El sueño de Shitala. Agustin Paniker
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Aunque algún apartado procede de obras anteriores y de alguna conferencia, buena parte del material que aquí se expone fue publicado en forma de artículos breves en mis secciones de la revista Altaïr, en la que he colaborado desde sus inicios. Sin embargo, todo el conjunto ha sido concienzudamente revisado, enriquecido y reelaborado. He refinado los materiales más ligeros y he añadido muchos textos inéditos que ayudan a hilvanar y dar consistencia a los temas centrales. El resultado es, por tanto, completamente novedoso y original. El sueño de Shitala no es una recopilación de artículos, sino un viaje con coherencia propia al asombroso mundo de lo sagrado.
Con este formato híbrido entre el ensayo, el relato de viaje, el artículo periodístico o el estudio antropológico, puede que la principal finalidad de esta obra resulte más plausible; a saber: que el conocimiento de otras sociedades y religiones nos enriquezca y abra nuevos interrogantes.
Agradecimientos
En este texto nos zambulliremos en múltiples sociedades y religiones. Abordaremos ámbitos y tradiciones que no son mi especialidad. En aras de mantener el rigor he recurrido a la opinión de reconocidos expertos y connaisseurs, muchos de los cuales son asimismo buenos amigos. Ellos y ellas han tenido la gentileza de aportar comentarios, hacer agudas matizaciones y aconsejarme reescribir algún párrafo desafortunado. Quiero expresar mi agradecimiento a todos ellos. Alfabéticamente: Josep Lluís Alay, Carmen Arnau Muro, Fernando Bermejo, Florence Carreté, Vicente Haya, Vicente Merlo, Yaratullah Monturiol, Pawel Odyniec, Víctor Pallejà de Bustinza, Xabier Pikaza, Laureano Ramírez, Josep Maria Romero, Mario Saban, Giulio Santa, Mario Satz, Mathilde Sommeregger y Anne-Hélène Suárez Girard.
Como suele decirse en estas circunstancias –pero no por trillado menos sincero–, todos los errores, interpretaciones dudosas e incoherencias que puedan aparecer son enteramente de mi responsabilidad. Aunque no aporto una bibliografía final, hay intertextualidad y apropiación de ideas, como en cualquier ensayo. Por tanto, es justo también reconocer mi deuda con los sabios y especialistas de los que he bebido y me han inspirado.
Mención especial de agradecimiento debo hacer a Albert Padrol y Pep Bernadas, directores de la revista Altaïr y grandes amigos, así como a Pepe Verdú, su redactor jefe, por su gentileza a la hora de permitirme reutilizar materiales que en su día fueron publicados en la revista.
I. TOPOFILIA
1. El sonido del Gran Erg
Todo el mundo conoce lugares que le han cautivado o impactado profundamente. No es necesario –y puede que hasta inconveniente– que tales paisajes sean idílicos o monumentales. Nuestros lugares pueden estar cerca, formar parte de lo cotidiano… o de nuestro lejano pasado familiar. Sospecho que estos espacios están relacionados con determinados estados de ánimo, con ciertas compañías, con unos contextos, en definitiva, propicios para el goce topográfico.
Creo que alguien acuñó el término “topofilia” para referirse a la sensación mágica que se tiene al rememorar esos lugares visitados. Yo dispongo de mi pequeño tesoro de espacios topofílicos. Y quiero compartir, ya desde estas primeras páginas, uno que, si me apuran, probablemente sea el primero que acude a mi mente cuando me atosigan con aquella farragosa pregunta: “¿cuál es el lugar del mundo que más le ha impresionado?”
Un pequeño rincón del Gran Erg Occidental, en Argelia. Y subrayo lo de pequeño rincón. Pues no fue el inmenso desierto de arena lo que me cautivó, sino un diminuto espacio que recorrí a camello, durante una memorable semana, el invierno de 1990. Tres amigos, un beduino, cuatro camellos y una tienda de campaña tradicional. Salida en Timimoun. Hay que decir que en diciembre el desierto no es ese paraje tórrido y asfixiante que puede devenir en otras épocas del año. La temperatura diurna suele ser suave; y por la noche hay que cubrirse bien con mantas.
