Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan

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Rumbo a Tartaria - Robert D.  Kaplan Ensayo Político

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constitucional, sin forzar al gobierno a tomar decisiones. Los rumanos temían la bulgarizarea, nombre con que designaban la ingobernabilidad que sus vecinos búlgaros habían conocido durante un corto período a principios de 1997.

      Los analistas rumanos y los diplomáticos occidentales con los que hablé coincidían con Patapievici en que la crisis estaba vinculada al «carácter nacional». Decían que no era porque a la gente les tuviera sin cuidado. Naturalmente, las personas eran imprevisibles y, de manera análoga, también la historia. Pero, como me había dicho Rudolf Fischer, conceptos como «Europa central de los Habsburgos», de la que Hungría había formado parte, y los «antiguos Imperios bizantino y otomano», de los que Rumania también había formado parte, significaban realidades tangibles, pues ¿qué es el presente sino la suma total del pasado hasta el momento actual?

      Por ejemplo, los rumanos vivieron durante siglos al lado de Rusia, convertida después en la Unión Soviética, y sufrieron repetidas invasiones rusas. Adoptaron la religión ortodoxa oriental del Bizancio griego; sufrieron la anarquía y el subdesarrollo del dominio turco; durante décadas soportaron el despotismo oriental de cariz estalinista de Ceauşescu, y, no obstante, hablaban una lengua latina, hermana del italiano y el portugués, y siempre han deseado vivamente formar parte de Occidente.

      Esta experiencia histórica y cultural es real y, al ser real, influye en cómo se comportan los dos pueblos y sus líderes. Hacer caso omiso de esas consecuencias equivale a desaprovechar un debate rico en contenido y sustituir la realidad por ilusiones. Decir a los rumanos, al menos a todos los que yo he conocido, que como pueblo carecen de características definidas basadas en una experiencia común y que son simplemente individuos que hablan la misma lengua y tienen (en su mayor parte) la misma religión, pero que, por lo demás, están desconectados entre sí en el plano global sería tanto como deshumanizarlos.[22] Cuando Patapievici me dijo que la cultura rumana no tiene núcleo, implícitamente presentaba este hecho como una característica definitoria de los rumanos antes que como una negación de que poseen una característica que los define.

      Los rumanos figuran entre los últimos supervivientes de la historia. El alemán Traugott Tamm, que vivió en la segunda mitad del siglo XIX, escribió:

      Los rumanos viven hoy donde hace quince siglos vivían sus antepasados. La posesión de las regiones del bajo Danubio pasó de una nación a otra, pero ninguna puso en peligro a la nación rumana como entidad nacional. «El agua pasa, las rocas permanecen»; las hordas del período de las migraciones, alejadas del suelo nativo, desaparecieron como la niebla en presencia del sol. Pero el elemento romano les hizo inclinar las cabezas mientras la tormenta arreciaba por encima de ellas...[23]

      Acerca de la pasividad característica de la Iglesia ortodoxa, Stelian Tănase, director de un periódico local, coincidía con Patapievici.

      —En nuestra religión —me dijo Tănase—, sólo Dios asume riesgos, nosotros no. Aquí no se le pide a nadie que trate de destacar por todos los medios, pues la ambición produce un sentimiento de vergüenza. No obstante, muchos de nosotros, especialmente nuestros políticos, son ambiciosos, pues por primera vez en décadas se nos permite manifestarnos. Pero la necesidad de negarlo conduce a duplicidades e intrigas.[24]

      Junto a la oficina de Tănase vi una espaciosa antesala llena de hombres trajeados que fumaban. Evidentemente no tenían otra cosa que hacer que servir café turco a los visitantes, acompañarlos hasta la escalera y atender el teléfono, una escena muy frecuente en los mundos turco, árabe y persa. Aunque en el curso de mi viaje me iba a encontrar a menudo esta situación, aquí, en Bucarest, la veía por primera vez.

