El sueño de Shitala. Agustin Paniker
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Si no existe institución que defina la ortodoxia, habrá que olvidarse también de la noción de dogma. No se cree en el hinduismo. Un hindú puede ser un teísta, un panteísta, un ateísta y creer lo que le venga en gana, porque lo que lo convierte en hindú son las prácticas rituales que lleva a cabo y las reglas a las que se adhiere. De ahí que se insista en que existe antes una ortopraxis que no una ortodoxia. Toda corriente religiosa hindú posee sus propias normas, mitologías, cosmogonías, ritos o filosofías. Muchas de ellas compartidas, desde luego. Existen ideas recurrentes y prácticas comunes; pero ningún grupo se molestó lo suficiente como para imponer sus reglas sobre los demás. Por ende, no puede haber “secta” en el hinduismo; esto es, secesión de una Iglesia. Ni siquiera cabe la “herejía”. A lo sumo, cabría hablar de heterodoxias. Empero, esta calificación ha quedado reservada en la India a los grupos muy disidentes (budistas, jainistas, sikhs); es decir, a los que se mostraron tan disconformes con no se sabe muy bien qué, que acabaron por dar forma a lo que son “religiones” distintas y diferenciadas.
Puesto que ningún punto de vista ha monopolizado la tradición, existe una larga historia de debates, polémicas y préstamos entre las escuelas. De ahí, también, la tremenda vitalidad y sofisticación de las corrientes filosóficas hindúes. Es cierto que, una vez más, existen algunos rasgos comunes a muchas teologías-filosofías. Pero, en cualquier caso, está claro que las filosofías siempre han ido a remolque de las prácticas. Ante todo, prima lo que el hindú hace y practica por encima de lo que piense o crea.
Como ya podrán suponer, tampoco existe una forma de culto universal en el susodicho hinduismo. Este varía sustancialmente de una región a otra; y dentro de una misma comarca hallamos asombrosas variantes entre aldeas, castas o linajes. Ni siquiera hay nada semejante a la llamada a la oración diaria, ni obligatoriedad de asistencia al templo algún día de la semana. Por supuesto, el peso de las costumbres familiares o regionales es poderoso, pero el hinduismo no parece alejado de aquella máxima que dice que hay tantos hinduismos como hinduistas existen. La libertad a la hora de practicarlo es absoluta. El hindú escoge sus creencias, sus divinidades, sus maestros, su forma de religarse con lo Real o de desligarse de lo mundano. Y decide su forma de culto: vegetariano, sacrificio animal, ofrenda al fuego… Y su finalidad: liberación, purificación, prosperidad, felicidad, descendencia, expiación, conocimiento, amor… Y puede combinar las modalidades según el contexto: culto vegetariano en el gran templo de liturgia brahmánica para venerar a su divinidad, sacrificio animal en otro santuario para protegerse de un mal de ojo, consulta a un hombre santo de poderes milagrosos para conseguir mundanal provecho, etcétera.
La forma más extendida de culto, que genéricamente llaman puja, puede realizarse donde a uno le plazca y cuando a uno le apetezca. El culto es un asunto estrictamente personal. A lo sumo, familiar. Ninguna escritura ni nadie obliga a hacerlo. Siquiera exige la presencia de sacerdotes.
Sin duda, uno de los tópicos que más asombra a los crecidos en medios laicos o monoteístas es el famoso politeísmo hindú. (Yo preferiría llamarlo pluralismo mitológico; y aún mejor: hospitalidad teológica.) Vaya lío con las genealogías, las gestas y los atributos de semejante cantidad de dioses, diosas, espíritus semidivinos o personajes etéreos. Falta orden en el panteón. Pero ¿cómo iba a haberlo si para muchos hindúes no existe Dios? Para otros, en cambio, el cosmos está repleto de seres numinosos. Y para los más existe un Ser Supremo. Pero curioso es este Ser que puede concebirse de miles de formas distintas: como una colérica dama, como un apuesto joven de tez morena, como un rey mayestático, como una piedra junto a un árbol, como un sonido que reverbera en nuestro interior… Además, ocurre que los seguidores del Supremo no niegan la existencia de otras deidades o manifestaciones de lo Divino, por lo que su latente monoteísmo no elimina la pluralidad de dioses. Todas las sensibilidades poseen sus “Crónicas” (Puranas) donde se expone su riquísimo patrimonio mitológico. Y a nadie le importa si las tramas de un purana se contradicen con las de otro. La India jamás tuvo un Hesíodo que llamara al orden celestial, por lo que las mitologías de los cientos de miles de divinidades son susceptibles de reescribirse y modificarse. Al fin y al cabo, para muchos hindúes este mundo no es más que el juego –o el sueño– del Dios o la Diosa.
Curioso es esto del hinduismo que ni siquiera posee un texto o cuerpo de escrituras sagrado consensuado. No existe canon hinduista, ni nada comparable al Libro (Torah, Biblia, Corán), a pesar de que existe en la India algo parecido a la noción de revelación (shruti). El Veda –lo revelado– tiene un enorme prestigio, hay que admitirlo; pero aparte de que la inmensa mayoría de hindúes apenas lo conoce, existen grupos religiosos que rechazan su autoridad y no por ello dejan de ser considerados hinduistas. Para muchos, los poemas de “sus” santos o las grandes epopeyas contienen todas las enseñanzas dignas de recitar y recordar.
La tradición letrada que se ha expresado en sánscrito ha conformado un centro alrededor del cual se han tejido numerosas periferias, pero hace ya muchos siglos que la tradición hindú optó por la inclusión y no por la exclusión. Y el proceso de absorber no se apoya en ninguna escritura, texto o canon revelado. El hinduismo, ciertamente, no es una religión del Libro.
Por si esto fuera poco, eso tampoco ha destilado una ética universal. La noción existe, claro, pero siempre a remolque de la idea de “deber propio” (sva-dharma). Y esta pauta de comportamiento ético y moral varía según la edad, el género, la casta, la región, el reino, el estadio de progresión espiritual y hasta la divinidad de elección. En otras palabras, según cada contexto e individualidad. Para la India las personas son distintas; ¿a santo de qué gobernar nuestras vidas según un mismo patrón ético? La idea gandhiana de insuflar a la política y la vida cotidiana con los ideales de la renuncia (no-violencia, vegetarianismo, castidad, austeridad, veracidad…), que es lo más próximo a una ética universal versión hindú, chocó de bruces con la arraigada noción de sva-dharma.
Tampoco se da en el hinduismo una única soteriología o camino místico. Existen quienes se decantan por el ritual, otros por los yogas psicofísicos, y hay los que siguen vías gnósticas o meditativas, y los millones que optan por el camino de devoción y entrega amorosa a su divinidad de elección, o los que practican ordalías y adquieren poderes vertiginosos. La libertad a la hora de escoger la vía (yoga, marga) vuelve a ser completa. Y complementaria; porque una mayoría combina distintas modalidades de yoga. Para fastidio de los expertos. Y es que si la meta difiere (identidad, unión, comunión, aislamiento…), la senda invariablemente recorre otros territorios y dispone de otras marcas y señales en el camino.
Por no tener, hasta el siglo XIX el hinduismo no tenía ni nombre. Lo acuñaron los británicos por omisión pura. A medida que fueron delimitando distintas tradiciones religiosas en la colonia, hindoos pasaron a ser aquellos súbditos que no profesaban el islam, el cristianismo, el budismo, el jainismo, el sikhismo, el zoroastrismo, el judaísmo o las religiones “tribales”. O sea, hindoos eran los que previamente habían sido designados como gentiles (gentoos) y demás alternativas a la despectiva “pagano”.