Matar a la Reina. Angy Skay

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Matar a la Reina - Angy Skay Diamante Rojo

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me preguntaba continuamente qué habría más allá del universo. Era un tema en el que me sumergía cada día con mi madre, quien me enseñaba los distintos nombres de todo lo que tenía relación con ello.

      Conseguí levantarme con gran esfuerzo. Al pisar el suelo, me clavé la pistola de juguete que mi hermano pequeño había dejado tirada el día anterior. Salí de mi dormitorio gruñendo por lo bajo; me había hecho daño.

      —¡Buenos días, mi pequeña princesa!

      Alcé la cabeza para dejar que mi padre depositara en mi frente ese beso mañanero que tanto me gustaba. Lo miré con ojos brillantes y lo contemplé pensativa, como cada día. Tenía la suerte de tener una familia muy unida y en la que se procesaba amor en abundancia, aunque solo la formásemos cuatro personas.

      Bajé los escalones seguida por él. Al llegar al último, me cogió en volandas y dio dos vueltas como si estuviéramos bailando. A la vez, un pequeño grito, acompañado de carcajadas inocentes, salió de mi garganta. Los enormes ojos azules de mi madre nos observaban con devoción desde la cocina. Entretanto, mi hermano de seis años intentaba limpiarse los restos de mermelada de fresa de su pequeña boca, sin éxito. Llegué a su lado y cogí una servilleta de papel para ayudarlo en su tarea mientras mi madre ponía el plato de mi desayuno. Sonreí cuando el pequeño empezó a manotear porque le hacía cosquillas.

      —Hoy vamos a darnos un paseo por el centro de Moscú, ¿qué me decís? —nos preguntó risueña.

      Acentué el entrecejo, dejando claro que la idea no me parecía de lo más correcta.

      —Hace mucho frío en la calle, mamá —renegué.

      —Nos abrigaremos bien. Estamos en Navidad, y tenemos que comprar unos cuantos adornos para decorar el árbol. —Enarcó un poco sus cejas rubias—. ¿No quieres ponerlo?

      Era muy lista. Sabía que me encantaba la Navidad y que con eso me tenía ganada. Asentí con determinación y, de nuevo, el brillo habitual que causaba mi familia en mí apareció en mis profundos ojos azules. Cogí el vaso de leche fría y lo puse en mis labios para darle un largo sorbo. Vi cómo mi padre se colocaba detrás de mi madre para depositar pequeños besos sobre su cuello; algo que siempre hacían: darse cariño. Eran el matrimonio ideal, dos almas gemelas que estaban destinadas a unirse, polos tan opuestos que si alguna vez uno de los dos faltase, el otro moriría al instante, ya que ambos se complementaban a la perfección.

      Y ese día llegó.

      Llegó tan rápido que no pude saborear todos los momentos que me quedaban en la vida, justo en la época en la que comenzaba a ver y a obtener los conocimientos de alguien que crece y sabe que las personas no son tan buenas como parecen. Y recordé en ese instante lo que una vez mi padre me dijo mirándome con atención a los ojos: «No le temas al enemigo que te ataca, sino al falso amigo que te abraza».

      Alcé el tenedor con un trozo de tortita de chocolate pinchado en sus largas puntas. Cuando estaba a punto de llevármelo a la boca, mi padre se asomó por las cortinas de la ventana de la cocina. Su semblante se oscureció y le echó un rápido vistazo a mi madre. Tras una leve inclinación de cabeza, ella cogió a mi hermano en brazos y después mi mano.

      —Vamos a subir a la habitación —nos anunció con tranquilidad.

      —¿Vamos a jugar? —le preguntó inocente Arcadiy.

      —Sí. —Sonrió ella.

