Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Rumbo a Tartaria - Robert D. Kaplan страница 12
Los hombres de negocios extranjeros que conocí en Bucarest admitieron que su política oficiosa era contratar únicamente a rumanos de menos de treinta años. Consideraban que toda persona de más edad estaba demasiado influida por «la manera local de hacer las cosas» para poder redimirla. De hecho, en el mundo comunista se han malogrado varias generaciones. Un amigo rumano me dijo levantando las manos al cielo en su miserable vivienda:
—Incluso si tienes treinta y cinco años, tu vida está arruinada. Ningún occidental te va a contratar, y sólo las empresas occidentales pueden ofrecer buenos empleos.
5.
BALCÁNICOS REALISTAS
Sylviu Brucan alzó la vista del original manuscrito que tenía encima del escritorio y me miró. Sus ojos azules eran fríos, penetrantes; su cabello blanco casi se confundía con su tez pálida. Percibí en él una extraordinaria inteligencia. A sus ochenta y dos años, Brucan parecía casi asexuado, un cerebro sin cuerpo: un eunuco de la corte o un Richelieu balcánico con holgada túnica negra y zapatillas deportivas blancas. En torno a él había una habitación llena de periódicos y revistas viejos y cientos de libros, incluidos los escritos por y acerca de Nixon, Kissinger y otros defensores de la realpolitik. Su casa, un tanto decadente, en el límite septentrional de Bucarest, tenía un aire triste. A través de la ventana abierta oí perros que ladraban y percibí olor a lignito.
Yo había venido a ver a este icono viviente de la guerra fría porque percibía el legado del comunismo en los Balcanes de un modo más pronunciado que la última vez que visité la región, poco después de la caída del muro de Berlín. Nueve años después, la recuperación de Rumania no había hecho más que empezar.
Brucan, un comunista que, cuando frisaba los veinte, pasó la Segunda Guerra Mundial en la cárcel por obra del régimen del general Antonescu, respaldado por los nazis, se convirtió en un importante asesor de Gheorghe Gheorghiu-Dej, el dictador estalinista de Rumania desde finales de la década de 1940 hasta su muerte en 1965. Con sus furibundas denuncias de Estados Unidos en los periódicos rumanos a finales de los años cuarenta, Brucan aportó su granito de arena al inicio de la guerra fría. Después escribió para Nicolae Ceauşescu, el protegido de Gheorghiu-Dej. Brucan sobrevivió a la purga que Gheorghiu-Dej hizo del ala del partido comunista liderada por Ana Pauker, promoscovita y claramente minoritaria. Pero cuando Ceauşescu accedió a la jefatura del partido a finales de los años sesenta, ese inculto zapatero de Valaquia mantuvo a su camarada, intelectual judío, a una distancia prudente pero respetuosa. En 1987, cuando Ceauşescu llevaba ya dos décadas en el poder, y Rumania estaba sometida al terror del Estado policial y el colapso económico, Brucan, en un acto de valentía, criticó públicamente a Ceauşescu por la brutal represión de un levantamiento obrero en Braşov. En diciembre de 1989, cuando los militares detuvieron a Ceauşescu y a su esposa Elena, después de los desórdenes de Bucarest y Timisoara, en la zona occidental de Rumania, Brucan y otros seis miembros de la cúpula comunista fueron los que dieron la orden de matarlos, lo que les ayudó a asegurarse el control del poder hasta 1996.[25]
—Está volviendo el analfabetismo —empezó a explicar Brucan, como si estuviera aleccionando a un estudiante—. Cuando nosotros estábamos en el poder, un simple campesino podía enviar a sus hijos a la universidad. Ahora, no —añadió agitando la mano—. El precio de la reforma económica es muy alto. Históricamente fueron gobiernos de centroderecha, como en Polonia y la República Checa, los que llevaron a cabo la reforma poscomunista. Pero aquí los de derechas son nacionalistas radicales, como Funar y Vadim Tudor, que son los verdaderos herederos del nacionalcomunismo de Ceauşescu. Vadim Tudor promete poner fin al caos, y él sabe que en estos tiempos no se lleva el antisemitismo, pero el antihungarismo, sí. —Brucan sonrió.
