Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan

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Rumbo a Tartaria - Robert D.  Kaplan Ensayo Político

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que tiene que pedir el voto a la gente.

      —¿Qué es lo que más le ha costado aprender? —le pregunté.

      —Que todos no somos iguales. El paso de la dictadura a la democracia es un paso del ideal colectivista al ideal común. El colectivismo aniquila al individuo, mientras que comunidad significa asociación de individuos. Y, al redescubrir nuestra individualidad, comprobamos que unos son más inteligentes que otros, unos trabajan más, unos son más innovadores, unos tienen más suerte y están en mejor posición para adquirir riquezas. La competencia es una selección de los mejores ajena a todo sentimiento. Esto se hizo con toda dureza en Gran Bretaña y en Estados Unidos. Lo único importante es que haya igualdad de oportunidades, no igualdad en los resultados. Decir a personas como los rumanos, cuya individualidad ha sido aplastada por el comunismo, que todos son iguales es un insulto. Porque ésa fue una verdad difícil de aceptar durante la fase temprana de la industrialización. El comunismo sedujo a los intelectuales con la mentira de la igualdad, que en la práctica resultó estar regida por los más mezquinos de entre nosotros.

      —¿Qué me dice de la igualdad de las naciones? ¿Es Rumania igual a Hungría?

      —Occidente solía agruparnos con el nombre de «países comunistas», pero, a medida que pasa el tiempo, se pone de manifiesto que cada país arrastra su propio pasado. Nosotros superaremos el nuestro, pero Occidente ha de tener paciencia. Nosotros no empezamos a partir del mismo nivel de desarrollo que Hungría; nuestros problemas son más profundos. Por ejemplo, Ceauşescu castigó a la sociedad rumana al obligarla a pagar la deuda externa antes de la fecha estipulada, con la pretensión de que el país fuera «independiente» —Constantinescu se echó a reír al evocar los aspectos absurdos y tragicómicos de la política de Ceauşescu—. Mientras tanto, Hungría y Polonia siguieron recibiendo de Occidente préstamos para el desarrollo; y luego, cuando cayó el muro de Berlín, ¡Occidente canceló sus deudas!... Pero aquí, hasta 1996 no subieron al poder demócratas auténticos, aunque ni siquiera entonces pudimos gobernar, pues no teníamos instituciones honradas. Sólo las dictaduras son estables: no tienen crisis, sólo asesinos. Precisamente porque nuestra situación es más frágil, necesitamos la OTAN...

      Éste era en esencia el mensaje del presidente. En 1998, mientras los analistas disentían acerca de las consecuencias que la ampliación de la OTAN a países de Europa central iba a tener en las relaciones de Occidente con Rusia, el debate de la OTAN, que entonces nadie siguió a pesar de ser más importante, tenía que ver con los Balcanes. La idea de que la ampliación de la OTAN amenazaba la reconstrucción de Rusia como democracia benigna era absurda, pues, en primer lugar, había pocas posibilidades de una Rusia verdaderamente democrática. El gobierno alemán, con sus considerables recursos financieros, estaba teniendo no pocas dificultades en su tarea de rehabilitar a dieciseite millones de habitantes de la antigua República Democrática Alemana que habían vivido durante cuatro décadas bajo un régimen comunista. Las posibilidades de democratizar a 149 millones de rusos, diseminados en zonas siete veces más extensas y enfrentados por conflictos entre cristianos ortodoxos y musulmanes —ni unos ni otros herederos de la Ilustración y no con cuatro, sino con siete décadas de comunismo a sus espaldas— nunca fueron muchas. Del mismo modo que el colapso de la Unión Soviética fue principalmente el resultado de factores internos, el futuro de Rusia también estaría determinado por sus propias acciones. La importancia real de la ampliación de la OTAN hasta incorporar a Hungría, la República Checa y Polonia no tenía tanto que ver con Rusia en sí misma como con el modo en que esa ampliación institucionalizaría la línea divisoria entre el Occidente cristiano y el Este ortodoxo, pues no sólo Rusia, también los Balcanes estaban separados de la nueva Europa. En vez de preocuparse de Rusia, que tenía pocas posibilidades de cumplir los requisitos para ser miembro de la OTAN, los analistas occidentales deberían haberse preocupado de países como Rumania y Bulgaria, de religión ortodoxa, que tenían buenas posibilidades.

