Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan

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Rumbo a Tartaria - Robert D.  Kaplan Ensayo Político

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radicales como Funar.

      Mientras el muchacho hablaba, yo me sentí cautivado de nuevo por el paisaje. A causa de las comunidades húngara y alemana, Transilvania había sido, en el sureste, la avanzada de la cultura de la Reforma y la Ilustración, que no penetró más allá de los Cárpatos hasta lo que después sería Rumania. La Rumania que surgió en 1859 estaba compuesta únicamente por las provincias de Moldavia y Valaquia, antes gobernadas por Turquía.[19] Transilvania no se unió a ellas hasta la derrota y la desintegración del Imperio austrohúngaro al final de la Primera Guerra Mundial. Cerca de Rupea, a varias horas de viaje hacia el sureste desde Cluj, en una ondulada meseta antes habitada por sajones alemanes —que habían llegado aquí en el siglo XII y se fueron a finales del siglo XX huyendo de Ceauşescu—, divisé a través de la lluvia unas colinas cubiertas de rica tierra negra y coronadas por almenas en ruinas, techos que se desmoronaban y agujas afiladas que los sajones habían dejado tras su marcha. Al fondo se alzaba una nube de hollín industrial emitida por unas fábricas de la era comunista.[20]

      Me apeé del tren para pasar la noche en Braşov, patria chica de Rudolf Fischer. Situada en el extremo suroriental de la Europa central, Braşov fue un asentamiento sajón que en la Edad Media recibió el nombre de Kronstadt. Unos kilómetros más adelante —donde los picos más altos de los Cárpatos terminan bruscamente a la entrada de la llanura de Valaquia— el reino renacentista de Hungría y el Imperio de los Habsburgos habían caído bajo el dominio turco. Antes de la puesta del sol, trepé fácilmente a la cima de una pequeña montaña en Rîşnov, antiguo asentamiento alemán cerca de Braşov, donde se hallaban las ruinas de una ciudadela del siglo XIII. Durante los cuatro siglos siguientes, estas murallas ocres, ahora cubiertas de hierba y flores silvestres, habían resistido las incursiones periódicas de tártaros y turcos hacia los Cárpatos. Con una luna creciente que acababa de salir y a la que los rumanos llaman «la nueva princesa», miré hacia abajo y vi, a los pies de las colinas, los restos de varios pueblecitos alemanes, cada uno de ellos igual al siguiente, con empinados tejados rojos en hileras perfectas, como los árboles de un bosque, y realzados por iglesias góticas y barrocas. Junto con el barrio medieval de Braşov, donde me alojaba, iba a ser la última huella arquitectónica de Europa central que vería en mis viajes.

      Aquella noche, cuando paseaba por la plaza barroca de Braşov, vi jóvenes motoristas rumanos con chaquetas de piel, mujeres con llamativos leotardos negros y otras con elegantes blazers y gafas. Las personas de cierta edad, vestidas todas ellas con ropas siempre raídas, miraban a los jóvenes, desorientadas y sorprendidas. En mi decadente hotel, propiedad del Estado, la televisión ofrecía un canal en alemán de la MTV, con música heavy metal interpretada por un grupo cuyos componentes vestían uniformes militares futuristas.

      Al día siguiente tomé el tren y me dirigí hacia el sur, a Bucarest.

      4.

      TERCER MUNDO EN EUROPA

      Bucarest está a dos horas de Braşov en dirección sur. Al principio el tren atravesó los altos pasos de los Cárpatos. Los picos graníticos, cubiertos de nieve, estaban ceñidos por bosques de altísimos abetos, robles y hayas que proyectaban sombras oscuras. Torrentes nacarados se precipitaban desde los neveros en este día de un febrero inusitadamente cálido. Soldados rumanos con sombreros de piel permanecían en posición de firmes mientras pasaba el tren. Humo de madera y emanaciones de lignito empañaban la nieve y el aire puro de las montañas. Después el tren descendió hasta una llanura que parecía aún más inmensa que la Puszta húngara. No había árboles en la distancia y un gris polvillo de arena espesaba el aire, fundiéndose con la tierra y oscureciendo el horizonte. Horribles fábricas y pueblos sin carácter arquitectónico aparecían diseminados en la llanura de Valaquia, «el país de los Vlachs», nombre con que otros designaron a los rumanos hasta el siglo XIX.

