El sueño de Shitala. Agustin Paniker

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El sueño de Shitala - Agustin  Paniker Sabiduría Perenne

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style="font-size:15px;">      No reniego de mi pasaporte mediterráneo, pues. Uno que, por definición, no excluye dobles, triples y hasta séxtuplas nacionalidades. Porque este continente ha sido y es un magma de idiosincrasias, dialectos, éticas o microclimas. Y en ello me reconozco. Ahí, en la península de Datça, avistando la isla de Rhodas, la de los cruzados, rodeado de ruinas licias, griegas y romanas, no muy lejos de santuarios de la Diosa-Madre de inconfesable antigüedad, de mezquitas otomanas, iglesias bizantinas y sinagogas de los que huyeron de Sefarad… allí, digo, uno siente que lo sagrado está en la olivita picante que acabo de engullir. (La “gracia divina”, lo veremos, suele entrar por la boca.)

      Sé que estas cosas de la mente panteísta no agradan a algunos clérigos, tan celosos de sus dioses, recintos sacros y rituales establecidos. Y menos aún a los teólogos. Mis más respetuosas postraciones. Que no decaiga el rito; ni el mito. Pero creo que cada vez somos más los que –por estos lares– disfrutamos de una espiritualidad secular escasamente congregacional [véase §4]. Turco-mediterráneos incluidos. Una religiosidad heterodoxa; plagada de oliveras más que de dioses, y de goces estéticos más que extáticos o ascéticos. Y en esto de una vía sin dogma, Iglesia o nombre, los viejos mediterráneos, de todas las orillas, nos movemos con soltura. Muy a pesar de nuestra historia.

      Ya ven, en Turquía, junto al mar, además del canto del muecín, de la siesta al mediodía, de los giróvagos de luenga barba o del eco de un salvador laico, sobresalen las ramas de los olivos y el croar de ciertas ranas. Que ahí anda escondido lo sagrado.

      Todas las culturas han imaginado paraísos o rincones topofílicos. Lo ilustraré ahora con una imagen ciertamente honda en el poso cultural hindú. Me refiero al espacio que la tradición sánscrita llamó ashrama: el “retiro”, “ermita” o “refugio” donde moran los sabios. Ninguna paisajística moderna ha logrado desplazar la poética y las resonancias que el ashram es capaz de evocar. (Como en hindi, vamos a eliminar la -a muda final del sánscrito.)

      Puede acusárseme de escoger una imagen esencialmente literaria y estática. Pero no se podrá negar que los textos han proporcionado valores, utopías y modelos que han calado en profundidad en determinadas comunidades y sensibilidades. La del ashram es solo una de las posibles visiones ecosóficas indias. Un imaginario que ha entretejido con finura ideas cosmográficas, espirituales, éticas y sociales, que puede ser interesante escuchar.

      Las antiguas literaturas de la India gustaron de dividir el mundo habitable en dos espacios en cierta manera opuestos: el poblado (grama) y el bosque (aranya). Si el poblado simboliza lo social y ritualmente ordenado –es decir, el dharma–, el bosque representa lo caótico y hasta lo terrorífico –o sea, el adharma–; un lugar de amenaza permanente para la sociedad. El “bosque” designa, en verdad, el “otro” respecto al “poblado”. Es un espacio allende lo social, sí… pero de ilimitadas posibilidades. El bosque –que, por cierto, bien puede ser un desierto, una selva o una cima montañosa– es, en esencia, una imagen de lo Absoluto. O mejor, del lugar desde el que se anhela lo Absoluto.

      Aunque el arquetipo del asceta solitario o renunciante del mundo que mora en el espacio ignoto del bosque ha sido muy considerado, lo cierto es que la India entendió que el espacio perfecto sería aquel que fuera simultáneamente del poblado y del bosque. Este paisaje ideal constituye, sin duda, la más recurrente utopía india. Y ese es precisamente el refugio o ashram de “el que se ha ido al bosque” (vanaprasthin), el eremita que se aleja de la vida socialmente ordenada y se adentra en la jungla en pos de lo Absoluto. A diferencia del renunciante, el ermitaño no corta completamente sus lazos con lo social. Parte al refugio con esposa e hijos (el modelo clásico es, por supuesto, androcéntrico), quizá en compañía de otros eremitas, tal vez cautivado por la sabiduría de un maestro o un vidente.

