Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan

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Rumbo a Tartaria - Robert D.  Kaplan Ensayo Político

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después de la guerra me enteré de que aquel mismo día soldados húngaros fusilaron a todos los habitantes judíos de Sármás, un pueblecito situado al este de Kolozsvár, en Transilvania.[8] Pobre gente. Ellos se consideraban húngaros. ¡Hablaban húngaro! Habían conseguido sobrevivir a cinco años de fascismo sin que los deportaran a campos de concentración. Era como si milagrosamente se hubieran olvidado de ellos mientras alrededor reinaba el horror en todas sus formas. Entonces aparecieron en Sármás los soldados húngaros, sus soldados, ¿y qué hicieron? Encerraron a todos los judíos en unas porquerizas durante varios días, luego los condujeron a una colina y los masacraron. Dentro del Holocausto hubo muchos pequeños pogromos.[9]

      Una semana después de que Fischer me contara esta historia, visité aquella misma colina en Sărmaşu, Rumania. Los cerdos corrían por el fango y campesinos con zamarras negras segaban con guadañas las extensas y onduladas tierras de pastos salpicadas de aldeas de madera. Vi tres hileras de sepulturas, ciento veintiséis en total, cada una de ellas con su estrella de David y su inscripción en hebreo. Las sepulturas estaban cercadas por un horrible muro de cemento, una barrera monstruosa que podemos inscribir en la «historia moderna». Salté el muro y leí la inscripción rumana:

      ...tropas fascistas [húngaras], enemigas de la humanidad, ocuparon la aldea de Sărmaşu, donde reunieron a todos los judíos —hombres, mujeres y niños— en unas porquerizas, allí los tuvieron sin comida, los torturaron y los humillaron de la manera más inicua durante diez días, después, los trajeron a esta colina de llanto y los mataron de los modos más sádicos la víspera de la fiesta judía de Rosh Hashaná...[10]

      Naturalmente, este monumento levantado en Rumania no mencionaba las atrocidades, igualmente espantosas, perpetradas contra los judíos por los propios rumanos durante la Segunda Guerra Mundial.

      —Por eso me acuerdo tan vivamente del día que paseaba solo en Australia, el día en que cumplí veintiún años —continuó diciendo Fischer—. Porque ese recuerdo fue preservado por lo que, como descubrí después, había ocurrido aquel mismo día en Sărmaşu. Ve usted, Robert, nacionalismo húngaro, nacionalismo rumano: todos son malos. La frontera formada por los Cárpatos era buena comparada con las modernas fronteras nacionalistas, al menos los Cárpatos dividían imperios dentro de los cuales convivían pueblos y religiones. Yo soy cosmopolita. ¡Toda persona civilizada debería procurar serlo!

      Le dije que el cosmopolitismo debe estar unido siempre a la memoria. Sin memoria no hay posibilidad de que aflore la ironía, verdadera sustancia de la historia, pues, como decía Fischer, los judíos, los gitanos, los kurdos y otras minorías estuvieron relativamente seguros en el seno de regímenes autocráticos como la Austria de los Habsburgo y la Turquía de los otomanos, pero fueron asesinados u oprimidos cuando estas autocracias empezaron a alumbrar estados independientes dominados por mayorías étnicas, como, por ejemplo, Austria, Hungría, Rumania, Grecia y Turquía.

      Fischer tomó su bastón y me dijo que me pusiera el abrigo.

      —Vamos a dar un paseo. Tengo que mostrarle algo antes de que inicie su viaje.

      Durante treinta minutos me llevó con paso presuroso por bulevares lúgubres de escaso tráfico, por túneles y un parque vacío, después por la vía de un ferrocarril que atravesaba los sucios patios traseros de viejos bloques de pisos. Nos cruzamos con personas vestidas con ropas raídas y guardapolvos sucios, personas que llevaban carteras de mano deterioradas por el largo uso.

      —Ahora estamos en lo que Heimito von Doderer, escritor austríaco de principios del siglo XX, llamó «las partes pudibundas de una ciudad», donde ésta muestra los repugnantes órganos que se ocultan debajo de su preciosa piel —subrayó Fischer.

