Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan

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Rumbo a Tartaria - Robert D.  Kaplan Ensayo Político

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el dinero en cuanto lo recibían, ya fuera en ropa o en la entrada de un coche. Un occidental me dijo que «aquí puedes esperar durante semanas un permiso para introducir un coche en el país y es posible que tengas que reexportar el tuyo para importarlo con los papeles correctos, a menos que conozcas al funcionario rumano al que hay que sobornar». Naturalmente, estas generalizaciones las hacían personas que vivían y arriesgaban su dinero en Rumania. Aun así, para mí la tarde rezumaba optimismo: al informar de Rumania durante la era comunista, cuando Cluj estaba virtualmente fuera del alcance de los extranjeros a causa de la campaña gubernamental de represión contra las personas de etnia húngara que vivían en la zona, nunca pude imaginar, ni remotamente, que un día habría aquí empresarios occidentales deseosos de hacer negocio.

      A la mañana siguiente fui andando al despacho del alcalde y renové mi relación amorosa con Cluj. Ésta era la Mitteleuropa que uno asociaba con el lugar de nacimiento de la modernidad, con Freud y Kafka, con Kokoschka y Klimt: una Praga en miniatura con empinados tejados de dos aguas, cúpulas macizas, calles empedradas y patios barrocos en tonos que iban del ocre al rosa y cuyos colores aún resaltaban más en medio de las paredes descarnadas y la ruina general. Vi algunas antenas parabólicas, boutiques nuevas y guardas de seguridad privados, pero no cajeros automáticos ni muchas cosas más. Los hoteles habían continuado deteriorándose desde que estuve por última vez aquí, en 1990, y no se habían construido otros nuevos. Cluj era la capital histórica de Transilvania. Aunque tenía 318 000 habitantes frente a los 200 000 de Debrecen, comparada con ésta era una ciudad económicamente atrasada.

      Pero había un importante signo de renovación: las personas. El comunismo, al prohibir la expresión de la propia personalidad y primar la multitud y la masa, había fortalecido sin saberlo los estereotipos nacionales que pretendía erradicar; había transformado los rostros de los transeúntes de las calles rumanas en iconos bizantinos cuya expresión reflejaba locura y sufrimiento. Pero ahora la población rumana es menos arquetípica. Observé la presencia de pretendidos hippies de pelo largo y tejanos raídos, clientes de bar en trajes negros de última moda y un cigarrillo entre los dedos, nuevos ricos y arribistas, entusiastas del deporte, etc., que, al elegir las imágenes de sí mismos, por más que a mí me parecieran poco originales, estaban empezando a contradecir los estereotipos nacionales. Las mujeres, con su innato sentido de la moda, parecían ir muy por delante de los hombres. Tal vez los rumanos gastaban irresponsablemente el dinero en ropa, pero, después de vivir durante décadas bajo el régimen comunista más represivo de Europa oriental, el acto de cambiar de atuendo y de peinado parecía un modo rápido y fácil de celebrar su libertad. El narcisismo puede ser repugnante en las fases avanzadas del capitalismo, como en Estados Unidos, pero allí indicaba progreso. A mí me parecía que «lo rumano» tenía menos sentido de estereotipo que una década antes y en el futuro lo tendría aún menos.

      Pronto me crucé con una larga columna de empleados de la sanidad pública en huelga, que, como supe después, cobraban 50 dólares al mes; llevaban pancartas en las que pedían mejores sueldos. Guardaban silencio y sus caras reflejaban resignación, una característica nacional de los rumanos que había tenido repercusiones negativas durante décadas de gobierno autoritario, pero que podría facilitar una transición económica de suyo difícil. Aunque me complacía el naciente individualismo que había visto en las calles, éste iba unido a una conciencia étnico-nacional, de una intensidad imposible de precisar, que caracterizaba a los miembros de un pueblo que Herodoto fue el primero en mencionar: mayoritariamente cristianos ortodoxos, hablaban una lengua latina y durante siglos habían estado rodeados por pueblos de lengua eslava y por húngaros católicos y protestantes.[17]

      Ése era, por ejemplo, el caso de Gheorghe Funar, el «alcalde loco» de Cluj, nacionalista rumano declarado, que había arrancado de las calles los letreros húngaros, había pintado los bancos de los parques de azul, amarillo y rojo, los tres colores de la bandera rumana, y había cambiado el nombre de la Piaţa Libertăţii (Plaza de la Libertad) por el de Piaţa Unirii (Plaza de la Unificación) para celebrar así la incorporación de Transilvania a Rumania en 1918 y, con ello, su separación de Hungría. En esta plaza, Funar colocó seis banderas rumanas junto a la estatua de Matías I Corvino, gobernante de Hungría y Transilvania en el siglo XV, y cambió la inscripción de la estatua, de modo que ya no decía HUNGARIAE MATTHIAS REX sino simplemente MATTHIAS REX. Cuando, en julio de 1977, Hungría abrió un consulado en Cluj, Funar ordenó a los trabajadores municipales que robaran la bandera.