      El refugio es un espacio autónomo, al que se accede únicamente por la iniciación espiritual, pero que refleja permanentemente los ecos de la sociedad. Por ello el ermitaño no rompe con los ritos prescritos. El retiro es la solitud gobernada por el dharma.

      La mayoría de las veces el ashram es representado como un pequeño claro en el bosque, en las afueras de alguna aldea. Los humos de los fuegos sacrificiales denotan la entrega sincera y auténtica de quienes anhelan lo Eterno. Los eremitas meditan, practican el yoga, cultivan los saberes, no cesan jamás en sus austeridades. El ambiente de paz y ascesis hace germinar las plantas, amansa las fieras… hasta el punto que siquiera los tigres acechan. Aquí las gacelas tienen confianza plena, van y vienen sin temor, canta el poeta Bhasa (siglo III). Los ermitaños desisten de violar la tierra con arados. Viven de los frutos caídos, las limosnas de los lugareños o el agua del rocío.

      La literatura jainista también abunda en esta imagen de la noviolencia y la quietud. Lo mismo que la budista. En bastantes aspectos, el monasterio budista es homologable al ashram del eremita hindú. No extrañará que también las tradiciones de cuentos y fábulas populares se hayan explayado con este paisaje utópico.

      Aunque los ashrams de los modernos gurus intenten transplantar este paisaje y modo de vida arquetípicos, esta fusión entre el poblado y el bosque es tan hermosa –y hoy tan irrealizable– a los ojos de los autores indios, que la han descartado del reino de lo posible en nuestra presente Edad Corrupta (kali-yuga).

      Estas elucubraciones acerca de cierto inmanentismo (la percatación de lo sagrado en el mundo de lo cotidiano), panteísmo (lo sagrado lo interpenetra todo), utopía ecosófica (como la del ashram) o goce topofílico (mis experiencias subjetivas en el desierto o junto al Mediterráneo) plantean interrogantes atractivos. Al grano: ¿podemos considerar este tipo de ideales o emociones como experiencias de tipo religioso?, ¿espiritual? ¿Es eso que llamamos “sagrado” un sustituto de “Dios”? Me sinceraré.

      Yo me crié en un contexto excepcionalmente laico. Eso no era aún la norma en la Barcelona de la década de los 1960s, pero tanto en el medio familiar como en el escolar estuve rodeado de un tamiz cristiano francamente discreto, y, a medida que transcurrieron los años, plenamente ausente. A diferencia de amigos, parientes o conocidos de otras generaciones, no he sentido ningún rechazo visceral por la religión; ni por sus instituciones. Yo no tuve que matar a Dios ni hacer el duelo por su deceso; entre otras cosas, porque otros ya lo habían hecho antes que yo.

      No he desertado de ninguna Iglesia, porque nunca la tuve. Por tanto, no me cuesta reconocer que no soy creyente en Dios. No lo digo ni con vergüenza ni con petulancia. Soy ateísta. Evidentemente, no lo soy porque sepa que Dios no existe, sino porque no lo necesito. La hipótesis “Dios” me resulta innecesaria y muchas veces ininteligible. La ciencia puede proveernos hoy de nuevos mitos y de metáforas plausibles. Provisionales, desde luego, y contingentes; pero suficientemente válidas y enriquecedoras.

      ¡Ojo! no creo en Dios, como tampoco en la Razón, en la Ciencia, en el Progreso, en el Espíritu, en la Nación, en el Estado, en la Justicia… ni en nada que tenga propensión a la Mayúscula. Por eso tampoco comulgo con la mayoría de dogmas religiosos e ideologías políticas. No me atraen los -ismos.

      Nunca he creído en un Dios Padre, Creador, Omnipotente, Eterno, Increado y Trascendente. Este Dios me resulta o demasiado lejano o sospechosamente humano. En un caso o en el otro, no creíble. Él, Eso o Ello nunca me ha contactado ni enviado señales. No he tenido experiencia Suya. (¿Cómo habría de tenerla si en el marco en el que crecí esa figura fue siempre remota?) En cualquier caso, si, como dicen tantos sabios, ello es inconcebible, o ello es todo –plus algo más de– lo que hay,

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