      La miré con temor cuando vi de soslayo que mi padre descolgaba de debajo de la encimera de la cocina una pistola. Hizo un leve gesto mirando a mi madre para indicarle que se diera prisa en marcharse, o eso quise entender. Oí que un coche cerraba la puerta en la misma entrada de mi casa. Después, unos golpes resonaron en la madera, como si del cartero se tratase. Giré mi rostro hacia esa dirección a la vez que mi padre nos empujaba escaleras arriba.

      —¡Rápido! —nos apremió.

      Noté mi pulso acelerarse, mi respiración elevarse, y unas ganas terribles de llorar resurgieron en mí cuando pequeñas gotas empezaron a caer por mi rostro. Mi padre, con la pistola en la mano, sin importarle que lo viéramos portando un arma, pasó su dedo pulgar por mis mejillas y sonrió.

      —Te quiero, mi pequeña princesa. Sé fuerte, lucha y no te rindas hasta que le des el último aliento a la vida.

      Mi llanto se acrecentó y mi hermano me siguió.

      Corrí escaleras arriba. Cuando me faltaban cuatro escalones para llegar a la planta, giré mi rostro hacia atrás al escuchar un terrible golpe, forcejeos y disparos.

      —¡Micaela, no te detengas!

      Mi madre intentó subir otro escalón más, pero alguien la apresó desde atrás, haciendo que cayera escaleras abajo con mi hermano en brazos.

      —¡Mamá! —grité desgarrada.

      —¡Corre! —me ordenó desesperada.

      Un hombre la abofeteó frente a mis ojos. Segundos después, sacó un arma y le disparó en la cabeza. Las rodillas me fallaron cuando encontré a mi hermano de pie, con su habitual peluche de un elefante azul en la mano, llorando y sin poder controlar ninguna de sus emociones. Su voz salía rota, y todo él temblaba como una hoja. El alma se me rompió en mil pedazos.

      Decidí infundirme de valor, o por lo menos de todo el que pude. Me puse de pie, pero al intentar bajar los escalones, un hombre alto y fornido se colocó delante de mí. Vi que se llevaban a mi hermano en brazos mientras gritaba llamando a nuestros padres.

      —¡Arcadiy! ¡Arcadiy! —bramé a voces.

      El hombre avanzó hacia mí con una sonrisa que no supe descifrar, ya que solo podía verle la boca y los ojos. Me asusté, y no pude evitar tropezar con el siguiente escalón, lo que hizo que cayera hacia atrás. Arrastré mi cuerpo por los pocos peldaños que me quedaban; y seguí haciéndolo, incapaz de ponerme de pie. Mis uñas se clavaron en la madera blanca del suelo y comenzaron a arrancarse a trozos, creando grandes heridas en mis dedos.

      Él sonreía. Yo no podía creer lo que mis ojos estaban viendo, pero más impactada me quedé cuando aquel hombre que casi me alcanzaba se quitó el pasamontañas negro que cubría su rostro. Mis ojos se abrieron en su máxima extensión y solté una exclamación que él oyó.

      —Hola, pequeña.

      Su rasgada voz me hizo temblar. Las lágrimas corrían por mis mejillas como ríos sin poder controlarlas. Y es que con doce años era imposible que supiera hacer mucho más en una situación como la que estaba viviendo.

      Llegó hasta mí, cogió mi cabello y, ejerciendo una gran presión, tiró de mí escaleras abajo. Sentí todos y cada uno de los golpes que me provocaban los escalones clavarse en lo más profundo de mi ser, pero lo que más me dolió fue ver a las dos personas a las que más amaba en el suelo, laxos y sin un ápice de vida. Me di cuenta de que la pequeña mano de mi madre estaba unida a la de mi padre. Hasta en su último aliento evitaron estar separados.

      Un torrente de hipidos se apoderó de mí sin permitirme dejar de llorar. Miré con verdadero miedo al hombre, quien, una vez en el salón, me empujó contra el sofá. Tres personas más se acercaron a mí con rostros divertidos.

      —¿Qué vamos a hacer con ella? —le preguntó uno de los encapuchados.

      En

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