Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan
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—¿Hubo alguna protesta cuando decidieron ejecutarla también a ella?—pregunté.
Brucan sonrió secamente:
—Ni siquiera se discutió. En eso no hubo ningún problema. Ella era peor que él.
—¿No deberían haber tenido los dos un juicio justo?
Brucan soltó una carcajada y volvió a mí sus ojos de hielo, como si se sorprendiera de mi ingenuidad.
—¿Un juicio con jurado? No había tiempo. Teníamos tiempo para un juicio corto, y eso es lo que hicimos. Nosotros queríamos un juicio político, instruir a la población, pero, como le decía, la situación militar era demasiado peligrosa.
Mientras que en 1990 yo había detectado entre los rumanos cierta inquietud por la ejecución, en 1998 no quedaba ni rastro de ese sentimiento. Poco a poco ha ido calando el conocimiento del daño a largo plazo causado por el gobierno de Ceauşescu, de modo que ya ni siquiera los intelectuales mostraban remordimiento, o dudas, sobre el uso del pelotón de ejecución. Para Brucan, Iliescu y los demás miembros del partido, la ejecución fue sin duda acertada: un juicio público justo que hubiera brindado a los Ceauşescu la oportunidad de defenderse habría puesto de manifiesto muchas pruebas perjudiciales para los hombres que decidieron su suerte. Cuando pregunté a un diplomático extranjero que hablaba rumano y residía en Bucarest por qué en este país no había habido un proceso de «verdad y reconciliación», como en la República Democrática Alemana y en Suráfrica, me soltó que esa forma de proceder no era para un país latino situado en el este de Europa.
La explicación no respondía a lo que realmente había ocurrido. Brucan lo explicó así:
—En todos los demás países de Europa oriental la transición fue pacífica porque había un ala reformista del partido que fue capaz de apartar del poder a los gobernantes. Incluso en Bulgaria fue así. Aquí, el ala reformista fue declarada ilegal por Ceauşescu, y por eso, en lugar de negociación, hubo una explosión popular pocas semanas después de la caída del muro de Berlín. Y sin una oposición organizada, «nosotros» estábamos solos. Éramos los únicos en aquel caos que sabíamos gobernar. Y así, qué duda cabe, nos aprovechamos de la situación de vacío. La revolución no era un misterio. La supremacía y el poder son más importantes que los ideales. Iliescu estaba aquí, en su sitio. Los demás candidatos estaban exiliados y no tenían idea de lo que estaba ocurriendo.—Brucan hizo un gesto de desprecio.
Y, como Iliescu y los demás comunistas estilo Gorbachov operaban en un vacío sin oponentes creíbles y organizados, se aprovecharon de las primeras elecciones para gobernar durante siete años. Ahora muchos rumanos creen que es demasiado tarde para iniciar un proceso de «verdad y reconciliación», pues con toda probabilidad muchos documentos han sido manipulados o destruidos. Así pues, reina la suspicacia, como si el muro de Berlín hubiera caído ayer. Si a Gorbachov no le hubieran obligado a abandonar el poder en 1991, es posible que en Rumania todavía hubiera un gobierno neocomunista cuasi autoritario.
Después, Brucan se puso a hablar acerca de la actual situación de la seguridad.
—Hay una superpotencia y cuatro potencias importantes: Europa Occidental, Rusia, China y Japón. Las coaliciones de tres de estas cinco potencias dominarán los asuntos del mundo. Es matemático.
—¿Qué me dice de las Naciones Unidas?
Brucan rio como había reído cuando le pregunté por qué los Ceauşescu no habían tenido un juicio con jurado.
—Las Naciones Unidas no cuentan para nada. Rusia es débil —continuó—. Yeltsin lleva ya seis meses sin poder pagar las pensiones. Chechenia nos mostró un ejército ruso caótico [nuestra conversación se produjo a principios de 1998]. No obstante, Rusia es un viejo imperio y se desenvuelve bien en situaciones de debilidad. Y —añadió con una amplia sonrisa— Finkelstein es muy hábil.
El hecho de que Brucan utilizara el nombre judío de Yevgueni Primakov, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores de Rusia, demostraba su conocimiento de los archivos de la era comunista y su cínica opinión, fruto de su experiencia vital, de que incluso cuando, como en el caso de Primakov, los judíos aprenden árabe y ayudan a Saddam Hussein a eludir las inspecciones de Naciones Unidas, siguen siendo considerados judíos en esta parte del mundo. Sin embargo, el asunto es ahora más sutil, dado el filosemitismo generado por el cosmopolitismo global, así como el hecho de que muchos miembros de la oligárquica estructura de poder rusa —Primakov, el magnate de los negocios Boris Berezovski, el reformista Grigori Yavlinski, etc.— son judíos.
Antes de marcharme, pregunté a Brucan si Mircea Răceanu, que fue un alto funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores a quien entrevisté dos veces en la década de 1980 y que ahora vivía en Washington, estaba entre el puñado de comunistas, incluido el propio. Brucan, que en marzo de 1989 firmaron una carta para protestar contra la represión practicada por Ceauşescu.
—No —contestó Brucan con condenatorio desdén—. Răceanu era de la CIA, un espía al servicio de Estados Unidos, sir.
Más tarde comprobé que la acusación era correcta. Răceanu decidió colaborar con la Agencia Central de Inteligencia por razones patrióticas, para provocar un cambio político en Rumania, pero no se lo dijo a su esposa por su propia seguridad. Răceanu quería derribar el sistema, en cambio Brucan quería mantenerlo eliminando a Ceauşescu. Răceanu fue un auténtico héroe de la guerra fría. Brucan era un personaje más complicado, menos digno, pero más resistente: un clásico practicante de la política de poder, destinado a ejercer su oficio en un lugar que Occidente había abandonado cincuenta años antes.
—Yo no soy un héroe, soy un antihéroe. Las democracias no necesitan tantos héroes como las dictaduras —me dijo Emil Constantinescu, presidente de Rumania—. Yo no sufrí como aquellos que pasaron por el sistema penitenciario comunista. Ellos son los líderes morales, yo no. Los miembros del antiguo régimen afirmaban que en Rumania todos colaboraron, que todos mentimos. Pues bien, yo era profesor de geología, miembro del partido, sí. Pero nunca elogié a Ceauşescu durante su dictadura. Es más, millones de rumanos eran como yo: no colaboraban. Soy un presidente al que no se puede chantajear, pues nunca comprometí mi honor. La gente debe saber que podemos tener un sistema democrático basado en la verdad, no en mentiras, que no a todas las personas se las puede comprar y que no todos los valores están en venta. Con la verdad puedes hacer cosas inimaginables, puedes borrar un legado trágico de la historia.
Constantinescu fue el primer gobernante rumano moralmente legítimo desde la muerte del rey Fernando en 1927. A Fernando le había sucedido su nieto Miguel, de seis años edad, aunque el poder lo ejercía un consejo regente. Siguió el reinado corrupto y desastroso de Carol II, que dominó los años treinta, antes del advenimiento de los regímenes fascista y comunista. Femando y su esposa inglesa, la reina María, habían vivido en el palacio Cotroceni, donde me recibió Constantinescu. Éste era un cincuentón con el pelo canoso, barba de chivo y elegantes gafas —un profesor típico, pensé—, y lo que más llamó mi atención en él cuando entró en la habitación fue su contagiosa sonrisa y su brioso modo de andar. El presidente de Rumania rebosaba optimismo. Estaba en medio de una crisis de gobierno, y llevaba sin dormir desde la una de la noche anterior. Pero no parecía cansado. Estuvimos hablando durante dos horas y media.
—Mi tarea es