Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan
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Así, en medio de una transición económica global susceptible de llevar a la erosión gradual de los estados-nación y de las características nacionales, aquí, como en Rumania, encontré otro viejo pueblo poco conocido fuera de sus fronteras, pero unido por una experiencia histórica común y la pertenencia a una misma y única etnia, pues los búlgaros del kan Asparuh eran un pueblo altaico del norte del Cáucaso que, después de llegar a los Balcanes, se unieron con los eslavos mediante matrimonios. Las martinitsas recordaban esta herencia precristiana, preeslava, como la recordaban muchas de las caras atezadas y angulosas de la gente de la calle, que me evocaron los bajorrelieves de guerreros tracios, otro pueblo balcánico que había enriquecido la sangre búlgara.
Como los búlgaros y los rumanos no olvidaban su historia respectiva ni su mutua enemistad —Bulgaria había perdido a manos de Rumania la Dobrudja meridional después de la segunda guerra balcánica de 1913, pero la recuperó en 1940 gracias a la presión nazi—, ambos lados mostraban poco interés por los asuntos del vecino, a pesar de que compartían la misma suerte mientras esperaban la segunda fase de la ampliación de la OTAN. En mi última noche en Bucarest, unos amigos rumanos me habían preguntado, durante la cena, por qué me molestaba en visitar Bulgaria. Ninguno de ellos había estado allí. «Volverás a Rumania al cabo de unos días», me advirtió uno. En Sofía encontré la misma actitud. Pocas personas tenían curiosidad, aunque fuera mínima, por los asuntos de Rumania. Excepto para los contrabandistas y los gitanos, el Danubio bien podría ser el límite del mundo conocido.
En vez de mirarse el uno al otro, a finales del siglo XX (al igual que al principio) cada grupo nacional de los Balcanes miraba a las grandes potencias en busca de consuelo. (Sondeos realizados por el Centro para el Estudio de la Democracia, con sede en Sofía, y la Organización Lambrakis, de Atenas, bajo los auspicios de la Comisión de Helsinki, pusieron de manifiesto que, entre los albaneses, el 86 por ciento odiaba a los serbios, el 59 por ciento odiaba a los griegos, el 58 por ciento odiaba a los macedonios y el 47 por ciento odiaba a los búlgaros; entre los búlgaros, el 23 por ciento odiaba a los turcos y el 51 por ciento odiaba a los gitanos; entre los griegos, el 38 por ciento odiaba a todos los eslavos, el 55 por ciento odiaba a los gitanos, el 62 por ciento odiaba a los musulmanes y el 75 por ciento odiaba a los albaneses.)[35]
—El pueblo búlgaro pide desesperadamente el ingreso en la OTAN —me dijo Solomon Passy, presidente del Club Atlántico de Sofía—. Si Rumania y Eslovenia son admitidas y nosotros no, habrá un segundo Yalta. Todos los mecanismos intermedios están agotados. No estamos satisfechos con la Asociación por la Paz.[36] Otro grupo sucedáneo como ése no funcionará. Nuestra única alternativa será el suicidio nacional. Rumania no fue la única nación que quería ayudaros. Nosotros también ofrecimos corredores aéreos a Estados Unidos para bombardear Irak [y Serbia], donde sabemos que hacía falta una acción militar contundente.
Las reflexiones de Passy constituían una leve exageración de lo que yo con frecuencia oiría en Sofía. Para Bulgaria, una pequeña nación que en otro tiempo fue mucho más extensa —todos sus vecinos se habían apropiado de territorios suyos en un momento u otro—, Estados Unidos había asumido el papel de la antigua Unión Soviética en el firmamento geopolítico: el gran oso que la protegía de los lobos que la tenían asediada. Aunque en la época de mi visita el gobierno democrático de Bulgaria estaba siendo mucho más eficaz que el de Rumania, cosa que impresionaba incluso al Fondo Monetario Internacional, los búlgaros se sentían mucho más vulnerables que los rumanos. Por diversas razones.