      El tren pasó por Ploieşti, donde el olor a petróleo invadió el compartimento y las llamaradas amarillas de gases evacuados se alzaban cerca de los grandes bloques de viviendas desprovistos de espacios verdes. Ploieşti había sido la principal ciudad petrolera de Rumania, en otro tiempo tan estratégica como el golfo Pérsico. Durante la Primera Guerra Mundial, agentes británicos bombardearon las diez refinerías que hay aquí para que no pasaran a manos alemanas. Durante la Segunda Guerra Mundial, el objetivo primordial del gobierno del general rumano Ion Antonescu, sometido a los nazis, fue mantener el orden en el país para que los alemanes pudieran extraer petróleo de los pozos de Ploieşti y así abastecer su maquinaria de guerra. En 1944, aviones aliados arrasaron Ploieşti con sus bombas. A finales del siglo XX, la ciudad recobrará su importancia estratégica, pero, como me informarían después en Bucarest, de manera más sutil.

      De repente, la monótona llanura se pobló de barracas hechas con trozos de metal y cajas de cartón y ocupadas por marginados. El espectáculo era tan espantoso como los que he visto en África, en Asia y en Latinoamérica. Después vi bloques de casas de cemento sin pintar, con ropa puesta a secar y alguna que otra antena parabólica. Eran los suburbios de Bucarest, capital de Rumania, en su zona noroeste. En la estación me asaltaron varios taxistas. Uno me agarró del brazo, otro echó mano a mi bolsa de viaje. Yo sabía que la carrera hasta el piso de mi amigo, en el centro de la ciudad, costaba 15 000 lei, unos dos dólares. Me dirigí al taxista y le insistí en que debía usar el taxímetro. Lo hizo, pero antes ya lo había manipulado. La carrera vino a costarme el equivalente a 5,50 dólares. Fue una suerte poder alojarme en casa de mi amigo. Ahora, en el más barato de los principales hoteles de la ciudad tenías que pagar 156 dólares por dormir una noche. En el Athenee Palace, restaurado por la cadena Hilton y propiedad de un misterioso consorcio rumano, costaba de 300 dólares para arriba. Los diplomáticos y los hombres de negocios occidentales con los que hablé calificaban esto de extorsión.

      Lo primero que percibí fue el polvo gris, que siempre me había recordado a Damasco y Teherán. Normalmente, en Bucarest el clima no lo determinan las borrascas procedentes del norte —que son bloqueadas por los Cárpatos— ni las que llegan por el sur —que son bloqueadas por los montes Balcanes ya en Bulgaria—, sino las que vienen por el este y el noreste, o sea, por Ucrania y Rusia. Me sorprendió la transformación de esta ciudad prohibida en tiempos de la guerra fría estalinista, que yo no había visto desde poco después de la caída del muro de Berlín. Ahora ya sabía por qué los occidentales, que rara vez se aventuraban a salir del centro de Bucarest, estaban tan entusiasmados con Rumania. En lugar del aterrado campesinado urbano que recordaba de mis visitas en la década de 1980, encontré un centro urbano en el que se veían los últimos modelos y peinados italianos, teléfonos móviles, casinos, casas de cambio particulares y en las aceras tenderetes en los que se vendían libros y discos compactos, todo lo imaginable desde Mein Kampfen rumano hasta música pop israelí, con predominio de los manuales de informática y dirección de empresas. Vi parejas jóvenes que se abrazaban apasionadamente en las aceras. En todas partes había clubes de top-less, y las telenovelas mexicanas dominaban los treinta canales, incluida la televisión por cable. Como en París y Nueva York, el color negro era lo chic. Algunas tiendas exhibían modelos de carne y hueso en sus escaparates. Aún funcionaban restaurantes que ofrecían chuletas de cerdo cargadas de grasa y licor de ciruela a precios de la época comunista, pero habían sido superados en popularidad por establecimientos más íntimos, a menudo con pocas mesas, gestionados por profesionales jóvenes, que tenían una cocina internacional y más sana. Por doquier había teléfonos móviles y su pitido característico se oía en todos los bares. Estos aparatos son el artilugio más genuino y representativo de economías febrilmente dinámicas con una débil infraestructura de telecomunicaciones.

      —Aquí no hay límites para los nuevos ricos —me dijo durante la comida lona Ieronim, poeta y antigua diplomática—. Así es como éramos en el período de entreguerras, en la década de 1930. Nosotros somos ingeniosos, adaptables, exagerados, emigrantes seudocosmopolitas en un nuevo mundo global. Somos clones unidimensionales, latinoorientales, de Occidente. Debido a una explosión de libertad, aquí reinan una crudeza y una franqueza que no encontrarás

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