Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan
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Le encontré en una habitación trasera del edificio del Teatro Nacional, rodeado de libros y fotografías de las figuras de la cultura rumana, como el dramaturgo Eugene Ionesco y el escultor Constantin Brancusi. Con botas altas de piel, pantalones caqui y chaleco de cuero, Oroveanu, un hombre enorme de pelo blanco, tenía el aspecto de un «ángel del infierno» un tanto envejecido.
—Como estoy cambiando cuadros de un sitio a otro, llevo ropa de trabajo —me aclaró. Luego me dijo—: Casi no ha pasado un siglo sin que nuestro país no haya sido un campo de batalla o una zona de desastres. El Estado rumano que surgió en 1859 con la unificación de Valaquia y Moldavia era un Estado esencialmente medieval. Un alemán, Carol I de Hohenzollern-Sigmaringen, fue quien creó aquí instituciones modernas entre el año 1866 y la Primera Guerra Mundial. Pero en esa misma guerra murieron muchísimos de los mejores oficiales y profesores. El período de entreguerras presenció el ascenso de muchos campesinos a la clase media, pero no tenían liderazgo moral. Después, los comunistas aniquilaron a nuestros campesinos más activos, los chiabur, el equivalente de los kulaks. Ahora temo una vuelta a la intolerancia y la superstición, fomentadas con la ayuda de los ordenadores. Aquí podría surgir fácilmente un materialismo práctico desprovisto de moralidad. Los nuevos capitalistas sólo son imitadores de la burguesía occidental.
Todo lo que yo había visto en Rumania estaba sintetizado, con desgarradora claridad, en el teatro de la ópera, donde estuve la víspera de mi ultima noche en Bucarest. Al anochecer, manadas de perros extraviados merodeaban por los alrededores y chiquillos harapientos jugaban al fútbol en el asilvestrado césped que se extendía ante la fachada, mientras parejas jóvenes y viejas, con aspecto de burgueses de los años treinta venidos a menos, esperaban entrar en la sala con sus entradas de 75 centavos en la mano. Después, durante dos horas, escuché a los solistas que, con zapatos y trajes de etiqueta ajados, interpretaron brillantemente arias de Puccini y Verdi en un escenario desvencijado y lúgubre, tratando de superar una acústica deficiente. La audiencia estaba enfervorizada. De hecho, los espectadores daban la bienvenida a la Europa del siglo XXI desde los primeros años del siglo XIX teñidos de color sepia. «No nos olvidéis», decían.
A principios de marzo de 1998 salí de Bucarest y me dirigí a Sofía. En mi compartimento, sucio y con manchas de orín, hacía un frío que helaba. A las siete y media de la mañana estaba ya abarrotado de jornaleros que no se habían lavado, en ropa de trabajo. Gritaban y bebían aguardiente en toscas garrafas. Entró un matrimonio de mediana edad, bien vestido, con su reserva de asiento en la mano. Los obreros no se movieron. Finalmente, un revisor ordenó a dos trabajadores que se levantaran para que se acomodara el matrimonio.
El tren se dirigía hacia el sur y estaba entrando en la llanura del Danubio, semejante a una sabana de África con sus cabañas de techumbre de paja, caminos de tierra y carretas tiradas por mulas. En Giurgiu, en la margen rumana del Danubio, los jornaleros salieron de nuestro compartimento. Unos funcionarios nos sellaron los pasaportes. Luego, ellos y los revisores rumanos abandonaron el tren, que inmediatamente fue invadido por una horda de contrabandistas. Sus bolsas y maletas estaban repletas de conservas, cigarrillos, víveres y quién sabe cuántas cosas más. Esos individuos se agolparon en los pasillos y algunos invadieron nuestro compartimento y se quedaron de pie. Iban vestidos de un modo extravagante, llevaban la cabeza afeitada y la cara sin afeitar, tenían una expresión agresiva y se dedicaron a escupir, a toserme en la cara y a pisarme los pies al tiempo que dejaban caer al suelo la ceniza de sus cigarrillos. Imperaba el lenguaje soez. El matrimonio de mediana edad que estaba frente a mí se acurrucó, temeroso, mientras el tren cruzaba lentamente el ancho Danubio y entraba en Bulgaria.
7.