Como había visto en la estación, la anarquía social estaba a la vuelta de la esquina. En este país agrario, donde la ocupación otomana había sido más severa y prolongada que en Grecia o Serbia, la burguesía búlgara había sido, a lo largo de la historia, menos consistente que la rumana. Rodeada de naciones de rito ortodoxo y religión musulmana (Turquía), todas ellas incorporadas con mucho retraso al desarrollo moderno, Bulgaria carece de esa ventana abierta a la Europa central de la Ilustración que Hungría ha ofrecido siempre a Rumania, a pesar de que a los rumanos no les haya hecho ninguna gracia. Situada en el extremo suroriental de Europa y limitando con Asia Menor, Bulgaria ha sido desestabilizada repetidas veces por migraciones e invasiones. De sus 8,8 millones de habitantes, un total de 600 000 son gitanos, o roma, como los llaman aquí.[37]
Los gitanos, pobres y vejados, constituían una muestra de la anarquía que los búlgaros temían si sus nuevas y avanzadas instituciones democráticas daban un traspié. El 85 por ciento de los gitanos búlgaros no trabaja. En la comunidad gitana hay un alto índice de delincuencia. Alto es asimismo el índice de natalidad, con cuatro o cinco hijos por familia. De los gitanos se dice que son «una bomba de relojería». Sólo el 60 por ciento de los niños gitanos están escolarizados. El resto no aprende búlgaro. «Con Zhivkov, los roma tenían empleos que les proporcionaba el partido y esto les ayudaba a mezclarse con los búlgaros. Ahora están aislados», me dijo un funcionario. En Budapest, Rudolf Fischer había descrito a los gitanos como «un problema social» que distaba de ser un caso más de intolerancia étnica (que, evidentemente, también se da). Antonina Zhelyazkova, presidenta del Instituto para Estudios de las Minorías de Sofía me dijo que «todos los búlgaros aspiran a acceder a la clase media, pero los roma no, y ésa es la raíz del odio que se les tiene».
—Nuestra gran preocupación es, una vez más, que en Occidente nadie nos preste atención y quedemos olvidados en el extremo lejano de los Balcanes —me dijo Atanas Paparizov, antiguo ministro de Comercio.
Lo bastante pequeña para hacerse invisible —y separada de Europa central por cientos de kilómetros de terreno montañoso y, aun así, unida a la antigua Yugoslavia por la larga línea fronteriza y la compleja cuestión de Macedonia—, Bulgaria también parecía atrapada, lejos del paraguas de seguridad occidental.
Después de una larga jornada de entrevistas, en las que escuché las preocupaciones búlgaras por los gitanos, la OTAN, los conflictos en Bosnia y Kosovo, y la infiltración rusa a través del crimen organizado, vi con toda claridad la distancia que existía entre Washington y Sofía. Aquel día regresé al hotel y, una vez en mi habitación, encendí el televisor en el momento en el que Chris Matthews, comentarista de Washington, vociferaba en el programa Larry King Live sobre Monica Lewinsky y decía que «Clinton es como O. J. Simpson en su Ford Bronco...». A pesar de la ilusión de proximidad que crea la televisión vía satélite, los problemas de 8,8 millones de personas que hay en Bulgaria podrían haber sido un producto de mi imaginación, a juzgar por lo que los medios de comunicación de Washington consideraban importante. Rumania y Bulgaria no tenían cabida en las noticias ni siquiera durante la primavera de 1998, cuando el debate sobre la primera fase de ampliación de la OTAN se encontraba en su apogeo. En consecuencia, probablemente cualquier periodista estadounidense que se tomara la molestia de venir aquí iba a recibir una atención tan constante como inmerecida. En el curso de una reunión que mantuve con una docena de analistas políticos en casa del embajador de Estados Unidos, uno de ellos, Avis Bohlen, dijo:
—Bueno, ¿cuáles son realmente sus opiniones sobre Bulgaria, señor Kaplan? Los que estamos en esta sala no nos llamamos a engaño. Lo que usted escribe podría muy bien afectar a la política de Estados Unidos para con nuestro país.
De hecho, el presidente Petar Stoyanov, jefe de Estado de Bulgaria, me dio las gracias por dedicar parte de mi tiempo a escribir sobre su país. Después de haber visitado muchos países cuyos gobernantes querían que me marchara, quedé impresionado por el convencimiento del presidente