Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan
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Yo quería ver personalmente las futuras fronteras de Europa, las razones de la progresiva desintegración de las dictaduras árabes y los efectos sociales y políticos de los nuevos oleoductos del mar Caspio. (Aunque en un principio se exageraron los recientes hallazgos de petróleo en el Caspio, en la próxima década la región constituirá el equivalente del mar del Norte en términos de producción de petróleo, además de ser un centro de transporte para algunas de las mayores reservas de gas natural del mundo.)
Pero también me preocupaba la suerte de determinados sistemas políticos de la región, pues sabía que las instituciones gubernamentales de casi todos los países por los que tendría que pasar eran muy débiles. Es cierto que muchos regímenes se llamaban a sí mismos democracias, pero las relaciones de poder existentes en numerosos países ponían de manifiesto que los militares, los servicios de seguridad y las oligarquías financieras desempeñaban un papel importante, aunque no se quisiera admitir.
Me preguntaba también cómo se veían a sí mismos los habitantes de la región. ¿Acaso las lealtades nacionales o étnicas estaban dando paso a nuevas formas de cosmopolitismo a través de la globalización? Si era así, ¿qué significaba eso para el futuro de los regímenes autoritarios? Si las dictaduras daban paso a formas de gobierno más democráticas, ¿supondría esto más estabilidad o menos —más civismo o menos— en los países por los que yo iba a pasar? Incluso en Israel, único país de mi ruta en el que hace ya tiempo que se ha institucionalizado un régimen democrático, es posible que éste no siga siendo necesariamente ilustrado, o civil, en las décadas futuras.
En primer lugar me dirigí a Debrecen, ciudad húngara situada a tres horas de distancia en dirección este. La frontera entre Europa y Oriente Próximo que iba a cruzar no empezaba y terminaba en un lugar concreto, sino que se diluía en una serie de planos descendentes. El primero era el mercado chino en los suburbios del este de Budapest, más oriental y menos desarrollado que el centro turístico, junto al Danubio. En las semanas siguientes aún iba a ver más planos descendentes.
Desde el tren divisé un paisaje llano y pobre con carreteras fangosas, bosquecillos de chopos, casas de paredes desconchadas y gallineros carcomidos. Noventa minutos después, el tren cruzó el río Tisza y aquel paisaje tan llano se hizo más vacío y más amplio, con una tierra fértil, negra como el carbón, y mares de hierba verde limón que se mecía y brillaba a la luz de un día de finales de invierno inusitadamente caluroso. Era la Puszta o Alföld, la «gran llanura» húngara, la estepa más occidental que mantiene características asiáticas. A través de esta llanura, las siete tribus magiares, antecesoras de los húngaros modernos, llegaron a Hungría al mando del príncipe Arpad, en el año 896 de nuestra era, después de pasar casi mil años avanzando hacia el oeste desde los Urales, en el borde occidental de Siberia, y atravesando el Cáucaso septentrional, donde se encontraron con búlgaros y turcos. La lengua ugrofinesa de Hungría, con sus muchas palabras de origen turco, demuestra esta ascendencia nómada.[13]
Además de los magiares, otros pueblos de Asia central llegaron a esta llanura a principios de la Edad Media: escitas, hunos, ávaros, tártaros, kumikos, pechenegos y otros, que dejaron su impronta genética antes de debilitarse y desaparecer.[14] Hasta entonces, la llanura era una región fronteriza de Roma en el noreste, donde el relativo orden y prosperidad de las provincias imperiales de Panonia, Mesia Superior y Dacia dieron paso, en el siglo VI, al caótico dominio de tribus tales como los gépidos godos y los sármatas indoiraníes.[15] La absoluta horizontalidad y la vaciedad paisajística conferían a la llanura húngara el aspecto de una frontera.
Pero yo no crucé ninguna frontera. Debrecen, cerca del borde oriental de la Puszta, resultó ser una reproducción en pequeño de Budapest.