De hecho, fueron Brucan y sus aliados quienes combatieron el auge del centroderecha que ahora consideraba él tan necesario. Aun así, el análisis de Brucan, como el de Dorel Şandor, era inteligente.
—¿Fue Antonescu, ejecutado por los comunistas en 1946, una figura trágica o un criminal? —pregunté llevando la conversación al terreno histórico.
—Las dos cosas. Por una parte, Antonescu trató de devolver Besarabia [Moldavia oriental] a Rumania. Deshizo la Guardia de Hierro [fascista]. Por otra parte, trajo a Rumania a las tropas alemanas y a la Gestapo. Y —añadió Brucan sonriendo— lo que hizo con los judíos de Transdniestria no fue nada bonito.[26]
—¿Por qué se hizo usted comunista?
—Yo no era comunista, era estalinista. Stalin fue un individuo sumamente represivo, intolerante, uno de los grandes criminales de la historia. Me atraía. Stalin era mi única esperanza frente a Hitler y los torturadores de la Gestapo: en Rumania, el estalinismo fue la oposición nacional al dominio ejercido por Alemania. Vosotros no aparecíais por ninguna parte —añadió Brucan refiriéndose a Estados Unidos, que, como él mismo observó, no entró abiertamente en el conflicto hasta que los nazis estuvieron a las puertas de Moscú y Leningrado, y, aun entonces, hasta después de que Hitler le declarara la guerra.
Esto me llevó a pensar en lo que había dicho a sus amigos Corneliu Bogdan, último embajador de Rumania en Washington: «Occidente no perdió Europa oriental en Yalta. La perdió en Múnich». En aquella ocasión Occidente entregó a Hitler y Stalin la responsabilidad sobre la población de Europa oriental.
—En la cárcel, yo escuchaba a Stalin por la radio —siguió diciendo Brucan—. Mi admiración por él era total, orgánica. Incluso seguí admirándole cuando empecé a enterarme de sus crímenes. Era eficiente. En esta parte del mundo admiras a alguien que consigue que se hagan las cosas.[27] Por eso al principio de mi carrera pensé que el comunismo podría lograr algo. Si era cruel, yo no hacía objeciones, pues era uno de los beneficiarios. Me convenía personalmente. Tenía toda suerte de privilegios: chalés a orillas del mar Negro y en los Cárpatos. Tales beneficios anulan el pensamiento crítico. Hasta el informe Jruschov [de los crímenes de Stalin en 1956], yo estaba dispuesto a perdonárselo todo a Stalin. Ahora veo que la democracia, a pesar de todas sus debilidades, evita los abusos de poder, pues proporciona libertad de pensamiento.
»Naturalmente, Ceauşescu sabía muy poco de marxismo. Ni siquiera podía hablar de Das Kapital —se burló Brucan—. Yo le escribía los artículos. Pero él lo había memorizado todo sobre Stalin. Tanto Stalin como Ceauşescu aprendían de memoria. Los dos tenían una voluntad y una memoria prodigiosas, y los dos eran infravalorados por sus compañeros. Confieso que nunca pensé que pudiera llegar a la cima. Ceauşescu era un monstruo en lo político y un desastre en lo económico, pero en la Europa oriental de la guerra fría Tito y él eran los únicos que practicaban una gran política internacional [independiente]. Esta política internacional dio a Yugoslavia y a Rumania un rango superior al que correspondía a su poder real.
—Entonces, ¿por qué Ceauşescu se volvió tan estúpido al final? —pregunté.
—Él era listo, la estúpida era ella, una campesina realmente tonta. Sabe, cuando Ceauşescu empezó a envejecer tuvo un problema de vejiga. Esta molestia le obligó a confiar en su esposa, y así fue como ella ganó poder político. En realidad a los dos los mataron por culpa de ella.
—¿Era necesario que los ejecutaran?
—Tiene que comprender la situación militar en la noche del 24 de diciembre de 1989. Los ministerios estaban siendo atacados por gente armada,