel hermoso ejemplar de belleza varonil, grande, musculoso, bronceado, con unos ojos imperiosos, endurecidos por pobladas cejas, había sido creado para la acción, para la actividad; era incapaz de enfocar su inteligencia en el estudio.
El viejo Brull, que por avaricia y por prudencia, tenía a su hijo a media ración—como él decía—sólo le enviaba el dinero justo para vivir; pero víctima a su vez de aquellas malas artes con las que otro tiempo explotaba a los labriegos, había de hacer frecuentes viajes a Valencia, buscando arreglo con ciertos usureros que hacían préstamos, al hijo en tales condiciones, que la insolvencia podía conducirle a la cárcel.
Hasta Alcira llegaba el rumor de otras hazañas del príncipe, como le llamaba don Jaime al ver la despreocupación con que gastaba el dinero. En las tertulias de familias amigas se hablaba con escándalo de las calaveradas de Ramón; de una riña por cuestión de juego a la salida de un casino; de un padre y un hermano, gente ordinaria, de blusa, que juraban matarle si no se casaba con cierta muchacha a la que acompañaba de día al taller y de noche al baile.
El viejo Brull no quiso tolerar por más tiempo las calaveradas de su hijo y le hizo abandonar los estudios. No sería abogado: al fin no era necesario un título para ser personaje. Además, se sentía achacoso; le era difícil vigilar en persona los trabajos de sus huertos, y necesitaba la ayuda de aquel hijo que parecía nacido para imponer su autoridad a cuantos le rodeaban.
Hacía tiempo que había fijado su atención en la hija de un amigo suyo. En la casa se notaba la falta de una mujer. Su esposa había muerto poco después de retirarse él de los negocios, y el viejo Brull se indignaba ante el descuido y falta de interés de las criadas. Casaría a su Ramón con Bernarda, una muchacha fea, malhumorada, cetrina y enjuta de carnes, que heredaría de sus padres tres hermosos huertos. Además, llamaba la atención por lo hacendosa y económica, con una parsimonia en sus gastos que rayaba en tacañería.
Ramón obedeció a su padre. Educado en los prejuicios de la riqueza rural, creía que una persona decente no podía oponerse a la unión con una hembra fea y arisca, siempre que tuviese fortuna.
El suegro y la nuera se entendían perfectamente. Enternecíase el viejo viendo a aquella mujer seria y de pocas palabras indignarse por el más leve despilfarro de las criadas, gritar a los colonos cuando notaba el menor descuido en los huertos y discutir y pelearse con los compradores de naranja por un céntimo de más o menos en la arroba. Aquella nueva hija era el consuelo de su vejez.
Mientras tanto el príncipe cazaba por la mañana en los montes cercanos, y se pasaba la tarde en el café; pero ya no le satisfacía el aplauso de los que se agrupaban en torno de la mesa de billar, ni visitaba la partida del piso superior. Buscaba la tertulia de las personas serias, era amigo del alcalde y hablaba de la necesidad de que todas las personas pudientes estuviesen unidas para meter en un puño a la pillería.
—Ya le pica la ambición—decía el viejo alegremente a su nuera.—Déjale, mujer; él se abrirá paso... Así le quiero ver.
Comenzó por entrar en el ayuntamiento y pronto adquirió notoriedad. La menor objeción en el consistorio era para él una ofensa personal; terminaba las discusiones en la calle con amenazas y golpes; su mayor gloria era que los enemigos se dijeran:
—Cuidado con Ramón... Mirad que ese es muy bruto.
Y junto con su acometividad, mostraba para captarse amigos, una esplendidez que era el tormento de su padre. Hacía favores, mantenía a todos los que por su repulsión al trabajo y su mala cabeza eran temibles; daba dinero a los que servían de heraldos de su naciente fama en tabernas y cafés.
Su ascensión fue rápida. Los viejos que le protegían y guiaban, se vieron postergados. Al poco tiempo fue alcalde; su influencia, encontrando estrecha la ciudad, se esparció por todo el distrito y encontró firmes apoyos en la capital de la provincia. Libraba del servicio militar a mozos sanos y fuertes; cubría las trampas de los ayuntamientos que le eran adictos, aunque merecieran ir a presidio; lograba que la guardia civil no persiguiera con mucho encono a los roders que, por un escopetazo certero en tiempo de elecciones, iban fugitivos por los montes; y en todo el contorno nadie se movía sin la voluntad de don Ramón, al que los suyos llamaban con respeto el quefe.
Su padre murió viéndole en el apogeo de su gloria. Aquella mala cabeza realizaba su sueño: la conquista de la ciudad, el dominio de los hombres completando el acaparamiento del dinero. Y también antes de morir vio perpetuada la dinastía de los Brull con el nacimiento de su nieto Rafael, producto de los encuentros conyugales instintivos e insípidos de un matrimonio al que sólo unía la costumbre y el deseo de dominación.
El viejo Brull murió como un santo. Salió de la vida ayudado por todos los últimos sacramentos; no quedó clérigo en la ciudad que no empujase en alma camino del cielo, con nubes de incensario en los solemnes funerales, y aunque los pillos, los rebeldes a la influencia del hijo recordaban aquellos días de mercado en los cuales el rebaño de los huertos venía a dejarse esquilar en su despacho de rábula, toda la gente sensata que tenía que perder, lloró la muerte del hombre digno y laborioso que, salido de la nada, había sabido crearse una fortuna con su trabajo.
En el padre de Rafael aún quedaba mucho de aquel estudiantón que tanto había dado que hablar. Sus gustos de libertino rústico le hacían perseguir a las hortelanas, a las muchachuelas que empapelaban la naranja en los almacenes de exportación. Pero tales devaneos quedaban en el secreto; el miedo al quefe ahogaba la murmuración y como además costaban poco dinero, doña Bernarda no se daba por enterada.
No amaba a su marido: tenía el egoísmo de la señora campesina que considera cumplidos todos sus deberes con ser fiel al esposo y ahorrar dinero.
Por una anomalía notable, ella, tan avara, tan guardadora, capaz de palabrotas de plazuela cuando había que defender el dinero de la casa, disputando con jornaleros o con los compradores de la cosecha era tolerante con los