El sueño de Shitala. Agustin Paniker
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En mi caso no es la devoción a un Ser Supremo, ni la acción social; ni la filosofía o la investigación científica. Confieso que no tengo demasiada vocación mística. Vínculos amorosos aparte, y topofilias también, mi vehículo “natural” de espiritualidad ha sido y es principalmente la música. Lo mismo cuando la interpreto como cuando la escucho: ya sea el jazz, el canto dhrupad, Johann Sebastian Bach, el reggae, una rachenitsa balcánica, Claudio Monteverdi, Franz Schubert, un solo de ut, el blues o el flamenco. Para mí, los grandes artistas tocan o reflejan la Realidad de forma tanto o más profunda que los filósofos o los místicos. Y, desde luego, lo comunican mejor. Lo del símil con el oído musical no era gratuito. A veces, cuando me siento al piano e improviso, siento y percibo un plus que me trasciende. Siempre me he sentido cómplice de los músicos. Porque mi experiencia de lo sagrado ha estado muchas veces ligada al goce musical. (Una herencia, sin duda, paterna.) La música es de las pocas actividades que uno hace por el puro disfrute de crear o escuchar. No necesitamos explicarla, atribuirle significado: uno simplemente escucha y disfruta. Por eso con la música es tan fácil salirse de uno y devenir “médium” o “canal”. Recuerden a Miles Davis, Bob Marley, Camarón de la Isla o Jimi Hendrix. Acabaré con un ejemplo pertinente que además nos abre a otros horizontes.
5. ¿De qué color es el blues?
Hace unos años estuve en Chicago, que es un fascinante ingenio urbano. Una noche me deslicé en uno de esos clubs que abundan en Clark Street, a dos pasos de mi hotel. Un club emblemático de la capital mundial del blues, un local que había visto circular a leyendas como Memphis Slim, Willie Dixon, Champion Jack Dupree o John Lee Hooker. Fotografías suyas, cuidadosamente descoloridas, adornaban las paredes del bareto.
La banda era reducida: una batería, un bajo eléctrico y dos guitarras. Durante media hora se les unió una gruesa dama de ronca voz. El público (parcialmente sobrio) abarrotaba el antro, la cerveza se bebía sin vaso, el humo de los cigarrillos todavía no había sido prohibido. La música era trepidante. Se pasaba del boogie al gospel sin fisuras. Cuando la señora del blues no clamaba al dolor, atacaba Johnny B. Moore, el de cráneo pequeño y dedos infinitos. Virtuoso de la guitarra, heredero de los mayestáticos King del blues. En fin, la atmósfera contenía todos los ingredientes para una velada arquetípica. Nos precipitábamos a una época, quizá de la década de los 1940s o los 1950s, cuando esa música era la máxima expresión de la negritud, de las alegrías y sufrimientos del pueblo hoy llamado afro-americano.
Pero algo desconcertante sucedía. Algo que rompía los esquemas de los presentes. El guitarrista rítmico, la sombra de Johnny B. Moore, se me antojaba extraño al cuadro. ¿Por qué? Porque era japonés. Sí, un fino japonés, de arpegio elegante y sincopado sentido del ritmo. Entonces me pregunté: ¿podía sentir aquel extremooriental todo el lastre emotivo, social y pasional que rodea el blues?, ¿o era un síntoma del a veces sorprendente melting pot estadounidense?, ¿o simplemente del descafeinado paso de los tiempos? Miré a mi alrededor. Apenas había negros entre el público. ¿Dónde estaban? Quizá estarían escuchando gangsta-rap en un local de las afueras de la ciudad. Tal vez se habían alejado irremisiblemente del blues. La negritud anda hoy por otros gemidos.
Así me di cuenta de mi propia trampa. ¿Acaso no era yo, amante incondicional del buen blues, un indo-europeo –casi– tan alejado cultural y antropológicamente del blues como el japonés? ¿Me impedía esa condición disfrutar del frenético ritmo que propulsaba la banda?, ¿es que, en otras palabras, había algo en esa música que no pudiera ser sentido, captado y amado por los que no son negros? Debo decir que cuestiones similares pueden plantearse sobre otras músicas “populares”; léase el reggae, el flamenco, el son, el klezmer, el tango, la salsa africana o el propio rock’n roll.
Creamos unas esencias inmutables que colgamos sobre las personas, los pueblos, las religiones o las músicas y nos negamos a desviarnos del cliché establecido. Y en este código invisible, no está registrado –de momento– que un extremo-oriental sienta el blues.
Toda música es un lenguaje, con su gramática, su vocabulario, su sintaxis y hasta sus géneros poéticos. Y no me refiero únicamente a las peculiaridades técnicas. No, la música “popular” no posee Real Academia. Es un lenguaje que se aprende con los sentidos y las emociones además de la boca y los dedos. Por eso, porque no tiene carga semántica es un idioma que todos podemos interpretar o, para el caso, amar y disfrutar. En otras palabras, el lenguaje del blues, aunque naciera del gospel, de la negritud y la esclavitud, aunque esté anclado en Memphis, Chicago o el delta del Mississippi, posee un alcance que traspasa barreras culturales o genéticas. Al fin y al cabo, tiene casi tanto de africano como de americano. Y los instrumentos son europeos. Cuando el pie se dispara al ritmo de la batería, y cuando el quejido que susurra
“Whoa, there’s no one
To have fun with
Since my baby’s love
Has been done with
All I do is think of you
I sit and cry and sing the blues”,
cuando ese lamento –entonado por Willie Dixon– punza en el corazón, es que la música ha trascendido al intérprete y puede ser amada por todos.
¡Ojo!, entiendo que el afro-americano reivindique el blues –o el jazz– como “suyo”, lo mismo que el gitano el flamenco, pues son músicas que dimanan de su sensibilidad, su idiosincrasia, su gueto y su particular fisura. Es, precisamente, la fuerza emocional de su creatividad la que permite que otros la adoptemos también como “nuestra”.
Sospecho que lo que hace del blues una música universal es su espontaneidad. Es un canto que arranca de la más honda humanidad: melancolía, alegría, amor, abandono, dolor, humor… acompasada con un ritmo y unas cadencias sueltas. Es música que surge del sufrimiento, pero que, sin pretender nada, con la sencillez propia de lo genuino, es catártica y es agente emancipador. No extrañará que naciera en los campos de algodón y en las iglesias de los exesclavos. Ni que sea la “madre” del jazz, el soul y, naturalmente, del rythm & blues. Sé que es horroroso hablar de música. Pero no deja de ser interesante: siguiendo el ritmo del perpetuo aquí y ahora, siento que me trasciendo y algo (no yo) accede a otro plano. La música evoca lo que no puede decirse, conceptualizarse y afirmarse. Al final, en la inmanencia se encontraba la trascendencia. Y no necesariamente con música sacra.
¡Ah!, el bueno de Johnny B. ataca una nota sin piedad, mientras el japonés la sostiene con acordes densos. El baterista marca impertérrito el tempo presente. Los oyentes lo emulamos desde una cavidad en el estómago, con la punta de los pies. A eso me refería. Es el cuerpo, es la vida desgarrada, en su faceta más humana. De nuevo, lo sagrado, lo espontáneo.
II. SOBRE LA RELIGIÓN
6. ¿Qué es la religión?
“Religión”