Matar a la Reina. Angy Skay
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Se acuclilló para ponerse frente a mí, haciendo que el miedo sacudiera todo mi cuerpo. Posó su dedo índice sobre mis muslos, ya que mi pijama estaba remangado hasta la cintura prácticamente.
—Aunque sí es cierto que… —tras una pausa, prosiguió—: vamos a divertirnos un buen rato.
Oí cómo todos se carcajeaban a mi costa. Yo lloraba desconsolada y sin saber cuál sería mi final. Lo que estaba claro era que no iban a dejarme vivir.
Ese día me dejaron muerta en vida.
Me robaron mi inocencia, me golpearon hasta la saciedad, me humillaron de mil maneras y, lo peor de todo, se llevaron lo que más quería. Sentí cómo la vida se escapaba de mis manos cuando la puerta de la que era mi casa quedaba abierta de par en par mientras aquellos malditos demonios salían sin un ápice de compasión, pensando que ya estaba agonizando. No conseguía moverme. Notaba cómo los parpados me pesaban cada vez más y cómo el frío comenzaba a apoderarse de mi cuerpo. Las pocas lágrimas que me quedaban resbalaron por mis pálidas mejillas hasta perderse en la moqueta burdeos. Contemplé a mis padres por última vez. Antes de cerrar los ojos, me juré una sola cosa: no moriría en aquel instante; lucharía, tal y como mi padre me había dicho minutos antes de su muerte. Y la lucha no sería en vano, no.
Sabía quiénes eran las personas que habían entrado en mi casa, y aunque las agujas del reloj fueran las únicas que pondrían a cada persona en su sitio a su debido tiempo, supe que todos y cada uno de ellos recordarían mi nombre hasta soltar su último aliento. Porque para poder seguir con sus miserables vidas, primero tendrían que matar a la Reina.
1
En el punto de mira
Jack Williams
Era increíble. La gente alardeaba de su vida sin ser consciente de quién o quiénes podrían estar vigilándolos en ese mismo instante.
Sentado en una terraza, me permití escuchar y ver cómo las personas éramos tan sumamente imbéciles de hablar de nuestra vida a todas horas: por la calle, en redes sociales, mediante mensajes… Y qué cierto era que nadie sabía quién se escondía detrás de aquellas enormes tecnologías, pues, si nos poníamos a pensar, cualquiera con un poco de inteligencia podría meterse incluso en nuestra cabeza.
—¿Sí? —respondí cuando pulsé mi teléfono tras vibrar sobre la mesa.
—¿Dónde estás?
—¿Dónde estás tú, Fox? —le pregunté con chulería.
Riley Fox, la única persona a la que consideraba amiga después de catorce largos años a mi lado, el único que, hasta el momento, no me había fallado.
—En quince minutos saldrá por la 33, justo en el Empire State.
—Perfecto, estoy en el restaurante de enfrente. Hablamos.
Colgué el teléfono y me levanté de mi silla, dejando una cuantiosa cantidad para pagar un simple café. Vi que varias miradas lascivas caían sobre mí y me permití sonreír de medio lado, sabedor del efecto que causaba desde hacía bastante tiempo en las féminas. Aunque bien era cierto que en mi mente no estaba el amor para siempre ni de lejos, los buenos ratos no estaban prohibidos para nadie, o por aquel entonces pensaba de esa forma.
Llegué a mi coche y saqué todo lo necesario para lo que estaba por venir. Minutos después, giré la esquina que separaba la puerta de acceso de la azotea, pegándome a la pared para ocultarme. Bajé mi rifle y lo cargué en un abrir y cerrar de ojos.
Dos minutos.
Me senté en una de las columnas de hormigón que había en la azotea y a lo lejos divisé los grandes edificios que se alzaban presuntuosos en la ciudad de Nueva York. En ese momento, un pensamiento cruzó por mi cabeza. Saqué mi teléfono y marqué.
—Quiero el doble de dinero en mi cuenta. Tienes dos minutos, o me largaré.
—¡¿Qué?! —exclamó al otro lado de la línea quien había contratado mis servicios.
Sin verlo, supe que su gran cuerpo había pegado un bote en el sillón de cuero de su despacho.
—Lo que has oído —le contesté en tono serio.
—¡Tú te has vuelto loco! ¿De verdad piensas que voy a hacer semejante idiotez?
Vi cómo el coche el cual estaba esperando aparcaba en el callejón que tenía previsto.
—Objetivo bajándose del coche. En cuanto cruce la esquina, lo perderé.
—¡No acordamos eso! —Se puso nervioso.
—Soy un pájaro libre, no creo que tenga que recordártelo. —Escuché cómo bufaba, así que decidí ponerlo más nervioso—: Sesenta segundos.
—No pienso pagarte nada más.
—Cuarenta segundos —añadí sin inmutarme.
Resopló dos veces más y, a regañadientes, después de una breve pausa, dijo:
—Ya lo tienes.
Mi teléfono vibró, indicándome que había un mensaje. Lo abrí y, efectivamente, dos millones más se sumaban a mi cuenta. Dejé el aparato en el bolsillo de mi pantalón, posicioné el rifle encima del muro de la azotea y, apuntando a mi objetivo, disparé.
Sentí la bala salir a gran velocidad a la vez que el retroceso hacía impactar el arma contra mi hombro. El tipo cayó a plomo, y sus hombres comenzaron a buscar sospechosos por los alrededores, mirando hacia todos los puntos posibles. Agarré el rifle y salí de aquella azotea sigilosamente, sin ser visto, mientras por el camino iba desarmándolo para ocultarlo por completo en la bolsa negra que llevaba a mi espalda.
Al llegar a la calle, el alboroto era increíble. La gente corría de un lado a otro, chillando. Conté a veinte guardaespaldas intentando cubrir el cuerpo sin vida de uno de los principales cargos ejecutivos del Gobierno Federal de los Estados Unidos. No tardaron en llegar varios coches de policía para acordonar la zona. Enseguida, los agentes abandonaron los vehículos y, divididos en patrullas de cinco, entraron en los edificios que tenía alrededor. Sonreí al ver que nadie se percataba de mi presencia. Subí a mi coche, que se encontraba a escasos metros, y me dirigí al aeropuerto, donde un avión me esperaba para volar a Atenas.
Al día siguiente, abrí los ojos al escuchar el estridente sonido de mi teléfono, que no dejaba de sonar una vez detrás de otra.
—Me cago en la puta… —bufé.
A tientas, comencé a soltar manotazos encima de la mesita de noche, hasta que conseguí dar con él. Sin mirar la pantalla, descolgué, gruñendo más que hablando, lo normal en cualquier persona; aunque eso, en realidad, yo no sabía lo que era, puesto que ser alguien común no entraba en el diccionario de mi vida.
—¡¿Quién cojones es?!
Escuché una leve carcajada al otro lado que se me antojó molesta y que me cabreó más de la cuenta. Fruncí el ceño un poco mientras me sentaba en la cama y daba patadas para apartar la arrugada sábana de mi cuerpo.
—No