Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan

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Rumbo a Tartaria - Robert D.  Kaplan Ensayo Político

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bonita, con un vestido insinuante, trataba de comprar a un joven profesional» en una de las nuevas boutiques de Bucarest. La mujer le dijo que le convenía tener una relación sexual con ella, pues le podría ayudar gracias a sus «influyentes contactos». (El joven no aceptó.)

      Los rumanos se estaban adaptando al capitalismo global con la misma agresividad con la que se habían adaptado en otro tiempo al fascismo y, después, al comunismo. En el pasado, los rumanos habían mostrado el más brutal antisemitismo, pero ahora los judíos gozaban de su favor, pues simbolizaban el cosmopolitismo al que aspiraban los rumanos jóvenes. Ladislau Gyemant, vicedecano de la Universidad Babeş-Bolyai de Cluj, me dijo que cuando se ofreció la posibilidad de estudiar hebreo como lengua extranjera, se matricularon cuatrocientos estudiantes, de los cuales sólo un puñado eran judíos. La actriz y cabaretista más popular de Bucarest era una judía rumana de nombre Maia Morgenstern. En diciembre de 1997, cuando las autoridades municipales iluminaron las calles durante las Navidades por primera vez desde los años treinta, en los medios de comunicación de la ciudad también se concedió mucho espacio a la fiesta judía de Hanuká. Un día, cuando pasaba por delante de la embajada polaca en Bucarest, contemplé un cartel en el que se mostraban las «diferentes culturas» de Polonia. Entre las tres fotos que presentaba la embajada una estaba dedicada a los judíos celebrando la festividad de Rosh Hashaná. Los diplomáticos occidentales sospechan que algunos de los casinos de aquí blanquean dinero del crimen organizado y el narcotráfico.

      Pero mientras que la agresiva economía de Hungría estaba sacando a aquel país del «segundo mundo» del comunismo y lo estaba integrando en el «primer mundo» de Occidente, Rumania parecía estar derivando del segundo al tercer mundo, con colonias de marginados, una masa de campesinos rurales y una nueva clase social caracterizada por sus hábitos consumistas y limitada esencialmente a unos barrios de Bucarest, una ciudad de dos millones de habitantes en un país de 23 millones. En 1997, en Rumania los ingresos anuales per cápita fueron de 1 500 dólares; en Hungría, de unos 4 500 dólares.[21]

      —Cuando compramos ordenadores, discos compactos y ropa adquirimos las consecuencias materiales de Occidente sin captar los valores fundamentales que crearon esas tecnologías —me dijo el filósofo e historiador rumano Horea-Roman Patapievici.

      La conversación con Patapievici en su casa, durante mi segunda noche en Bucarest, condensó todo lo que siempre me había abrumado acerca de Rumania, un país que era como una película negra: sensual, macabro, siempre fascinante y en ocasiones brillante.

      Patapievici vivía en un piso alto de un bloque pobremente iluminado, cuyo vestíbulo se veía invadido por algunos de los incontables perros callejeros que hay en Bucarest. El filósofo vestía tejanos azules y batín de seda, con una cruz ortodoxa colgada al cuello. Me recibió y me condujo a un estudio con un ecléctico repertorio de libros, iconos y cedés de música clásica. Unos amigos me dijeron que, cuando era un hombre de mediana edad de rasgos duros y acusados, Patapievici había dejado la física y se había pasado a la filosofía y la historia; después había ganado fama entre los intelectuales rumanos como pensador de una gran originalidad. «Ahora está plenamente en su campo —me había comentado un periodista rumano—, su pensamiento se desarrolla en un nivel mucho más profundo que el de los políticos y académicos.»

      —La cultura rumana es como una cebolla —empezó a decirme Patapievici encogiéndose de hombros—. No hay núcleo. Hay una capa de la época fascista, otra de la época comunista y otra de la actual. El futuro, de momento, pertenece a esta nueva capa norteamericana. Y es norteamericana, no de Europa occidental: comida rápida, música rap, MTV.

      Entonces me acordé de que los jóvenes rumanos habían llenado, por primera vez en su vida, las iglesias ortodoxas para rezar por Michael Jackson cuando, en 1996, se dijo que estaba enfermo.