      Funar me recibió en su despacho, luciendo una insignia de la organización ultranacionalista Vatra Românească (Hogar Rumano). Era robusto, de estatura media, llevaba el pelo negro peinado hacia atrás, y vestía traje oscuro. Supuse que tendría unos cincuenta años. Su expresión era, además de imperturbable, fría y cautelosa. Dejaba vagar la mirada mientras apretaba los puños repetidamente. Hablaba con una voz susurrante, mesurada y didáctica, como si tratara de controlar su inseguridad y su rabia. Su estilo y su nacionalismo étnico me hacían pensar en Slobodan Milosevic y en Ratko Mladic, los líderes políticos y militares serbios que habían dirigido la brutal guerra contra los musulmanes bosnios. El currículum oficial de Funar decía muy poco: había sido el miembro del partido comunista que llevaba la cafetería de la universidad de la ciudad en la década de 1980. Eso era todo. Tales monstruos parecían salidos de quién sabe dónde: individuos de escasa cultura que alimentaban rencores de oscuras heridas recibidas en etapas anteriores de su vida, medraban aprovechando minúsculas oportunidades en tiempos de gran agitación social. Cuando estaba sentado allí, pensé no sólo en Milosevic y Mladic, sino también en Hitler.

      —El pueblo rumano —me explicó Funar a través de un intérprete— quiere partidos políticos que defiendan los intereses nacionales, pues nos sentimos amenazados. Necesitamos un plan militar contra los rusos y, por lo tanto, tenemos que estar protegidos por la OTAN... En Transilvania no tenemos húngaros; sólo hay un millón cuatrocientos mil rumanos, que no saben muy bien a quién deben lealtad... La gran iglesia de la Piaţa Unirii no es húngara. Los húngaros saquearon todas las iglesias alemanas y quemaron las nuestras... Ni Kolozsvár ni Clausenburg son los verdaderos nombres de Cluj. Fueron los nombres que se le dieron bajo la ocupación de los nazis húngaros y no tienen validez... Será una desgracia para todos si Hungría ingresa en la Unión Europea y Rumania no... En Hungría está muy extendido el crimen organizado, pero aquí no. Rumania es más segura para la inversión occidental.

      El alcalde terminó acusando al gobierno de Rumania, democráticamente elegido, de confabularse con los húngaros para reinstaurar una dictadura en el país.

      Naturalmente, aquello era un disparate. La «gran iglesia» de la Piaţa Unirii, San Miguel, con su magnífica bóveda gótica, fue construida a mediados del siglo XIV por una próspera comunidad alemana que contrató a operarios húngaros. La entrada estaba llena de avisos en húngaro. Kolozsvár y Clausenburg son nombres de Cluj con varios siglos de historia, transmitidos por las comunidades húngara y alemana de la ciudad y según los hombres de negocios y los diplomáticos occidentales, es posible que la delincuencia sea mayor en Rumania que en Hungría.

      Pero Funar era un personaje de segunda fila. La multitud que apoyaba a los trabajadores de la sanidad pública en huelga era más numerosa que la convocada en favor del Día Avram Iancu de tendencia nacionalista, que Funar había ayudado a organizar, en honor a un héroe local del siglo XIX que luchó contra los húngaros.[18] Funar se apoyaba principalmente en los campesinos de Valaquia y Moldavia que Ceauşescu había ordenado realojar en Cluj, y que provenían del sur y el este de Rumania y se sentían amenazados por los habitantes de Transilvania, tanto rumanos como húngaros, más adelantados que ellos. A escala nacional, los que apoyaban a Funar y a Corneliu Vadim Tudor, extremista como él, del partido de la Gran Rumania, constituían sólo un 10 por ciento de la población. Funar, que cumplía su segundo mandato, no podía presentarse por tercera vez como candidato a la alcaldía. Esas carreras sólo florecen en tiempos de catástrofes económicas o políticas.

      Aun así, la necesidad de conservar una fuerte identidad nacional me parecía mayor aquí que en Hungría. Ioan-Aurel Pop es un historiador medieval que dirige

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