El sueño de Shitala. Agustin Paniker
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No practico ninguna religión conocida. Soy bastante alérgico a la mayoría de movimientos espirituales. No me fío de los predicadores, ni del Este ni del Oeste. Pero me interesa poderosamente el fenómeno religioso. ¡Este libro es fehaciente prueba! No ceso de estudiar, profundizar, conferenciar y hasta dar clases sobre las religiones. A pesar de mi escepticismo, reconozco en mí cierta verticalidad u hondura espiritual.
Por eso mi ateísmo ha de cualificarse y no ha de entenderse como una devaluación de las religiones o las emociones espirituales.2 Mi posición se parece más al trans-teísmo de algunas tradiciones, que no necesitan ni de Causa última ni de Arquitecto inteligente, o a ciertas concepciones de un Absoluto impersonal. Soy un ateísta, pero no lo que vulgarmente se conoce como ateo, muy a pesar de la utilización que les otorga el Diccionario de la lengua española, que los emplea como sinónimos. (Y me resisto al adjetivo agnóstico –con el que simpatizo en su escepticismo–, que es quien deja la cuestión en suspenso.) No. Yo no creo en Dios. Me siento, en todo caso, más cómodo con el dao, la Naturaleza, el brahman… o el jerbo brincando por las dunas del Gran Erg.
Lo “divino” sería para mí esta realidad, este mundo vivo, natural, social, finito, contingente, simbólico, abstracto, cambiante, en interrelación. Un mundo que –si uno afina el oído– se abre a dimensiones profundas de las emociones, del cuerpo, la mente y la consciencia. De lo real a fin de cuentas. José Antonio Marina defiende que el poder en lo real está detrás de la mayoría de hierofanías, teofanías y epifanías (manifestaciones de lo sagrado). Los indios algonquinos lo llamaron manitú, los árabes, baraka… Lo real es que los árboles crezcan y las aguas del río fluyan. Eso es el dao, el rita, el kosmos, el maat… Me resisto a llamar el “Ser”, “Dios”, la “Divinidad” o la “Energía” a esa realidad, aunque entiendo que haya quien así quiera designarla. Para mí, “Dios” es una idea vaga y ambigua, pero no lo es la luminosidad de un día de primavera, el amargo sabor del chocolate, la consciencia de pertenecer a una realidad que todo lo interpenetra, la nota de la tampura que reverbera en mi estómago, una tremebunda sucesión de acordes bachianos, el silencio que los sutura, la infinitud en unos guijarros mojados, el dolor de la enfermedad, el cariño de los muy próximos, la alegría en una mirada, el sufrimiento en otra… y ese endiablado jerbo, que sigue saltando por ahí.
Mi posición se acercaría a lo que algunos han llamado espiritualidad ateísta (André Comte-Sponville), agnosticismo místico (Salvador Pániker), secularidad sagrada (Raimon Panikkar), espiritualidad trans-religiosa (Vicente Merlo), etcétera; que son posiciones menos paradójicas de lo que aparentan. Por naturaleza, sospecho de la Trascendencia, tan desprestigiada por las propias religiones. Un Dios absolutamente trascendente es impensable, contradictorio e irrelevante. Y no me siento cómodo con la idolatría y la religiosidad popular. Ni me parece necesaria la filiación a ninguna religión institucional o cuerpo doctrinal establecido. Ni haber tenido grandes experiencias cumbre. Me muevo más a mis anchas con un trans-teísmo de corte “oriental”, con alguna forma de inmanentismo (porque, en todo caso, es en la inmanencia de lo Real donde podemos hallar algo que trasciende) o con cierto tipo de panteísmo.3 Dependiendo del contexto. (Y a sabiendas de que estas posiciones no son equivalentes.)
Creo que fue Martín Lutero uno de los primeros en definir al ser humano como homo spiritualis. Estoy de acuerdo. Casi que más que homo religiosus (la expresión es de Mircea Eliade), somos espirituales; seres ávidos de apertura hacia lo infinito… o hacia lo infinitamente íntimo. Lo decía el propio Eliade: lo sagrado forma parte de la consciencia humana. Pero discrepo de quienes solo asocian lo sagrado a Dios, o de quienes lo cosifican y lo transforman en Dios. Lo sagrado es un enigma. Por ello hoy en día muchos suscribimos una espiritualidad que únicamente queda llamar secular.
