Entre naranjos. Висенте Бласко-Ибаньес
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Rafael, anonadado por aquella madre enérgica que era el alma del partido, prometió no volver más a la casa azul, no ver a la perdida, como la llamaba doña Bernarda, con una entonación que hacía silbar la palabra.
Pero de entonces databa el convencimiento de su debilidad. A pesar de su promesa, volvió. Iba por caminos extraviados, dando grandes rodeos, ocultándose como cuando de niño marchaba con los camaradas a comer fruta en los huertos. El encuentro con una labradora; con un chicuelo o con un mendigo, le hacía temblar, a él, cuyo nombre repetía todo el distrito, y que de un momento a otro iba a conseguir la investidura popular, el eterno ensueño de su padre. Y al presentarse en la casa azul tenía que fingir que llegaba por un acto libre de su voluntad, sin miedo alguno. Así, sin que lo supiera su madre, siguió viendo a aquella mujer hasta la víspera de su salida para Madrid.
Al llegar Rafael a este punto de sus recuerdos, preguntábase qué esperanza le movía a desobedecer a su madre, arrostrando su temible indignación.
En aquella casa sólo había encontrado una amistad franca y despreocupada, un compañerismo algo irónico, como de persona obligada por la soledad a escoger entre los inferiores el camarada menos repulsivo. ¡Ay! cómo veía aún las risas escépticas y frías con que eran acogidas sus palabras, que él creía de ardorosa pasión. ¡Qué carcajada aquella, insolente y brutal como un latigazo, el día en que se atrevió a decir que estaba enamorado!
—Nada de romanticismo, ¿eh, Rafaelito?... Si quiere usted que sigamos amigos, sea con la condición de que me trate como a un hombre. Camaradas y nada más.
Y mirándole con sus ojos verdes, luminosos, diabólicos, se sentaba al piano y comenzaba uno de aquellos cantos ideales, como si quisiera con la magia del arte levantar una barrera entre los dos.
Otro día estaba nerviosa; la molestaban las miradas de Rafael, sus palabras de amorosa adoración, y le decía con brutal franqueza.
—No se canse usted. Yo ya no puedo amar: conozco mucho a los hombres, pero si alguno me hiciese volver al amor, no sería usted, Rafaelito.
Y él allí; insensible a los arañazos y desprecios de aquel terrible amigo con faldas; indiferente ante los conflictos que la ciega pasión podía provocar en su casa.
Quería librarse del deseo y no podía. Para arrancarse de tal atracción pensaba en el pasado de aquella mujer: se decía que a pesar de su belleza, de su aire aristocrático, de la cultura con que le deslumbraba a él, pobre provinciano, no era más que una aventurera que había corrido medio mundo, pasando de unos a otros brazos. Resultaba una gran cosa el conseguirla; hacerla su amante; sentirse en el contacto carnal camarada de príncipes y célebres artistas; pero ya que era imposible, ¿a qué insistir comprometiéndose y quebrantando la tranquilidad de su casa?
Para olvidarla rebuscaba el recuerdo de palabras y actitudes, queriendo convertirlas en defectos. Saboreaba el goce del deber cumplido, cuando tras esta gimnasia de su voluntad pensaba en ella sin sentir el deseo de poseerla, una satisfacción de eunuco que contempla frío e indiferente, como pedazos de carne muerta, las desnudas bellezas tendidas a sus pies.
Al principio de su vida en Madrid se creyó curado. Su nueva existencia, las continuas y pequeñas satisfacciones del amor propio, el saludo de los ujieres del Congreso, la admiración de los que venían de allá y le pedían una papeleta para las tribunas; el verse tratado como compañero por aquellos señores, de muchos de los cuales hablaba su padre con el mismo respeto que si fuesen semidioses; el oírse llamar señoría, él, a quien Alcira entera tuteaba con afectuosa familiaridad, y rozarse en los bancos de la mayoría conservadora con un batallón de duques, condes y marqueses, jóvenes que eran diputados como complemento de la distinción que da una querida guapa y un buen caballo de carreras, todo esto le embriagaba, le aturdía, haciéndole olvidar, creyéndose completamente curado.
