Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan

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Rumbo a Tartaria - Robert D.  Kaplan Ensayo Político

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hecho, Hungría mostraba lo que los economistas llaman un modelo de desarrollo normal, donde un tercio del país (la región de Budapest) estaba por delante del crecimiento medio nacional y un tercio (la región situada al este del río Tisza) por detrás. La reducida extensión de Hungría y su topografía llana, junto con la ubicación de la capital en el centro del país, facilitaban que los efectos de la inversión occidental en Budapest llegaran a otras regiones. Yo tendría que recorrer más de mil doscientos kilómetros hacia el sureste y llegar a Turquía para encontrar otra economía como la húngara, donde el desarrollo no estaba limitado a unas pocas zonas urbanas.

      Pasé la noche en el Aranybika (Toro dorado), un hotel europeo, construido el año 1914 en el estilo Sezession, con desvanecida grandeza, precios moderados y buen servicio; el último hotel de su clase que iba a encontrar en mi viaje.

      Salí de Debrecen al día siguiente, por la mañana temprano. La estación de autobuses era un edificio limpio y austero de la época comunista: cemento gris y placas de cristal, con un letrero nuevo y reluciente de Pepsi y un horario electrónico. El autobús que debía llevarme a Biharkeresztes, a cincuenta kilómetros en dirección sureste, en la frontera entre Hungría y Rumania, iba repleto de provincianos de aspecto próspero y tenía un delicioso olor a queso y salchichas. A causa de los muchos rodeos y paradas que hizo el conductor, el viaje duró dos horas. Aquí la Puszta, en su extremo oriental, antes de que empezaran a divisarse las estribaciones de los Cárpatos, era verdaderamente majestuosa: una inmensa extensión de tierra negra y hierba verde y granjas colectivas dispersas, techos de paja, mulas que sacaban agua de los pozos y algún que otro campanario gótico. Incluso ahí, los artículos expuestos en las tiendas y los taxis Opel eran signos de desarrollo. Cuando el conductor llegó a la estación de Biharkeresztes, yo era el único pasajero que quedaba en el autobús.

      Al acercarme a la frontera, me di cuenta de que entraba en otro plano descendente. La estación de ferrocarril, casi desierta, estaba formada por unas cuantas salas de contrachapado barato y un mostrador donde se expendían los billetes bajo una bombilla de luz mortecina. Aunque la frontera rumana estaba a menos de dos kilómetros, una mujer vestida con una blusa azul tardó veinte minutos en resolver los detalles que comportaba venderme un billete internacional a «Kolozsvár», ciudad a la que los rumanos llaman Cluj (aunque este nombre fue cambiado oficialmente por el de Cluj-Napoca a principios de la década de 1970). Cuando me dirigía al tren, un guardia fronterizo húngaro echó una mirada a mi pasaporte y me dejó pasar. Ya a bordo, abrí como pude la puerta de uno de los vagones y entré. Estaba solo en el compartimento. El tren empezó a moverse; yo tenía la cara pegada a la ventanilla. Una tubería elevada de agua caliente atrajo mi mirada. Donde terminaba el metal nuevo y brillante de la tubería, así como el aislamiento de fibra de vidrio, y empezaba el metal oxidado y roñoso —el mismo punto en el que empezaban a aparecer montones de basura y chabolas de plástico ondulado, en el que las carreteras sucias y llenas de baches sustituían a las asfaltadas—, allí empezaba Rumania.

      3.

      LA SIMA QUE SE ENSANCHA

      Aparecieron más chabolas y apareció más basura, fábricas abandonadas rodeadas por muros de cemento y vallas de alambre de espino. El tren se detuvo en Episcopia Bihorului, ya dentro de Rumania. Varios funcionarios ocuparon mi vagón. Vi que uno de ellos se precipitaba hacia el váter y se guardaba el rollo de papel higiénico en su maltrecha cartera de mano. Otro me pidió el pasaporte, lo examinó atentamente y se lo llevó para devolvérmelo, diez minutos después, con un sello de entrada. Un tercero me preguntó cuál era el motivo de mi estancia en Rumania. Le contesté que visitar a unos viejos amigos. Mientras yo cambiaba a un cuarto funcionario ochenta dólares por devaluados billetes rumanos —un fajo de más de dos centímetros de grosor—, un quinto individuo, con abrigo largo y oscuro y sombrero flexible negro, husmeó en mi compartimento y clavó su mirada fija y dura en mí antes de pasar al siguiente.