Puede tomar la forma de la experiencia estética, normalmente a través de artes como la música, la danza, la pintura… o la poesía. O puede cultivarse con la ciencia (que no el cientifismo o el tecnologismo, que no dejan de ser otro tipo de -ismos sospechosos). La ciencia o el saber filosófico, en efecto, pueden constituirse en vías para abordar los grandes misterios. Asimismo, la acción social se torna camino de espiritualidad secular, ya sea a través de un proyecto político, medioambiental o altruista. Y qué decir de la mística, que es tan proclive a contextos religiosos como seculares. Lo que me lleva a admitir que también puede darse ¡una espiritualidad religiosa! En fin, no es necesario hacer ningún inventario de caminos y dimensiones de dicha espiritualidad. Únicamente deseo mencionar que puede adoptar multitud de formas. El goce topofílico podría ser otra de sus facetas.
Lo que no suele faltar en muchas de estas formas de espiritualidad secular –igual que en muchas religiones primales– es la experiencia de sentirse parte de un todo; partícula divina, si se quiere. Esa sensación, emoción y cognición solo es plenamente accesible cuando hemos trascendido nuestro pequeño “yo”, cuando nos hemos vaciado de nuestras tendencias, nuestros instintos, nuestro lenguaje. En eso, las tradiciones con hondura espiritual o vocación mística tienen mucho que decir. Cuando vamos más allá de nosotros mismos –sea en la creación, la contemplación o la acción–, puede reconocerse una dimensión trascendente de lo cotidiano.
Ahora bien, desde mi óptica, no está tan claro que pueda alzarse un muro entre religión y espiritualidad. Aunque para muchos “religión” es sinónimo de religión social institucionalizada (con toda la parafernalia que comporta la asociación) y “espiritualidad” está libre de esas connotaciones y se constituye como una actitud o un núcleo subjetivo experiencial (y, con frecuencia, allende la religión), prefiero no contraponer los términos en exceso. Creo que el homo spiritualis y el homo religiosus no son tan distintos, aunque en muchas ocasiones las religiones hayan tratado de “domesticar” lo espiritual o sagrado. Porque sin ir más lejos, la mayoría de religiones llamadas primales son cien por cien espirituales y seculares. Son seculares en el sentido de que lo temporal (el saeculum, este mundo contingente en el que habitamos) pertenece a la esfera última de la realidad. El mundo no es ilusorio; la materia no es inferior a un supuesto espíritu; ni lo temporal (la historia) es meramente provisional. El mundo es sagrado. Lo comparto. Han sido las grandes religiones las que han tendido a devaluar lo secular; simbolizado en la Naturaleza, la mujer y el cuerpo.
Algo que muchas de estas formas de religiosidad o espiritualidad tienen en común es, como decíamos, la ausencia de un Dios trascendente. En verdad, bastantes religiones del mundo son abiertamente ateístas. Digámoslo bien claro: el concepto “Dios” no es universal. Puede que en muchas tradiciones aparezcan espíritus, seres angélicos u otros entes sobrenaturales, pero ni ocupan un lugar destacado ni, desde luego, tienen que ver con lo que en otras partes ha sido llamado “Dios”. Para alcanzar la felicidad o la sabiduría, para escapar del sufrimiento y la ignorancia, Dios no es realmente necesario. Me atrevería a decir que también muchos cristianos son quasi ateístas. Para estos, la figura relevante es Jesucristo y no un remoto Dios. Es cierto que, al ser aupado al pedestal de “Hijo de Dios”, Jesús acabó por tomar los atributos del Padre [véase §67]; pero para bastantes cristianos de a pie eso son vagas elucubraciones teológicas. Como decía Martin Heidegger, el Dios de los filósofos es un ídolo creado por el logos. Es este Dios de la metafísica el que ha muerto. La gente sospecha de esas frías abstracciones. Lo que persiguen es participar en el Amor de Cristo. Y para ello, ni Dios ni la Iglesia son necesarios; y hasta puede que sean un estorbo.
La experiencia de lo sagrado puede tomar muchas formas y darse en infinidad de contextos. El que la consideremos religiosa, trascendental, secular, espiritual, estética, panteísta o lo que sea, dependerá de nuestra cultura, de la ideología, de si –por caso– tengamos aversión