Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan
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Por consiguiente, incluso con una democracia estable cabe la posibilidad de que Bulgaria no llegue a constituirse en sociedad civil si continúa siendo socavada por este nuevo y sutil imperialismo soviético.
—El mayor peligro aquí es un régimen de democracia oficial en el que el poder real esté en manos de grupos semilegales — me dijo el expresidente Zhelev—. Los partidos políticos podrían evolucionar fácilmente hasta convertirse en tapaderas de estructuras mafiosas, con grupos criminales que financiaran las campañas de las elecciones.
Entonces Occidente podría abandonar a Bulgaria a su suerte declarando que constituía «un caso de éxito democrático». Como quiera que el establishment de Washington prefiere simplificar sus problemas aceptando las versiones oficiales cabría esta posibilidad. Los búlgaros tienen razón: corren peligro de que los olviden.
Al igual que el presidente rumano Constantinescu, Zhelev, con su cabello canoso y su cara triste y afable, era el primer líder honesto de su país en muchas décadas. Él me dijo que «el comunismo era la forma perfecta de fascismo», porque controlaba totalmente no sólo las estructuras políticas sino también las económicas.[40]
—Por eso el comunismo tuvo una vida más larga que el fascismo —añadió—. El comunismo nació en 1917 y murió en 1989, mientras que el fascismo fue esencialmente un fenómeno que se manifestó entre los años veinte y los años cuarenta.
Comunismo y fascismo también se parecen en que los dos son resultados radicales y perversos de la centralización del poder del Estado que hizo posible la revolución industrial.
Pero los nuevos males no son tan grandes como los viejos. Todor Zhivkov, predecesor comunista de Zhelev, había gobernado Bulgaria como un emperador romano, con una serie de palacios, con guardaespaldas y secuaces, sin mencionar los letales servicios de seguridad, y una expresión de arrogancia grabada de manera permanente en su cara. En cambio Zhelev siempre fue accesible durante su etapa de presidente. Y no se enriqueció durante los siete años que ocupó el cargo, a diferencia de la mayoría de los gobernantes en la larga historia del país. A mí me recibió, junto a unas tazas de café instantáneo, en su oscuro piso de un edificio sin ascensor. La democracia, aunque fuera en cierto modo disfuncional, constituía una enorme mejora respecto de la situación anterior. Pero en Bulgaria el problema era si la democracia iba a ser un mecanismo útil para la oligarquía criminal. Los sistemas políticos no se definen por su etiqueta sino por el funcionamiento real de las relaciones de poder que se dan en su seno.
Hacia el final de mi estancia en Sofía vi dos ejemplos de la influencia de Estados Unidos: un albergue para niños sin hogar y una universidad para estudiantes de todo el territorio de los Balcanes y de la antigua Unión Soviética.
El albergue, en las afueras de la capital, era gestionado por la Fundación Bulgaria Libre y Democrática, creada en 1991 por Yvonne y John Dimitri Panitza, que trabajaron para el Reader’s Digest durante toda la guerra fría. Después de la caída del comunismo, John Dimi Panitza regresó a su patria, imbuido de los valores norteamericanos. El Centro Fe, Esperanza y Amor atiende principalmente a niños gitanos que de otro modo vivirían en la calle, donde muchos son golpeados por los cabezas rapadas. Al igual que instituciones similares, el centro evidenciaba una severidad institucional que los vistosos y alegres dibujos de las paredes se empeñaban en aliviar. Lo que mejor recuerdo es que todos los niños se aferraban con desesperación a mi mano, negándose a soltarla, mientras me llevaban orgullosamente hasta su cama en el dormitorio. Las camas eran las únicas posesiones que estos niños habían tenido en toda su vida y representaban la estabilidad de la que nunca habían disfrutado.