      —Cierto, la moda es europea —siguió diciendo—, pero también lo es la de Nueva York. Continuaremos con una americanización superficial mientras Rusia no estalle ni se extienda, o mientras Ucrania no se derrumbe.

      En otras palabras, la sima que se está abriendo entre los Balcanes y Europa central no tiene por qué ser necesariamente fatal siempre que la antigua Unión Soviética siga adoptando una actitud razonablemente benigna y la versión estadounidense del capitalismo democrático continúe siendo el modelo a seguir para el que fue mundo comunista.

      —La tarea de Rumania —continuó Patapievici— es adquirir un estilo público basado en normas impersonales, pues de lo contrario la política y los negocios serán presa de las intrigas, y me temo que en este punto no nos sirva de nada nuestra tradición de ortodoxos orientales. Rumania, Bulgaria, Serbia, Macedonia, Rusia, Grecia (todas las naciones europeas de religión ortodoxa) se caracterizan por sus débiles instituciones. Esto es debido a que la ortodoxia es flexible y contemplativa, y se basa más en tradiciones orales de los campesinos que en textos escritos. A diferencia del catolicismo polaco, nunca desafió al Estado. La Iglesia ortodoxa está separada del mundo tal como es, pero se muestra tolerante con él (sea fascista, comunista o democrático), pues ha creado un mundo alternativo basado en la aldea campesina. De este modo, la ortodoxia reconcilia nuestra herencia antigua con el brillo moderno.

      Efectivamente, Teoctist, el último dirigente de una institución importante que declaró su lealtad inquebrantable a Ceauşescu, sólo pocos días antes de su ejecución, era el patriarca ortodoxo en 1998. Aquí, la Iglesia continuó la opresión de los católicos griegos o uniatos, cristianos ortodoxos que se habían pasado al bando del Papa hace varios siglos. (Históricamente, las iglesias ortodoxas han mantenido mejores relaciones con los musulmanes que con los cristianos de Occidente, en los que veían un peligro más grave.)

      —La Iglesia ortodoxa y el islam son orientales. Y el comunismo —dijo Patapievici moviendo la mano— fue simplemente un caso de cómo los orientales ponían en práctica una seudociencia occidental. Como el nazismo, el comunismo era una rebelión contra la modernidad y los valores burgueses. Pero el nazismo y el comunismo no han agotado las posibilidades de las ideologías radicales, creo yo. Esto se debe a que las ideas son reflejos de la tecnología reinante. El nazismo y el estalinismo necesitaron los instrumentos de la era industrial para ser lo que fueron. Así, con la posindustrialización, estamos en tiempos proclives a cultos peligrosos y nuevas ideologías.

      Yo había llegado a Rumania durante la primera gran crisis gubernamental en más de sesenta años, prueba inicial de la incipiente democracia del país. Patapievici me dijo que, si el gobierno rumano estaba ahora sumido en maquinaciones erráticas, el hecho no era ni accidental ni obra de este o aquel ministro.

      —Una vez más —me explicó— estamos ante ese entresijo de rumores, falta de información, conspiraciones e intrigas que se da también, en términos similares, en otras sociedades de religión ortodoxa donde las instituciones son débiles y las normas imprecisas.

      Los años treinta del siglo XX habían presenciado la dictadura del rey Carol II; los años cuarenta, el régimen militar, respaldado por los nazis, del general Antonescu; desde finales de los cuarenta hasta los ochenta, el régimen comunista; y entre 1989 y 1996, un gobierno neocomunista que, aunque había sido elegido democráticamente, no había actuado de manera muy democrática.

      En la actualidad, el Partido Nacional Campesino, que gobierna, está dividido respecto al cumplimiento del acuerdo histórico de reconciliación con Hungría y otros muchos temas. El gobierno del primer ministro Victor Ciorbea había incumplido, uno tras otro, los plazos fijados por el Fondo Monetario Internacional para las privatizaciones y otras reformas. La afición del primer ministro a presidir reuniones de gobierno de hasta dieciocho horas de duración, en las que no se tomaba ninguna decisión, había incrementado los temores de los inversores. Finalmente, en la primavera de 1998, Ciorbea dimitió después de casi seis meses de esta situación agónica, pero Radu Vasile, que le sustituyó, también se vio bloqueado por las continuas divisiones de los partidos y las rivalidades

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