Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Rumbo a Tartaria - Robert D. Kaplan страница 15
—Yo soy de Moldavia y los moldovanos somos bajos pero listos —se tocó la cabeza con el dedo—, como Ştefan cel Mare. [Ştefan cel Mare, Esteban el Grande, fue un príncipe de baja estatura que vivió en el siglo XV y creó un poderoso principado moldavo para frenar el avance de los turcos otomanos.]
Luego Codrescu habló del papel de los militares durante la revolución que en diciembre de 1989 derrocó a Ceauşescu:[28]
—En el ejército siempre supimos que los rumanos quedaríamos aislados e indefensos en el caso de que se produjera una confrontación Este-Oeste, confrontación que podría degenerar en guerras locales. Y quedaríamos aislados por nuestras difíciles relaciones con Hungría a causa de Transilvania y con Rusia a causa de Besarabia [Moldavia oriental]. Estaríamos indefensos porque licenciamos a los soldados y los enviamos a trabajar en los campos durante los tiempos, económicamente muy duros, de la década de 1980. Cuando, en noviembre de 1989, cayó el muro de Berlín, nos sentimos aún más vulnerables. El fin del comunismo en Hungría y Bulgaria significó el establecimiento súbito de regímenes nacionales al otro lado de nuestras fronteras.
»Ceauşescu no confiaba en el ejército. Nos mantuvo en la sombra, recluidos en las peores condiciones. Así, cuando el 16 de diciembre de 1989 recibimos la noticia de que en Timişoara se habían producido disturbios contra el régimen, a raíz de la detención de un sacerdote húngaro, empezamos a desconfiar. Inmediatamente vimos una conexión de esos hechos con una reciente demanda húngara de autonomía para Transilvania.[29] Sabíamos que, como resultado de un acuerdo austro-húngaro, en julio del mismo año Hungría había apostado tropas en la frontera con Rumania. [El acuerdo austro-húngaro permitía a los ciudadanos de Hungría y de otros estados del Pacto de Varsovia entrar libremente en Austria. Esto provocó inmediatamente la huida masiva de alemanes orientales a Occidente a través de Hungría, lo que a su vez condujo a la caída del muro de Berlín cuatro meses después.] Búlgaros y rusos también estaban movilizando y enviando tropas a nuestras fronteras. Me consta que esto suena a paranoia. Veíamos demasiadas cosas en estos movimientos de tropas, pero entonces no sabíamos que las protestas de Timişoara eran auténticas.
»Así, pues, esperábamos la señal para avanzar hasta la frontera húngara y defender nuestra patria. En lugar de ello, nos ordenaron que saliéramos a las calles de Timişoara para defender a Ceauşescu. Entonces fue cuando el Estado Mayor empezó a ver que el enemigo era Ceauşescu, no los húngaros o los rusos.
»El ejército rumano siempre ha pensado en términos del patrimonio nacional, de manera especial en el tema de Transilvania y Besarabia. La esperanza de recuperar Besarabia, arrebatándosela a Stalin, fue lo que condujo a Antonescu a firmar una alianza con Hitler contra Rusia. Pero después de la subida al poder de Antonescu no se perdió ningún otro territorio. No estoy defendiendo lo que Antonescu hizo con los judíos, pero lo cierto es que mantuvo unido el estado y por eso mismo tenemos que perdonarle sus pecados.
El hecho de que un general rumano perdone a Antonescu el asesinato de 185 000 judíos con el argumento de que mantuvo unida a Rumania pone de manifiesto la profunda inseguridad y brutalidad que impregnan esta sociedad. Otro oficial del ejército cercano a Ceauşescu me dijo que durante los seis meses que siguieron a la caída del muro de Berlín y antes de que el dictador rumano fuera derrocado, Ceauşescu planeaba «rehabilitar» a Antonescu proclamándolo héroe nacional rumano, como parte de un último esfuerzo para mantenerse en el poder con su esposa. Slobodan Milosevic había hecho recientemente algo parecido en la vecina Serbia, al convertir el partido comunista en un partido fascista-nacionalista. Hasta entonces, en Rumania sólo el presidente Constantinescu había repudiado públicamente a Antonescu.
