Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan
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—Al expresar nuestro deseo de ingresar en la OTAN, hemos hecho una elección entre civilizaciones. No queremos ser víctimas de un canje político como ocurrió en Yalta. Durante cuarenta años fuimos como un enfermo que ha sido operado de la vista pero al que aún no le han quitado la venda de los ojos. Durante el comunismo vivimos con una tecnología perpetuamente deficitaria, sin acceso a los productos modernos, sin posibilidades de viajar. Y no hablemos de la devastación psicológica. El comunismo era una religión nefasta provista de un moderno aparato de seguridad. A causa del telón de acero, los inversores sabían más de Sri Lanka que de Europa central y oriental.
—¿Le preocupa a usted Kosovo? —pregunté.
—«Preocupación» es una palabra suave en este caso. Estoy angustiado, en una gran tensión. Si la situación tomara un curso negativo, nosotros nos veríamos gravísimamente perjudicados. Un nuevo embargo contra Serbia sería nocivo para la economía búlgara. Somos el único país balcánico sin conexión con Europa central como no sea a través de Yugoslavia. Si Occidente sigue una línea política de debilidad en Kosovo, quedaremos geográficamente marginados.
A diferencia de Rumania, Bulgaria estaba profunda y estratégicamente implicada en los problemas históricos de la antigua Yugoslavia. El tratado de San Stefano, en 1878, producto de la victoria rusa sobre los turcos en los Balcanes, había entregado a Bulgaria lo que es hoy la antigua República Yugoslava de Macedonia. Aunque ese tratado fue abolido por el Congreso de Berlín meses después, los búlgaros siempre han creído que los eslavos de Macedonia son en realidad búlgaros occidentales que hablan un dialecto de su misma lengua. De hecho, la Macedonia histórica se adentra en Bulgaria y la parte meridional de este país es conocida como Pirin Macedonia. Si un día los desórdenes de Kosovo desestabilizaran a la vecina Macedonia, podría reaparecer el problema centenario que surgió tras la desintegración del Imperio otomano en los Balcanes —en torno a temas como las fronteras de Macedonia y si Macedonia era realmente un país—, y ello socavaría el Estado búlgaro.
A raíz de la desmembración de Yugoslavia en 1991, la soberanía de Macedonia provocó largas y airadas protestas en Grecia, ya que Macedonia también ocupa una parte de su territorio histórico. En cambio, los búlgaros, abrumados por un colapso económico debido a décadas de comunismo, permanecieron apáticos, como si hubieran dejado atrás sus querellas históricas. Desgraciadamente, no era del todo así.
—Los albaneses ocuparán Macedonia dentro de veinte años. Ya lo verá usted, es una mera cuestión demográfica. Es un principio de la naturaleza que los animales que se hallan en una fase inferior de evolución sean más prolíficos —me dijo Stoyan Boyadjiev, presidente de la Unión Cultural Macedonia en Bulgaria.
Después de entrar en un edificio de apariencia mediocre, yo había subido en ascensor para acceder a una oficina ostentosa y amplia, llena de teléfonos móviles, en la que media docena de ancianos formaron un semicírculo a mi alrededor y empezaron a hablar de su patria. A su entender, ésta debería ser «la provincia búlgara de Macedonia» que los serbios y Tito les habían arrebatado y habían incorporado a Yugoslavia. Después de la desintegración de Yugoslavia, esta parte de Macedonia ganó la independencia; pero ellos pensaban que habría podido volver a Bulgaria. Al mismo tiempo que iban exponiendo sus quejas me decían que fuera tomando nota. Describieron a Kiro Gligorov, actual presidente de Macedonia —un hombre de ochenta y un años que había arrastrado un intento de asesinato en su lucha por mantener la paz en un país dividido en el que los albaneses musulmanes eran incitados a luchar contra los macedonios, que son eslavos—, como «un estalinista sin ambages y el más acérrimo enemigo de Estados Unidos».
—Usted tiene que decir a los que toman las grandes decisiones en su país que se deshagan de ese estalinista, Gligorov y su Estado bolchevique de Macedonia, porque hay auténticos demócratas preparados para asumir el poder —me dijo Boyadjiev.