      Como al final los estados excomunistas de Europa central serán aceptados en una Unión Europea ampliada, la pertenencia a la OTAN no es tan decisiva. En Hungría, por ejemplo, pertenecer a la OTAN significa, como me dijo un analista de Budapest, mero «protocolo», un sello equivalente a un visto bueno que Hungría podría utilizar para seguir atrayendo inversiones privadas. Pero para Rumania y Bulgaria, la OTAN es la única esperanza, pues sus líderes sabían muy bien que no tenían posibilidad de ingresar inmediatamente en la Unión Europea como miembros de pleno derecho. En los Balcanes más pobres y aislados, que corren peligro de que les alcance la violencia de la antigua Yugoslavia, ser miembro de la OTAN aparecía como el símbolo supremo de la civilización occidental y del apoyo estadounidense. En Bucarest se creía que, si se conseguía pertenecer a la OTAN, se aseguraba la democracia en los países de la zona.

      Constantinescu me dijo:

      —Vemos la OTAN como un organismo que representa un conjunto de valores característicos de Occidente: alto rendimiento económico, democracia, sociedad civil, valores de los que nosotros habíamos sido apartados brutalmente cuando, a finales de los años cuarenta, los norteamericanos no se atrevieron a rescatarnos del ejército rojo. Para los rumanos, la OTAN es un sueño nacional.

      En síntesis, el razonamiento de Constantinescu consistía en que los estados, como los individuos, no eran iguales, y el establecer la democracia resultaba lento y complicado. Por consiguiente, a menos que Estados Unidos pensara dividir nuevamente Europa de acuerdo con líneas históricas y religiosas, tendría que proporcionar a Rumania un escudo de seguridad similar al de Hungría. Cuando pregunté a Sylviu Brucan su opinión sobre la OTAN, me dijo que él estaba plenamente de acuerdo con que los rusos compraran la refinería de Ploieşti, pues ello permitiría a Rumania refinar petróleo ruso y reexportarlo a Occidente.

      —Cuanto mejores sean nuestras relaciones con Rusia, tanto más sólidas serán nuestras relaciones con Occidente. De lo contrario, Europa y Estados Unidos no nos concederán ninguna importancia.

      Implícitamente Constantinescu confiaba en Occidente; Brucan no confiaba en nadie y prefería enfrentar a una potencia con otra.

      La estrategia de Brucan estaba legitimada históricamente: los príncipes medievales de Valaquia y Moldavia también se habían liberado de las fuerzas exteriores enfrentándolas entre sí, y Rumania era la única nación cuyo ejército actuó activamente en los dos bandos durante la Segunda Guerra Mundial, pues luchó con Hitler en la primera mitad de la contienda y con los aliados en la segunda. En la medida de sus posibilidades, Ceauşescu enfrentó a la Unión Soviética con Estados Unidos y así obtuvo del Congreso de este último país el estatuto de nación más favorecida en el comercio.

      Estaba claro que si la estrategia seguida por Constantinescu de confiar en Estados Unidos no se traducía pronto en el ingreso a todos los efectos de Rumania en la OTAN, la estrategia de Brucan podría sustituirla. Y dada la nueva realidad que estaba emergiendo en los Balcanes y en la región del mar Negro y el mar Caspio, que ahora abordaré, eso perjudicaría a Occidente. Tal vez por este motivo, mis conversaciones con los militares rumanos en Bucarest figuraron entre las más interesantes que mantuve entonces.

      6.

      EL ESTADO PIVOTE

      Costache Codrescu, general retirado, y yo estábamos sentados hablando, con los abrigos puestos, en los sótanos de la academia militar, construida en la década de 1930 en la Calea Victoriei, durante la época de la expansión de la burguesía de Bucarest. En torno a nosotros se alzaban, en la penumbra, columnas bizantinas rojas adornadas con pan de oro. En una mesa situada delante de nosotros había tazas de café turco. La obsesión por los títulos que tenía el general, profesor y doctor, la ausencia de calefacción y la arquitectura oriental y el café eran típicos de Oriente Próximo, incluso cuando él y otros rumanos declaraban apasionadamente, en su lengua románica, que pertenecían a Occidente. Tan sentida declaración era del todo pertinente,

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