Reconozco que en estas recreaciones topofílicas resuenan ecos de nuestro bagaje cultural. Ecos de las gestas de Lawrence de Arabia, de los hermanos Hernández y Fernández alucinando espejismos a diestra y siniestra; y aún diría yo más: de retales bíblicos –posiblemente ilustrados– perdidos en algún rincón de mi memoria. Toda experiencia, admitámoslo, está enraizada en nuestra biografía, en nuestras expectativas y en contextos específicos.
En esos lugares que inexplicablemente nos han maravillado aparece casi siempre (aunque no tengo pretensión de alzar ninguna teoría al respecto) un elemento de “sorpresa”. Avanzando por las crestas de las dunas; o mejor, navegando por el oleaje de dunas, al paso –ligeramente más rápido que el humano– del camello, cuando el infinito cielo africano se sonroja, de repente, ¡el sonido del agua!
No fue tanto la visión como la audición del desierto. Con una sorprendente nitidez (la ausencia de ruidos artificiales en el desierto es de sobras conocida), se oye el agua corretear por las acequias. Y el ladrido de un perro. Lentamente, la duna va adquiriendo una tonalidad crepuscular, espejo de la bóveda celeste. Las huellas de algún roedor se distinguen con nitidez. ¿Quizás al amanecer pasó un jerbo por ahí? La sutileza del desierto me asombra. Tras la gran duna, ocre y granate, un valle verde, denso de palmeras y cultivos. Sí, es un oasis, de pocas hectáreas, compacto, surcado por las canalizaciones acuíferas que oía hacía escasos minutos. Algunas casas de adobe esparcidas entre la verdura. Voces de niños. El sempiterno sonido de las aguas. Los vecinos nos avistan y salen a recibirnos. ¡Ah!, la hospitalidad.
Cenamos couscous, y pan horneado en brasas enterradas bajo la arena, y dátiles, cientos de exquisitos deglet nour. Aquí nadie habla francés; pero a la vera del fuego, qué importa eso. De repente, una voz grave clama al cielo: “¡Allah es grande…!” No me había percatado de la pequeña mezquita. Sin micrófonos, como antaño; es la hora del rezo: el canto a la armonía de todas las cosas, a la magia o baraka que reside en lugares, objetos y personas, a eso que es lo sutil aquí abajo, entre las arenas, las huellas de camellos, fénecs y escarabajos; el mundo entero en una pupila oscura; y el agua que no cesa de manar.
2. Mediterráneo
El oasis en el Gran Erg es solo uno entre los muchos lugares topofílicos que ya forman parte de mi ser. Me remite a cierto goce estético y plenitud de ser, pero aquella experiencia no puso en cuestión mis esquemas conceptuales. O no demasiado.
Algo distinto me sucedió en Turquía, después de quince años sin visitarla. Recorrí varios miles de kilómetros de la geografía turca en cuatro semanas inolvidables. Me reencontré con las famosas mezquitas, plácidos mares, ruinas monumentales y rincones perdidos… disfrutando, como en mi infancia, del genuino sabor del tomate y la zanahoria; dejando pasar –confieso– las horas con cargados çays (tés) entre las manos.
Regresé de Turquía con una sensación bastante reconfortante: más que español o catalán, indio o barcelonés, me sentí profundamente mediterráneo. Insisto en que se trata de una sensación subjetiva y no de una identidad; o, como máximo, una identidad muy difusa y contextual; una que sospecho puede percibirse tanto en Toulouse como en el Rif, en Creta o en el Mar Muerto.
La zona mediterránea de Turquía, tantas veces banalizada en los folletos turísticos, retiene tempos, fragancias, sonidos o miradas que ya parecen extrañas en Barcelona, Estanbul o Tel Aviv. Me refiero tanto al olor de la pineda, el índigo del mar o el sabor de la berenjena, como a la hospitalidad con el forastero, la mirada de la lagartija o un canto lejano al atardecer. Más allá de las lenguas, de las religiones, de los climas o de las fronteras, son sensaciones y emociones comunes las que conectan las riberas de este continente. Los antiguos lo llamaron, con bastante presunción por cierto, el Medio-de-la-Tierra