      Entonces pensé en el collar de luces que bordeaba las calles próximas al Danubio, con sus tiendas elegantes y sus grupos de turistas occidentales, a varias paradas de tranvía en dirección oeste: el centro de Budapest estaba ya en Europa occidental y en el siglo XXI, pero la parte de la ciudad donde nos encontrábamos continuaba en la Europa oriental y, como pronto supe, vivía en los tiempos anteriores a la caída del muro de Berlín.

      Cerca de la plaza Orczy, en el extremo suroriental de Budapest, llegamos a un inmenso poblado de cobertizos de estructura metálica y cantinas mugrientas montadas en vagones de tren rusos abandonados. Vi zapatillas de deporte, fabricadas en China, que se vendían por el equivalente de diez dólares, jerséis a cuatro dólares, calcetines, relojes, chaquetas, teléfonos móviles, champú, juguetes y otros muchos artículos, todo ello barato y fabricado en Asia o en países de la antigua Europa comunista. Muchos de los artículos eran rusos. La comida de las cantinas era turca. Los comerciantes eran chinos, kazakos, uzbekos y de otras zonas de Asia central, pero mayoritariamente chinos. Observé que había autobuses que se dirigían a Rumania y otros países del este, pero no al oeste. Por todas partes se veían policías, pues recientemente se habían cometido allí varios crímenes. Nadie iba bien vestido.

      —En Budapest, la gente llama a este lugar «mercado chino» —me dijo Fischer—. Surgió a principios de la década de 1990, cuando desapareció la Unión Soviética y China redujo las restricciones para viajar que pesaban sobre sus ciudadanos. Es un auténtico caravasar.

      Varias familias chinas controlaban una vasta red comercial clandestina que suministraba artículos baratos para la inmensa mayoría de las personas de Europa oriental, que no podían comprar en las tiendas nuevas de estilo occidental. Allí valía cualquier idioma. El comercio era el gran elemento integrador.

      —Sí, este lugar es un poco violento, hay muertes por ajuste de cuentas —dijo Fischer—. Pero ¿hay alguna diferencia con las calles de los barrios bajos de Odesa hace cien o doscientos años, donde mis antepasados judíos y los suyos vivieron en buena medida como estas gentes viven ahora?

      »Esto es todo lo que tengo que mostrarle, Robert —concluyó Fischer—. Recuerde que el telón de acero aún delimita una comunidad. Simplemente mire el mercado. Más de cuatro décadas de represión absoluta no pueden ser barridas en unos pocos años. —Fischer me condujo hasta un tranvía. Subió y me acompañó durante una parte del recorrido—. Es bueno que quiera pasar por Transilvania. Allí hay mucho que ver —dijo con voz nostálgica. Luego se apeó y se despidió levantando su bastón.

      Dejé el tranvía cerca de Nyugati Pályaudvar, la ambiciosa Estación Occidental, con columnas de acero, de Budapest, construida por Alexandre-Gustave Eiffel en la década de 1870, antes de que levantara en París la torre que lleva su nombre. En la Estación Occidental inicié mi viaje hacia Oriente. Ahora explicaré adónde me dirigí y por qué.

      2.

      RUMBO A ORIENTE

      Mi plan era cruzar lo que llamaré Nuevo Oriente Próximo, esa parte de Eurasia que se extiende desde el este de la Unión Europea y de los límites, recientemente ampliados, de la OTAN, hasta el oeste de China y el sur de Rusia. Se trata de una región imprecisa, en la que se superponen los legados culturales de los Imperios bizantino, persa y turco. Contiene el 70 por ciento de las reservas conocidas de petróleo y más del 40 por ciento de las reservas de gas natural.[11] Del mismo modo que el Imperio austríaco fue «el sismógrafo de Europa» en el siglo XIX, el Nuevo Oriente Próximo, que se extiende desde los Balcanes en dirección este hasta «Tartaria», puede constituir el sismógrafo de la política mundial y el escenario de una despiadada lucha por los recursos naturales en el siglo XXI.[12] El mando central del ejército de Estados Unidos, responsable de Oriente Próximo y lo más parecido que tiene Estados Unidos a una fuerza expedicionaria de estilo colonial, recientemente añadió al ámbito de su responsabilidad el Cáucaso, otrora soviético, y Asia central.

      Concretamente,

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