LA ELECCIÓN DE UNA CIVILIZACIÓN
Minutos después, el tren se detenía en Ruse, en la margen búlgara del Danubio, donde los contrabandistas bajaron en tropel. En un andén repleto de vendedores gitanos cambié los lei rumanos que me quedaban por levas búlgaras y pagué 22 dólares por un visado búlgaro a una vieja instalada detrás de una ventanilla herrumbrosa. Cuando volví a mi compartimento vi que otra vieja barría la suciedad dejada por los contrabandistas, mientras otro revisor nos pedía y marcaba los billetes. A principios del siglo XX nació aquí, en el seno de una familia sefardí, Elias Canetti, futuro escritor y premio Nobel. Ruse era a la sazón un baluarte cosmopolita, multiétnico, de Europa central. Ahora pertenecía a una masa de campesinos que habían perdido sus raíces en aras de la urbanización. Los estados modernos que se formaron después del hundimiento de la Turquía otomana —estados en ocasiones democráticos pero siempre monoétnicos— expulsaron a algunas minorías; después el nazismo expulsó a otras. El comunismo, que vino a continuación, destruyó lo que quedaba de la clase media, aparentemente en beneficio de la justicia social. La ilusión de que el progreso humano es inexorable procede de un hecho accidental como es la buena suerte histórica y geográfica que uno tenga. Canetti fue consciente de ello y pasó gran parte de su vida analizando la proclividad humana a la violencia y la histeria colectivas. [34]
El tren se dirigió hacia el sur, a través de la llanura del Danubio, luego hacia el oeste, a lo largo de la vertiente septentrional de lo que los búlgaros llaman Stara Planina, Viejas Montañas, y los extranjeros montes Balcánicos. Pasamos por campos verdes y marrones surcados por ríos de belleza indescriptible; muchas chozas, carros tirados por caballos y tejados a los que les faltaban varias tejas de terracota; y unos cuantos coches y antenas parabólicas. En una ocasión, cuando el tren redujo la velocidad, contemplé el mercado de un pueblecito, repleto de gente, con casetas llenas de ropa vieja y otros artículos de primera necesidad, todos ellos de baja calidad, que me recordaron los mercados que había visto en Asia central. Bulgaria me parecía otra Rumania, un país perteneciente a la Iglesia ortodoxa, que había sido comunista y estaba derivando del segundo al tercer mundo, aunque sus campos no se veían tan devastados como los de Rumania, y había menos fábricas horribles y menos huellas de contaminación.
En el tren no había donde comprar comida o agua, pero un viajero me regaló varios huevos duros. Al final del día, el tren penetró en un empinado y tortuoso cañón y el paisaje montañoso ganó en magnificencia. Una hora más tarde, cuando el convoy llegó a una fría altiplanicie, divisé en el horizonte Sofía, capital de Bulgaria.
La estación de Sofía era un producto de la década de 1970, exponente tardío del gigantismo de la era Zhivkov: a medida que el comunista Todor Zhivkov, amo de Bulgaria, se hacía más engreído e inseguro, la arquitectura de la ciudad fue adquiriendo una escala cada vez más inhumana. El gélido vestíbulo de la estación tenía una longitud aproximada de un campo y medio de fútbol; construido con tosca piedra gris y hormigón de un pardo sucio, estaba dominado por una escultura de hormigón adosada a una pared y compuesta por engranajes y poleas industriales. Unos diminutos puestos donde se vendían víveres y un puñado de bancos de madera desvencijados, únicos sitios donde la gente se podía sentar, contribuían a que el vestíbulo pareciera más grande. En un descampado, detrás de la estación, había un poblado de jóvenes sin hogar y gitanos empobrecidos. El paisaje de la zona de la estación demostraba que la tiranía genera un vacío social.
Como en Rumania, en Bulgaria encontré campos desolados en torno a la capital, una ciudad pujante en la que los edificios en construcción, los atascos de circulación, las tiendas y los restaurantes nuevos, junto con las calles llenas de mendigos y hombres y mujeres elegantemente vestidos, habían erradicado el fantasma del comunismo. Desde la habitación de mi hotel se veía una estatua del zar Alejandro II, «el zar libertador», cuya declaración de guerra a la Turquía otomana, en abril de 1877, terminó en marzo de 1878 con el tratado de San Stefano, que reconocía a Bulgaria como estado independiente que incorporaba una buena parte de Macedonia y Tracia. La víspera de mi llegada, 3 de marzo de 1998, se había celebrado el ciento veinte aniversario del tratado. La estatua estaba cubierta de guirnaldas. Observé que en las calles hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ya fueran bien trajeados o vestidos con ropa informal