      La experiencia suponía una mejora respecto a lo que eran los controles de la frontera rumana en la época comunista, cuando a los ciudadanos estadounidenses se les exigía visado y estaba prohibido viajar con una máquina de escribir (sin soborno). En Hungría no me habían sellado el pasaporte, sólo le habían echado un vistazo. Nadie se había molestado en preguntar cuál era el motivo de mi viaje. El trámite no duró minutos sino segundos. En Rumania se estaba produciendo un cambio positivo, pero a ritmo más lento y a partir de una situación más atrasada que en Hungría. Y a menudo la historia se basa más en cambios relativos que en cambios absolutos.

      Cuando, poco después, el tren llegó a Oradea, vi resplandecientes vallas publicitarias, algunas personas con teléfonos móviles, una mujer bien vestida con una costosa cartera de piel y otra con un ordenador portátil, mejoras visibles respecto del sombrío paisaje de Rumania en la década de 1980. Pero aún había más. Cuando el tren continuó hacia el sureste, a través de pendientes valladas y sembradas de abetos, que señalaban el principio de los Cárpatos y de Transilvania, vi grupos de gitanos que lavaban la ropa en las rocas que bordeaban riachuelos de aguas color azul ceniza; campesinos vestidos con zamarras sin mangas que labraban los campos con horcas; mujeres de negro que conducían carretas de madera tiradas por caballos; almiares en forma de cúpula a lo largo de oxidados depósitos de gas metano; gallinas que se apartaban corriendo de la vía del tren por un suelo empapado en grasa; flores silvestres que crecían junto a pilotes de hierro retorcidos y chamuscados; vagones de ferrocarril abandonados junto a complejos industriales ennegrecidos por la herrumbre, asfalto lleno de guijarros; y contaminantes químicos junto a la patética realidad de una agricultura de subsistencia: restos del régimen estalinista del dictador Nicolae Ceauşescu. Ése era un rincón primitivo, trágicamente bello de Europa en el que la cultura residual de la Alta Edad Media había sido barrida por la falsa modernización comunista, con un sufrido campesinado, en las postrimerías del siglo XX, y con iglesias góticas, cementerios y fortificaciones de piedra en lo alto de muchas colinas desde las que se veía serpentear los ríos en anchos valles, ahora desfigurados por los esqueletos de cemento y hierro de fábricas en ruinas.

      A última hora de la tarde llegué a Cluj, en cuya estación divisé unos cuantos taxis en penoso estado de conservación. A uno de los conductores le di la dirección de mi amigo, que vivía en las afueras de la ciudad. Cuando el hombre estaba mirando el plano, la montura de sus viejos lentes se deshizo literalmente. Con un rollo de cinta negra que sacó de la guantera recompuso lentamente el puente de plástico, como sin duda había hecho muchas veces, y me pidió disculpas por las molestias. Por una carrera de quince minutos me cobró 30 000 lei (algo menos de cuatro dólares). Después me enteré de que debería haberme cobrado sólo dos dólares.

      El día me había causado un impacto tremendo, mucho más hondo del que me causó cuando recorrí este mismo camino durante la guerra fría. Debido a las reformas destinadas a favorecer el comercio, que Hungría adoptó en el período comprendido desde finales de la década de 1960 hasta finales de los años ochenta —conocido como comunismo gulasch—, el país siempre había estado mucho más desarrollado que Rumania. Pero ahora el abismo que los separaba parecía permanente. En Hungría, la inversión extranjera en la primera década tras la caída del muro de Berlín alcanzó un total de 18 000 millones de dólares, seis veces más de lo que recibió Rumania, aunque la población rumana —23 millones de personas— es más del doble de la de Hungría. Y la disparidad entre Hungría, un pequeño país de Europa central, y Rumania, el país más extenso y poblado de los Balcanes, estaba aumentando. En 1997, por ejemplo, las empresas estadounidenses invirtieron veinticuatro veces más dinero en Hungría que en Rumania: 6 000 millones de dólares frente a 250 millones.

      Transilvania (Ardeal en rumano, Erdely en húngaro y, de acuerdo con su nombre, «país situado más allá del bosque») es una región multiétnica por la que lucharon durante siglos rumanos y húngaros. En mi primera noche en Cluj escuché la conversación de un grupo de occidentales que habían puesto en marcha pequeñas empresas aquí. Comparaban,

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