Al hablar de demócratas se refería a la Organización Revolucionaria en el Interior de Macedonia (ORIM), en cuya oficina búlgara me encontraba en ese momento. La ORIM había aportado los primeros terroristas del siglo XX cuando, con el apoyo búlgaro, sus sicarios trataron de desestabilizar las partes de Macedonia «robadas» a Bulgaria por Serbia y Grecia tras la segunda guerra de los Balcanes en 1913. La ORIM reapareció después de la desintegración de la Yugoslavia comunista y se había convertido en un partido político francamente moderado en Skoplie, capital de Macedonia. Sin embargo, sus extremistas estaban en Sofía: un puñado de hombres de edad con amargos recuerdos:
«Yo estuve tres veces en un campo de concentración titoísta en Bitola [en el sur de Macedonia], y todo porque me atreví a decir que me sentía orgulloso de ser búlgaro. ¿Cómo puede uno ser un hombre cabal sin sentirse orgulloso de su nacionalidad?...».
«Mi padre y yo pasamos doce años en una cárcel serbia porque luchamos por una Bulgaria macedonia democrática. ¿Quiere usted que lo olvide? ¡Jamás!»
«No existe una lengua macedonia. Lo que hablan en Skoplie es simplemente un dialecto serbio creado por la Komintern. La verdadera lengua de Macedonia es el búlgaro...»
Mientras ellos hablaban, varios jóvenes de aspecto duro vestidos con blazers iban de allá para acá haciendo llamadas telefónicas, sirviendo café turco y escuchando con atención. Los más mayores estaban llenos de odio, pero los jóvenes sólo querían luchar, al menos así me pareció. Era una mezcla explosiva: ancianos dominados por el rencor y jóvenes gorilas fáciles de impresionar, la misma mezcla que había originado el fascismo rumano. En 1923, A. C. Cuza, un profesor de cierta edad de la Universidad de Iaşi, en la provincia rumana de Moldavia, había fundado la Liga Antisemita de la Defensa Nacional Cristiana. El protegido de Cuza era un estudiante joven llamado Corneliu Zelea Codeanu, que en 1927 fundó la Legión del Arcángel Miguel, de ideología fascista. Isaiah Berlin ha sugerido que la peor violencia del siglo empezó con las ideas peligrosas que albergaban unas cuantas personas. Yo veía eso mismo en esta habitación, en la devoción con que los jóvenes gorilas miraban a sus ancianos mentores.
Salí del edificio al atardecer, precisamente cuando el altavoz de una mezquita vecina llamaba a la oración a la minoría musulmana de Sofía. La llamada de la mezquita y la vista del monte Vitosha, coronado de nieve, que se alzaba por encima de las calles estrechas hicieron que Sofía apareciera por un momento a mis ojos como el pequeño pueblo balcánico que fue un día, cuando empezó la violencia del siglo XX. Naturalmente, la ORIM era un partido minoritario y no estaba en modo alguno en condiciones de subir al poder en Bulgaria. Pero, al igual que el problema social de los gitanos, era una de las representaciones del impreciso temor a lo que podía ocurrir si fracasaba la frágil economía. Como me había dicho el presidente Stoyanov, «sólo instituciones sólidas y una competente clase de burócratas de nivel medio pueden asegurar la estabilidad». Aquí, de momento no había ni lo uno ni lo otro.
Los búlgaros estaban preocupados por el tufillo a anarquía que habían percibido el año antes de mi visita. La palabra rumana bulgarizarea, recientemente acuñada como sinónimo de ingobernabilidad, procedía de ese período. A principios de 1997, las manifestaciones callejeras contra el corrupto e inoperante gobierno de antiguos comunistas habían conducido a la violencia y al saqueo del Parlamento. Los gorilas de la ORIM golpearon tanto a los estudiantes que se manifestaban como a gitanos inocentes, a éstos simplemente por su raza. La gente acaparó artículos de primera necesidad y se preparó para lo peor,