Como Rumania basculaba entre una sociedad civil y la recaída en un nacionalismo radical, Constantinescu y un grupo de generales jóvenes que hablaban inglés, nombrados recientemente por él, trataron de conseguir que el Pentágono aceptara de buen grado a los militares rumanos con la esperanza de «meter» a Rumania en la OTAN antes de que fuera demasiado tarde. El país estaba transformando su ejército para que no siguiera siendo una fuerza cuantitativamente considerable pero mal preparada —más apta para las labores manuales que para luchar—, y se convirtiera en un cuerpo reducido en número, pero mejor adiestrado y organizado de acuerdo con una cadena de mando flexible de corte occidental. Un analista balcánico, experto en temas relacionados con el ejército de Estados Unidos, me describió así la fuerza militar rumana:
—[Los rumanos] aventajan a otros ejércitos de la región en términos de eficacia. Los que están arriba asumen la culpa y no castigan a sus subalternos. En parte eso es un elemento del honor latino. Los civiles dicen que necesitamos a los militares para que las cosas funcionen, pero las fuerzas armadas rumanas se niegan a ir por ese camino. El deseo del ejército rumano de quedar al margen de la política es más sincero que el de [los ejércitos de] Grecia o, con toda seguridad, de Turquía. Los oficiales rumanos tienen prohibido pertenecer a partidos políticos. En realidad, en Rumania la democracia sobrevive únicamente gracias a la moderación de los militares.
Los militares rumanos tienen asimismo una buena reputación de luchadores. Para los nazis, los soldados rumanos figuraban entre las tropas más aguerridas del Eje. En Stalingrado, los rusos consiguieron romper las líneas rumanas porque los soldados balcánicos fueron obligados a avanzar durante días sin recibir alimento. Cuando el periodista C. L. Sulzberger preguntó al general alemán Hans Speidel cuáles eran las mejores tropas no alemanas del Eje, éste contestó: «Los rumanos. Deles un buen comandante y serán tan buenos como los mejores».[30] Cuando, en agosto de 1944, Rumania cambió de bando, los mandos aliados también se mostraron satisfechos con la agresividad de los rumanos. La actitud de los militares rumanos hacia Estados Unidos no era ahora menos entusiasta de lo que había sido hacia los dos bandos con los que lucharon en la Segunda Guerra Mundial. Durante la crisis de Irak, en marzo de 1998, el jefe del Estado Mayor rumano, general de división Constantin Degeratu, me dijo que «hemos concedido a Estados Unidos el derecho de sobrevolar nuestro territorio y utilizar varias bases aéreas. Apoyamos a Estados Unidos. Estamos preparados para participar en cualquier operación. Di a Shelton [presidente de la junta de jefes del Estado Mayor] plenas garantías, respaldadas por nuestro presidente y nuestro gobierno. Entendemos el problema que ustedes tienen con Irak».
El edificio del Ministerio de Defensa era una de las muchas estructuras monstruosas y horribles creadas por Ceauşescu que habían requerido el derrocamiento del Bucarest histórico del siglo XIX. Allí, agasajado con café turco, me reuní con el jefe del Estado Mayor rumano, un hombre bajo, nervioso, de menos de cincuenta años, con el pelo negro y una sonrisa cálida. Degeratu me explicó la posición estratégica de Rumania:
—Antes de la Segunda Guerra Mundial intentamos permanecer neutrales y hacer tratos con todo el mundo. Esto resultó imposible. Y, así, tuvimos que luchar con los alemanes contra los rusos, luego con los rusos contra los alemanes. Pero al final caímos bajo el dominio ruso. Más tarde tratamos de azuzar a los chinos, y en pequeña medida a los norteamericanos, contra los rusos. Pero eso también fracasó. Terminamos aislados, con un equipamiento de baja calidad y unos militares cuyas aptitudes sólo les capacitaban para el trabajo de esclavos.
Estaba en desacuerdo con Brucan.
—La neutralidad no funciona —continuó Degeratu—. Nosotros no somos una gran potencia, y nuestra posición es demasiado vulnerable. Rumania es el único país de Europa situado entre las dos grandes regiones de inestabilidad e incertidumbre, la antigua Yugoslavia y la antigua Unión Soviética. Por nuestro propio bien y por el de Europa, necesitamos estabilidad. Ningún otro país de Europa necesita a la OTAN tanto como nosotros.
El coronel Mihai Ionescu, historiador