Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan
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—Los húngaros y los austríacos han sido aquí los amos durante cientos de años —añadió—. Nosotros [los rumanos] sólo hemos controlado Transilvania desde 1918. Se requiere un equilibrio.
Pero la gente que yo veía en la calle, le dije, tenía los ojos puestos en modelos occidentales, sobre todo estadounidenses, no en Rumania. ¿Negarían las nuevas tecnologías y el capitalismo global a Rumania la oportunidad de repetir la experiencia nacional de los países occidentales? Pop reflexionó un momento y luego sugirió que nuestras dos consideraciones posiblemente eran correctas y que el futuro de Europa podría ser cuasi medieval.
—La integración de los países de Europa occidental traerá consigo el cambio de Europa oriental. En veinte años, Europa podría ser escenario de nacionalismos fuertes, pero sin fronteras sólidas a causa de la economía global. Esto podría significar que Hungría se apoderara económicamente de Transilvania, que en tal caso tendría una identidad diferenciada como región cosmopolita, transnacional, entre Hungría y Rumania. Que esto sea bueno o malo podría depender del modelo político que llegara de Europa occidental. Si en Francia e Italia, o en Alemania, creciera el nacionalismo de derechas y en España y otros lugares aumentara la violencia separatista, todo ello podría tener una influencia perniciosa en las nuevas democracias de Europa oriental.
Aquel mismo día, algo más tarde, volví a ver a Pop, junto con algunos de sus colegas de la Universidad Babeş-Bolyai de Cluj y quince posgraduados, que me asaltaron con preguntas sobre las intenciones de Estados Unidos en los Balcanes. Una posgraduada con llamativos cabellos dorados estaba sentada al fondo de la pequeña habitación. Acompañada por gestos de asentimiento de sus profesores y amigos, hizo una dura crítica social del modelo implantado en Rumania por el renacimiento del espíritu individualista que siguió al hundimiento del comunismo, fomentado por el eterno miedo a Rusia y agravado por el creciente abismo entre Rumania y Europa central.
—Los rumanos sabemos que Rusia nunca será realmente democrática —empezó diciendo la chica—. Sabemos que nuestras iniciativas tienen poco valor y que nuestra democracia, como en las décadas de 1920 y 1930, carece de ética. No tenemos una clase media moderna, y nuestra nueva aristocracia es la nomenbratura [los hijos mimados de la elite excomunista que se apoderaron de los bienes del Estado a partir de 1989]. Nuestra clase política es incompetente e intratable. Vosotros, los occidentales, os vais a cansar de nosotros, ya lo veréis. Nos decís que tenemos que privatizar, pero la mafia y los rusos compran nuestras empresas. Una importante compañía de petróleo rumana fue puesta en venta, pero en Occidente nadie la quiso. La compró Lukoil, una compañía rusa. Así es como, a la postre, los rusos volverán a ser los amos de nuestro país. Los rusos operarán a través de terceros instalados en Europa, de modo que vuestros expertos podrán negar nuestros temores... Grecia era un país pobre y corrupto después de la Segunda Guerra Mundial, pero Estados Unidos lo salvó del comunismo. Ahora Occidente tiene que salvarnos a nosotros una vez más de los rusos.
De hecho, Atlantic Richfield había comprado el 8 por ciento de la compañía rusa Lukoil, un ejemplo de cómo la economía global diluye el imperialismo económico que la chica rumana temía. Además, de momento había pocas pruebas de la implicación rusa en la economía y el crimen organizado de Rumania. No obstante, en Bucarest un ejecutivo occidental me dijo lo siguiente:
—Nadie sabe realmente quién es el dueño de los casinos, de algunos hoteles... Hay muchos puntos oscuros, y esto no causa una buena impresión. Cuando los rumanos venden una empresa, simplemente la venden al mejor postor, al que acepta la extorsión. No estudian los antecedentes del comprador. Esto añade más incertidumbre sobre quién es el dueño de qué. No es así como estaban las cosas en los años treinta, cuando las comunidades comerciales judía, alemana y griega establecieron algunas normas razonables; todo eso ha desaparecido.
