Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan
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EL LEGADO DE LA IGLESIA ORTODOXA
Toncho Zhechev, el escritor vivo más conocido de Bulgaria, era un exponente típico de los intelectuales balcánicos, por cuanto la religión constituía un componente esencial de su pensamiento. Vivía en un piso amplio, tenuemente iluminado, desde donde se divisaba un bosque situado cerca de la embajada rusa. Autor de treinta y dos libros, veintinueve de ellos novelas, Zhechev, de sesenta y ocho años de edad, con su carísima camisa deportiva, podía pasar por un banquero. Ninguna de sus obras literarias ha sido traducida al inglés, un reflejo de lo desconocidos que son su lengua y su país.
La novela más famosa de Zhechev es El Este búlgaro, que demuestra que las batallas espirituales en el seno de la Iglesia ortodoxa búlgara no fueron en absoluto espirituales sino políticas.
—Aquí nunca ha habido realmente oposición espiritual a la tiranía —me dijo Zhechev—, pues de hecho nunca tuvimos valores cristianos profundos sino paganos. La Iglesia búlgara continuó la tradición bizantina, dentro de la cual Iglesia y Estado eran sinónimos. En Occidente, la Iglesia pudo ser un complemento del Estado, pero las Iglesias ortodoxas están históricamente mal preparadas para aportar valores morales cuando el Estado carece de ellos. La Iglesia búlgara, por ejemplo, siempre estuvo más cerca de los católicos croatas que de la Iglesia ortodoxa de Serbia, hermana suya.
Esto se debía a que Bulgaria y Serbia estaban enfrentadas por sus intereses en Macedonia.
—No creo que podamos salvar a la Iglesia ortodoxa búlgara — prosiguió Zhechev—. Durante el comunismo, ninguna otra esfera de la vida estaba controlada por tantos agentes de seguridad estatal. La mayoría de los búlgaros van a seguir mostrándose indiferentes en temas religiosos; algunos se unirán a sectas protestantes. Pero no estoy seguro de que el racionalismo protestante funcione en un lugar tan alejado geográficamente de los países de la Reforma. La mejor opción sería una resurrección de la verdadera ortodoxia. El mundo ortodoxo necesita su propia Reforma. Necesitamos un Lutero, pues ahora en Bulgaria todo es pura política.
Zhechev habló del cisma entre el anciano patriarca Maxim y los sacerdotes que se oponían a su colaboración con los comunistas. Maxim había dicho que los disidentes tendrían que pedir disculpas, y éstos contestaron que «la banda de policías» de Maxim tenía que ser «sustituida por cristianos de verdad, que no fueran esclavos de los socialistas».[41] El presidente Stoyanov amenazó con no asistir a los servicios religiosos de uno y otro bando, e incluso con prohibir que las banderas militares fueran bendecidas el día de San Jorge, mientras persistiera el cisma.
—Me gusta mucho vuestro Melville —comentó de repente Zhechev, fuera de contexto, como si censurara su propia cultura—. Moby Dick es una expresión del esfuerzo y la gran energía de Norteamérica para derrotar a la naturaleza, aunque el relato tiene una ambigüedad encantadora. En el mundo ortodoxo, sólo Rusia ha tenido grandes pensadores religiosos que se opusieron al establishment de la Iglesia; Berdiáiev, por ejemplo.
Zhechev se refería al intelectual ruso de principios del siglo XX que, en Orígenes y espíritu del comunismo ruso, explicó que el Estado totalitario de Lenin y Stalin debía tanto a la Iglesia ortodoxa como a Karl Marx.
Zhechev era el tercer búlgaro que mencionaba a Nikolái Berdiáiev al hablar conmigo; los tres estaban decepcionados por la creencia, sustentada en Occidente, de que el comunismo ruso era marxista. El dramaturgo Georgi Danailov me dijo:
—El comunismo ruso es sólo de Rusia. ¡No de Marx y los otros alemanes! ¡Tiene que leer usted lo que Berdiáiev dice acerca de la Iglesia ortodoxa! —Y así lo hice.