Yo había estado aquí por última vez en 1973, cuando recorrí Europa oriental haciendo autostop. Debrecen es una ciudad de comercio agrícola con más de doscientos mil habitantes. Recordaba sus calles adormecidas, con pocos artículos en venta, sus edificios góticos adornados como pasteles fantásticos y sus cúpulas verdosas con regusto oriental. Había mucho que comprar. La zona de la estación era el equivalente local del mercado chino de Budapest, con multitud de personas vestidas con chándales baratos que vendían y compraban una amplísima gama de productos de baja calidad procedentes de Asia y el antiguo mundo comunista. En la estación había toda una sala llena de hileras de zapatos negros baratos. Pero el centro de Debrecen se parecía al centro de Budapest. Había cajeros automáticos y en las tiendas letreros cromados de imaginativo diseño. Los bancos extranjeros, con fachadas de mármol, eran tan numerosos como las iglesias protestantes, que han proporcionado a Debrecen el sobrenombre de la Roma calvinista. Muchos establecimientos de fitness y boutiques, con nombres como Yellow Cab 2nd Avenue 48th Street New York, vendían zapatos de moda, y en las pantallas de información se anunciaban cursos de «Taekwondo, rugby, baile hip-hop, tecno rap...».
Un tranquilo y ruinoso patio barroco que recordaba de mi visita veinticinco años antes estaba ahora recién pintado en color pastel y dominado por un cartel de Microsoft. El tráfico era intenso y había mucha gente, entre ella grupos de adolescentes en ajustados tejanos, arracimados en torno a los escaparates de las tiendas. Los quioscos estaban llenos de revistas occidentales de pasatiempos e informática. En febrero de 1998, en Debrecen la imagen de Leonardo DiCaprio era omnipresente, tanto como un mapa de Hungría en 1890 que incluía Transilvania (que pasó a formar parte de Rumania en 1918).
Me sorprendió la actividad comercial. Debrecen era conocida por su conservadurismo religioso, y estaba lejos de Budapest, en una de las zonas más pobres de Hungría. A mediados del siglo XVI Debrecen fue un semillero de la Reforma, hasta el punto de que los católicos tenían prohibido establecerse en la ciudad. Aquí se creó una universidad calvinista y los calvinistas locales hicieron un pacto con los turcos musulmanes para que, como gobernantes que eran, velaran por la seguridad de sus moradores. Pero la llamada ética protestante del trabajo no infundió fuerza a los calvinistas de Debrecen. László Csaba, economista y crítico social húngaro, me había dicho en Budapest:
—En Hungría oriental, el calvinismo ha sido mero conservadurismo y fatalismo, incluso otro elemento étnico rodeado por muros religiosos que proscriben toda innovación.
Siempre han sido las zonas católicas de Hungría las que han mostrado un mayor dinamismo económico. Csaba había añadido que la «ética prusiana del trabajo», basada parcialmente en el protestantismo, también fue mal interpretada. La ética prusiana del trabajo no era emprendedora, sino que estaba unida a la burocracia y a la industrialización masiva. Sólo funcionaba si alguien proporcionaba los empleos y decía a la gente lo que tenía que hacer.
—En una época posindustrial —siguió diciendo Csaba—, no espere que las zonas de Alemania que en otro tiempo fueron prusianas vayan a ser centros de pujante dinamismo económico. Budapest y el resto de Hungría están más cerca del Múnich católico que del Berlín prusiano y protestante, y es posible que en una nueva Europa de regiones-estado, la región orientada hacia Múnich sea más fuerte.
Otra razón por la que me sentí sorprendido ante el dinamismo de Debrecen fue que la economía húngara registraba su debilidad máxima al este del río Tisza, donde el paro alcanzó el 20 por ciento en 1997, frente a una media nacional del 8,7 por ciento. Pero esa debilidad era relativa en una economía «agresiva», en la que las exportaciones habían subido desde 5 500 millones de dólares anuales a finales de los años 1980 hasta 20 000 millones de