Un diplomático extranjero residente en Cluj resumió así la situación:
—En Cluj hay pocos inversores occidentales, y no parece que vayan a venir más. En Rumania los impuestos cambian constantemente, y es imposible predecir cuáles serán las leyes que regulan las inversiones. Además, Cluj está aislada, a medio camino entre las capitales de Budapest y Bucarest. ¿Qué posible inversor quiere pasarse todo un día o toda una noche en un incómodo tren o volar en un horrible avión para llegar aquí? La única esperanza de Cluj es un futuro transnacional con fronteras estatales débiles, como en los tiempos del Imperio de los Habsburgos... Pero la lista de sociedades anónimas en esta ciudad puede llenar un listín telefónico, pues todo rumano que crea una empresa puede importar un coche. Mientras tanto, los pocos extranjeros que intentan iniciar negocios tienen dificultades para legalizar sus vehículos... Y Funar no es el único problema. El Partido Nacional Campesino que gobierna desde Bucarest ni siquiera puede hacer que sus miembros de Cluj cumplan un acuerdo sobre la protección de las minorías que Rumania firmó con Hungría en 1997.
Tanto los estudiantes como los profesores con los que me reuní en Cluj subrayaron que el principal problema de este país fue «la ausencia de una Ilustración, lo que hizo que su única defensa fueran los valores protestantes representados en Transilvania por el calvinismo húngaro». Transilvania, me dijeron, necesitaba un grado de autonomía respecto del «gobierno gitano de Bucarest». Aunque los estudiantes y profesores eran mayoritariamente de origen rumano y de religión ortodoxa, el tradicional cosmopolitismo de Transilvania —con su población compuesta por rumanos, húngaros, alemanes y judíos antes de la llegada de Hitler y Stalin—, junto con la libertad de expresión imperante desde 1989, les había permitido comparar severamente su propia cultura rumana con la de sus vecinos húngaros de convicciones calvinistas. No es necesario decir que todos odiaban al alcalde Funar y se sentían avergonzados de él.
Desde Cluj continué viaje hacia el sureste, en dirección a Bucarest, primero en coche, durante una hora, con un amigo rumano, hasta que me detuve en Sărmaşu para visitar las tumbas judías; después en tren. Por todas partes, en los ondulados brezales de Transilvania, la tierra era negra y fértil y, no obstante, el paisaje estaba salpicado de carretas tiradas por mulas y caballos y montañas de leña apilada. Esta potencial despensa de cereales europea seguía practicando una agricultura primitiva. A pesar de la abundancia de petróleo en el sur de Rumania, aquí los bosques eran talados para obtener leña. Había pocas carreteras buenas.
Cerca de Sărmaşu descubrí un conjunto de grandes mansiones, ya abandonadas, que habían sido propiedad de nobles húngaros en el siglo XIX. Estaban rodeadas por murallas medievales con abigarrados arcos de piedra y jalonadas por columnas corintias y torres que combinaban motivos bizantinos y góticos. No se había hecho ningún intento por conservar o ajardinar estas magníficas residencias. Simplemente se habían convertido en ruinas. En sus tejados había profundas hendeduras. Ventanas y pavimentos estaban destrozados o habían desaparecido. Algunos patos y otras aves bebían en charcos cubiertos de inmundicia rodeados de prados con la hierba muy alta, entre chopos y sauces. Vi niños de un pueblo cercano, vestidos con harapos, que jugaban en uno de los edificios abandonados. Si exceptuamos los oxidados postes de teléfono y los montones de latas, envoltorios de plástico y otros elementos de desecho, eran pocos los signos del siglo XX. El lugar me recordaba las ruinas medievales de Angkor Wat, en el corazón de la selva camboyana. El brutal legado del comunismo de Ceauşescu —la aplicación de la mentalidad campesina a la revolución industrial— persistirá durante mucho tiempo.
La calefacción del tren que tomé cerca de Sărmaşu estaba demasiado alta. Mi asiento estaba roto. El muchacho que se sentaba a mi lado iba desde Baia Mare, en el extremo norte de Rumania (cerca de la frontera con Ucrania), hasta Bucarest en busca de trabajo.
—¿Sabe usted cuál es el problema de este país? —me dijo en inglés—. Nuestra mentalidad, nuestro fatalismo, el soborno y la extorsión. En Bucarest