Berdiáiev escribe que el régimen de Lenin fue «la tercera aparición del imperialismo autocrático ruso», después del Imperio de Pedro el Grande a principios del siglo XVIII y de su predecesor el Estado medieval zarista, que tenía como lema «la doctrina de Moscú, tercera Roma» (después de la propia Roma y Constantinopla). A pesar de su declarado ateísmo, el Estado teocrático de Lenin estaba culturalmente inmerso en esa teocracia bizantina de los zares, de la que él y Stalin habían surgido. (Stalin había estudiado para sacerdote ortodoxo, y sus discursos reflejaban el tono repetitivo e hipnótico de los himnos ortodoxos.) No sólo las masas rusas —los siervos— vivían dentro de los límites mentales de la Iglesia ortodoxa, sino también la clase intelectual y política. Berdiáiev explica:
Los rusos siempre fueron genuinos, en el siglo XVII como disidentes y seguidores del antiguo rito, y en el siglo XIX como revolucionarios, nihilistas y comunistas. Pero la estructura del espíritu siguió siendo la misma... La profesión de su fe ortodoxa permanece siempre como lo más importante...[42]
El nihilismo ruso derivaba de la religión ortodoxa y reflejaba el estético distanciamiento ortodoxo respecto de la sociedad, la idea de que «el mundo entero se asienta en la iniquidad». Según Berdiáiev, el bolchevismo era una forma ortodoxa de marxismo, que hacía hincapié en la totalidad. El mismo Berdiáiev escribió que «la totalidad del Oriente cristiano se opone a la fragmentariedad racionalista de Occidente», totalidad que alcanzó su apoteosis en el totalitarismo de Stalin. Como la ortodoxia era un sistema total, no se toleraban las disensiones doctrinales, pues era evidente que conducían a cismas, como quedó patente en la escisión entre bolcheviques y mencheviques.
Además, la Iglesia ortodoxa era, como me dijeron muchos rumanos, inherentemente colectivista y antioccidental, pues subrayaba la primacía de la nación sobre los individuos, como en los escritos de Dostoievski y Solzhenitsin.[43] Esto era contrario al humanismo occidental. La Iglesia búlgara, como su homóloga rumana, se oponía al sectarismo del Vaticano y de los protestantes, así como a las reformas capitalistas. La crisis de las Iglesias ortodoxas en Rumania y Bulgaria posiblemente ha sido una reacción tardía ante la caída del comunismo, sistema en el que la Iglesia estaba profundamente implicada.
De acuerdo con Berdiáiev, los rusos «no creían en la estabilidad de la civilización, en la estabilidad de los principios en los que descansa el mundo [burgués]...». Toncho Zhechev y otros ciudadanos búlgaros compartían esa fe en la ruptura de la estabilidad, tal vez porque la burguesía búlgara nunca había sido muy numerosa o estable.
Cuando me disponía a salir de su piso, Zhechev subrayó:
—El vacío espiritual nunca dura indefinidamente. Algo nuevo lo sustituirá. La situación actual es insoportable. No sé adónde vamos. En algún momento la gente se dará cuenta de que Dios está con nosotros, no dentro de la iglesia.
El tiempo inusualmente cálido del que había disfrutado durante mi viaje se truncó de manera súbita con una nevada a mediados de mayo, cuando partí hacia Plovdiv, en el sureste del país. Mientras el tren atravesaba la llanura de Tracia, con las encantadoras montañas Sredna Gora en el norte y la escabrosa Rila y la cadena montañosa del Ródope en el sur, imaginé el avance de los ejércitos y las caravanas medievales que recorrieron esta ruta hacia y desde Constantinopla: hunos, búlgaros, eslavos, griegos bizantinos, búlgaros medievales, cruzados y turcos. También observé la miseria de los monótonos y tristes pueblos por donde pasaba el tren. Como en Rumania, aquí imperaba un modelo de desarrollo que era a la vez oriental y medieval: la nueva riqueza creada en las ciudades —los lujosos restaurantes y tiendas que había visto en el centro de Bucarest y Sofía— se invertía en el extranjero, no en las zonas rurales próximas, que seguían ofreciendo el aspecto de la época comunista. Un político búlgaro con el que hablé llamó a esto «modelo de crecimiento de la ciudad-estado cuyos Mercedes tienen que atravesar lodazales».
El viaje hasta Plovdiv duró dos horas. Si las grandes potencias no hubieran invalidado el tratado de San Stefano en el Congreso de Berlín de 1878, Plovdiv habría podido convertirse en la capital de Bulgaria.