Pero al familiarizarse con su nueva vida, al perder el encanto de la novedad estos halagos del amor propio, volvían los tenaces recuerdos a emerger en su memoria. Y por la noche, cuando el sueño aflojaba su voluntad en dolorosa tensión, la casa azul, los ojos verdes y diabólicos de su dueña, y la boca fresca, grande y carnosa con su sonrisa irónica que parecía temblar entre los dientes blancos y luminosos, eran el centro inevitable de todos sus ensueños.
¿Para qué resistir más? Podía pensar en ella cuanto quisiera; esto no lo sabría su madre. Y se entregó a unos amores de imaginación, en los cuales la distancia hermoseaba aún más a aquella mujer.
Sintió el deseo vehemente de volver a su ciudad. La ausencia y la distancia parecían allanar los obstáculos. Su madre no era tan temible como él creía. ¡Quién sabe si al volver allá,—ahora que él mismo se creía cambiado por su nueva vida,—le sería fácil continuar aquellas relaciones y preparada ella por el aislamiento y la soledad le recibiría mejor!
Las Cortes iban a cerrarse, y obedeciendo las continuas indicaciones de los partidarios y de doña Bernarda que le pedían que hiciese algo—fuese lo que fuese—algo beneficioso para la ciudad, una tarde, a primera hora, cuando en el salón de sesiones no estaban más que el presidente, los maceros y unos cuantos periodistas dormidos en la tribuna, se levantó con el almuerzo subido a la garganta por la emoción, para pedir al ministro de Fomento más actividad en el expediente de las obras de defensa de Alcira contra las invasiones del río; un mamotreto que contaba unos sesenta años de vida y aún estaba en la niñez.
Después de esto ya podía volver con la aureola de diputado práctico, «celoso defensor de nuestros intereses materiales», como le titulaba el semanario de la localidad, órgano del partido. Y aquella mañana, al bajar del tren, entre los apretones de la muchedumbre, el diputado, sordo a la Marcha Real y a los vivas, se levantaba sobre las puntas de los pies, buscando ver a lo lejos, entre las banderas, la casa azul con sus masas de naranjos.
Al llegar a ella por la tarde la emoción erizaba su epidermis y oprimía su estómago. Pensó por última vez en su madre, amante de su prestigio y temerosa de las murmuraciones de los enemigos; en aquellos demagogos que por la mañana se asomaban a la puerta de los cafés burlándose de la manifestación; pero todos sus escrúpulos se desvanecieron al ver la cerca de altas adelfas y punzantes espinos, las dos pilastras azules en que se apoyaba la puerta de verdes barrotes, y empujando esta entró en el huerto.
Los naranjos extendíanse en filas, formando calles de roja tierra, anchas y rectas como las de una ciudad moderna tirada a cordel, en la que las casas fuesen cúpulas de un verde obscuro y lustroso. A ambos lados de la avenida que conducía a la casa, extendían y entrelazaban los altos rosales sus espinosas ramas. Comenzaban a brotar en ellas los primeros botones anunciando la primavera.
Entre el rumor de la brisa agitando los árboles y el parloteo de los gorriones que saltaban en torno de los troncos, Rafael percibió una música lejana, el sonido de un piano apenas rozado con los dedos, y una voz velada, tímida, como si cantase para si misma.
Era ella. Rafael conocía la música; un lieder de Schubert, el favorito de aquella época; un maestro que «aún tenía lo mejor por descolgar», según decía la artista en el argot aprendido de los grandes músicos, aludiendo a que sólo se habían popularizado las obras más vulgares del melancólico compositor.
El joven avanzaba lentamente, con miedo, como si