Otro día me dirigí al sur del país y después de dos horas de viaje llegué a Blagoevgrad, en las majestuosas y nevadas tierras de la Macedonia de Pirin. Allí se encuentra la Universidad Norteamericana de Bulgaria, de reciente creación; ocupa la antigua sede del partido comunista de la localidad. La universidad es la última aportación a la red de colegios universitarios de humanidades en Oriente Próximo que tuvo su origen en Nueva Inglaterra, donde, a mediados del siglo XIX, misioneros protestantes crearon el primer centro para difundir sus ideales.
Las universidades norteamericanas de Beirut y El Cairo también pertenecen a la red. (La de Blagoevgrad está dirigida por la Universidad de Maine.) En la cafetería, con vistas a la plaza de la ciudad y las montañas que se alzan detrás, me senté a comer con un grupo de estudiantes de dieciocho y diecinueve años procedentes de Serbia, Albania y la región albanesa de Kosovo. Todos ellos hablaban un inglés impecable y habían obtenido una alta calificación en los exámenes de acceso a la universidad. Formaban parte de una nueva elite global, se expresaban con comodidad en varias lenguas y se encontraban a sus anchas en muy diversos ambientes culturales. Sin embargo, como habían crecido en países castigados por la pobreza que conllevaron el comunismo y las divisiones étnicas, mostraban un realismo que a menudo no tenían ni los más maduros estudiantes norteamericanos de su misma edad.
Durante mi estancia allí, ya había empezado la lucha, en pequeña escala, entre las fuerzas de seguridad serbias y el Ejército de Liberación de Kosovo integrado por combatientes de etnia albanesa. Un estudiante de Serbia manifestó que Milosevic era consciente de que no podía mantenerse por tiempo indefinido en Kosovo, pero sólo estaba dispuesto a conceder la autonomía a los albaneses después de una sangrienta internacionalización de la crisis y cuando se llegara a un punto en el que pudiera culpar a Occidente de su pérdida.
—Si Estados Unidos no interviene pronto, morirán muchos más albaneses antes de que Milosevic vea llegado ese punto —dijo el estudiante de Serbia.
Y, en esencia, eso fue lo que ocurrió un año después.
Un joven albanés de Kosovo añadió:
—Es posible que efectivamente la nueva elite criminal de Serbia necesite que Occidente imponga más sanciones, pues cuantas más sanciones más dinero ganará.
La discusión continuó a este mismo nivel. Aunque los estudiantes no estaban completamente de acuerdo, el serbio y el albanés se marcharon de la mesa agarrados del brazo. El espíritu de la democracia estadounidense y la libre búsqueda intelectual habían operado sutilmente su magia en estos chavales.
En Europa oriental los intereses estadounidenses y rusos seguían en conflicto: el humanismo evidenciado por un albergue para niños sin hogar pertenecientes a una minoría maltratada y por una universidad que promovía la tolerancia chocaba con el absolutismo y el gangsterismo de oligarquías criminales. En esta lucha, Bulgaria era un patético y a la vez oscuro campo de operaciones.
Dos años después, a mediados del año 2000, la situación en Bulgaria había cambiado levemente. Las líneas divisorias no eran tan nítidas y difícilmente podía hablarse ya de luchadores perversos y demócratas bondadosos. Los luchadores se habían debilitado y se habían visto obligados a realizar inversiones limpias y productivas. Mientras tanto, cada vez estaba más en entredicho la honradez de los integrantes del nuevo establishment político de Bulgaria. Al mismo tiempo, se estaban intensificando las relaciones comerciales y de otra índole entre la Unión Europea y Bulgaria. En otras palabras, la antigua Bulgaria comunista estaba evolucionando hacia una democracia típicamente débil y corrupta que, aunque se acercaba cada vez más a Occidente, aún no podía depender de él. No obstante, Bulgaria estaba físicamente más cerca de la OTAN, recientemente ampliada, que cualquier otra nación de Oriente Próximo o del Cáucaso. Su democracia, aunque débil, era ciertamente salvable. Es muy posible que su destino dependa de la inteligencia y el coraje que tengan el próximo presidente de Estados