Matar a la Reina. Angy Skay

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Matar a la Reina - Angy Skay страница 5

Автор:
Серия:
Издательство:
Matar a la Reina - Angy Skay Diamante Rojo

Скачать книгу

mismo. ¿Cómo estás, muchacho?

      —¿A qué viene tu llamada? —Desconfié.

      —¡Oh, vamos! Hace mucho tiempo que no sé nada de ti.

      Tuve que soltar una carcajada; no me tragaba su estúpido juego de despiste. Anker Megalos fue mi instructor, casi como mi padre más bien, ya que me crio cuando mi verdadero progenitor se largó, dejando a mi madre embarazada, y esta me abandonó en un orfanato. Después de eso, ella prefirió seguir siendo prostituta, metiéndose de todo menos miedo. Lo cual hizo que una mañana se la encontraran en el prostíbulo muerta por una sobredosis de cocaína. Cuando me escapé, encontré a la familia Megalos, algo rara y diferente, personas malignas que no buscaban nada en la vida excepto una cosa: el sufrimiento ajeno.

      —No me vengas con juegos, Anker.

      Rio al otro lado de la línea como el tirano que era, y aunque yo no fuese menos, me costaba compararme con él. Nunca llamaba para nada, y aquella era una de esas llamadas en las que algo no me olía bien.

      —Necesito que nos veamos en tres cuartos de hora. ¿Te viene bien que quedemos en la entrada de la Acrópolis?

      —Sí —le contesté escuetamente, ya que él no sabía dónde vivía y, casualmente, estaba al lado.

      —Bien. No llegues tarde.

      —Nunca lo hago. —Pero esa última frase se quedó en aire cuando escuché cómo la línea se colgaba.

      Media hora después, antes de marcharme, le eché un breve vistazo a la habitación de Riley, pero decidí no interrumpir su sueño y contarle más tarde todos los acontecimientos.

      Llegué al sitio donde había quedado con Anker y lo vi conforme avanzaba. Como siempre, le gustaba llegar antes que nadie. Estaba más mayor de lo que lo recordaba. Sus entradas eran más profundas y su pelo se teñía por completo de blanco. Desde la distancia pude ver que había adelgazado más de la cuenta, pero eso no afectaba a su semblante circunspecto, el mismo que tenía siempre, haciéndolo parecer el hombre más respetable sobre la faz de la Tierra.

      Giró sus pequeños ojos marrones en mi dirección, como si oliese desde la distancia que estaba a punto de alcanzarlo, y sonrió con ironía, torciendo solo un poco sus finos y arrugados labios hacia la derecha.

      —Qué bien te veo, muchacho.

      Alcé la barbilla un poco y asentí, mirándolo con descaro. Me paré frente a él sin tomar asiento, y él hizo un leve gesto con la cabeza para indicarme que lo hiciera.

      —Siéntate —me ordenó al ver que no lo obedecía.

      —No cumplo órdenes, Anker. Dime qué quieres.

      Agarró con fuerza su bastón negro con la cabeza de un águila cubierta de oro, apretando sus dos manos sobre ella. Elevó sus ojos hasta posarlos en los míos y, de nuevo, me indicó el asiento a su lado. Con hartazgo, puse los ojos en blanco, pero finalmente terminé sentándome mientras veía cómo contemplaba la Acrópolis en la distancia.

      —Siempre has sido un desobediente. No sé cómo he aguantado tenerte tantos años a mi lado.

      —Quizá haya sido porque siempre fui bueno en la práctica —me burlé.

      —El mejor —puntualizó, y giró su rostro de nuevo hacia mí.

      Tras un extenso silencio que se me hizo pesado de más, incliné mi cuerpo hacia delante, entrelacé mis dos manos entre sí y lo observé.

      —Tengo cosas que hacer. ¿Vas a tenerme toda la mañana aquí?

      —Estás perdiendo los modales por segundos. Todo tiene un tiempo; parece que lo olvidas. —Se le vio molesto. A mí no me importó una mierda.

      Era una persona mala. Y durante todos los años que estuve con él, a cada paso que daba, más me cercioraba de que tendría que dejar lejos al hombre que estaba a mi lado si quería conservar mi vida.

      —¿Y bien? —me desesperé.

      Sonrió de nuevo.

      —Tengo un trabajo para ti.

      —Al fin hablamos el mismo idioma, me parece —añadí—. ¿De qué se trata?

      Metió la mano en su bolsillo y sacó un papel blanco. Al desdoblarlo, en él solo constaba un nombre. Me lo tendió y lo cogí confuso. Esa no era la manera de proceder.

      —Manel Llobet —pronuncié en voz baja.

      —Es uno de los comisarios más importantes de Barcelona. Te pasaré el resto de la información en unos días. Mientras tanto, ve preparando tu viaje.

      Se levantó tras agarrar con fuerza su bastón en un claro intento por intimidar; advertencia inútil a mis ojos, puesto que sabía que podía defenderse de cualquiera sin él. Antes de que diera un paso más, le pregunté:

      —¿Por qué?

      Se paró en seco. Después giró su rostro lo necesario para verme de reojo, pero no llegó a contemplarme de manera directa. Sabía a la perfección por qué le hacía esa pregunta, ya que mucho tiempo atrás, cuando decidí separarme de aquella especie de secta que tenían, hice mi último trabajo a su lado y no lo terminé, y de eso ya habían pasado muchos años. Demasiados.

      —Ganarás tanto dinero que podrás retirarte de esto. Eso es lo único que debe importarte.

      Su tono de voz era rudo e implacable, lo que me aseguraba que era distinto y raro. Muy raro, a decir verdad, ya que Anker Megalos jamás demostraba sus emociones ante nadie, por lo tanto, supe en ese instante que aquel trabajo era más que personal. No añadí nada, solo me levanté, pero antes de marcharme en dirección opuesta, el que habló fue él:

      —Una cosa más, Williams.

      Giré mi cuerpo para observarlo. Él hizo lo mismo, y su mirada no me gustó.

      —Serán seis. —Arrugué el entrecejo sin saber a qué se refería—. Seis personas de las que irás teniendo información según termines cada cometido. —Me contempló con intensidad y, previo a irse, me dijo en tono rudo—: No me falles.

      Descubriéndome

      Micaela Bravo

      Me senté en uno de los sillones negros de piel de la entrada a la consulta de Vanessa Lago, mi psicóloga, la misma que llevaba tratándome durante cinco largos años en los que no avanzábamos de ninguna de las maneras. Estaba situada en uno de los edificios de la Rambla, frente a la Casa Gaudí. Me pillaba relativamente cerca del trabajo, dadas las distancias para ir a cualquier sitio en Barcelona.

      Crucé mis piernas, dejando ver bastante mis muslos, y pude comprobar que el secretario que había detrás del mostrador me miraba babeando. Menudo estúpido si se pensaba que podría conseguir algo conmigo, ya que ni él ni nadie estaba al alcance de eso si no podía pagarlo.

      Oí mi nombre después de escuchar cómo se abría la puerta de su despacho, con su habitual crujido cuando lo hacía. Lo que todavía no entendía era cómo una de las mejores

Скачать книгу