      De todos modos, la crisis política no tenía tanto que ver con el legado histórico y geográfico rumano como con el legado del comunismo de Ceauşescu. Dorel Şandor, nuevo brujo de la política de Bucarest, con su propio instituto de investigación bien pertrechado, me dijo que, al no permitir la existencia de un ala reformista en el partido comunista, ni ninguna forma de disidencia —a diferencia de lo que se había hecho en Hungría y Polonia—, Ceauşescu había destruido a conciencia la elite política e incluso el mecanismo evolutivo para que ésta emergiera. Şandor me definió ese estado de cosas de la siguiente manera:

      —Es una nación de políticos de café, donde, a pesar de los nombres de los partidos, no hay ideas, sólo personalidades. ¡Todo es vanidad! —exclamó—. Los políticos rumanos se caracterizan por una gran energía con resultados estériles. Somos Italia sin la clase media de Italia. Los liberales rumanos no son los reformistas del centroderecha que conforman los grupos liberales en cualquier otro lugar de Europa. Aquí tenemos liberales de maletín que sólo se preocupan de los beneficios a corto plazo, personas que no quieren que la competencia extranjera ponga en peligro su nueva riqueza. Como no los une ninguna idea, están fragmentados. Con partidos fragmentados e instituciones débiles, todos temen una catástrofe si dimite el primer ministro, cuando la caída de un primer ministro debería ser un hecho normal en un sistema parlamentario.

      Con su traje negro de elegante corte, su cuidada barba negra, su escritorio negro y su ordenador portátil negro con panel de cristal líquido de alta resolución y otros artilugios de la era de la información, Şandor parecía un ejecutivo de Manhattan.

      —Como los rumanos nos adaptamos con tanta facilidad, empezamos por arriba, con los últimos estilos y tecnologías exóticas —me dijo Şandor.

      No obstante, sus modos occidentales eran una prueba no sólo de su capacidad de adaptación, sino también de su apertura a Occidente —ya antes de la caída del comunismo—, gracias al cargo que había ocupado en el gobierno de Ceauşescu.

      A pesar de ello, su comentario sociopolítico era agudo. Éste era otro dilema del poscomunismo. Las personas que poseían los conocimientos necesarios, analíticos y burocráticos, los habían adquirido gracias a su pertenencia a la antigua elite comunista (y a menudo los utilizaban al margen de la burocracia, cuando no contra ella). Y, así, los únicos que sabían cómo realizar la reforma con frecuencia carecían de la motivación necesaria para hacerla. Şandor —asesor de un partido político de excomunistas ahora conocidos como socialistas— lamentaba, con perspicacia, una paralización política de la que él y otros como él eran en buena medida responsables.

      La paralización había costado a Rumania un tiempo del que no disponía. Mientras que, en 1998, el 70 por ciento de los bancos de Hungría habían sido vendidos a extranjeros —con lo que a partir de ese momento sus instituciones podían operar de acuerdo con las normas internacionales—, en Rumania apenas si se había iniciado la operación de vender bancos. Las privatizaciones rumanas fueron repetidamente demoradas, mientras se exigía que a los extranjeros sólo se les vendieran acciones por debajo del 50 por ciento del total. Un occidental, experto en privatizaciones, me dijo enfáticamente:

      —Ésta sigue siendo una sociedad de campesinos, con desconfianza de campesino a la hora de vender lo que se considera patrimonio nacional.

      En Rumania la información no se difundía, sino que se guardaba celosamente. Un compañero periodista me dijo que, mientras que el fax de su oficina de Budapest consumía un rollo de papel cada dos días por los muchos informes que le enviaban los ministros húngaros, en Rumania el rollo de papel de su fax duraba un mes.

      Según opinaban muchos diplomáticos e inversores extranjeros, la base de estos problemas era una realidad brutal: detrás del presidente y unos pocos ministros no había nada más que inútiles. En la burocracia no había casi nadie remotamente competente o potencialmente aprovechable, o alguien a quien una empresa occidental pudiera contratar. El sistema otomanolevantino de Rumania desalentaba la inversión que podía transformar la cultura, pues los valores morales de las empresas internacionales son occidentales. Henk Mulder, presidente del banco holandés ABN-Amro en Bucarest, me dijo:

      —Inculcamos

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