Matar a la Reina. Angy Skay

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Matar a la Reina - Angy Skay Diamante Rojo

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de vista— me observó de manera lasciva de nuevo, lo que hizo que no pudiera evitar sacarle el dedo corazón de forma vulgar. Vanessa, al ver mi gesto, a la vez que le sonreía con descaro a su empleado, meneó la cabeza varias veces, negando. Al entrar, cerró la puerta tras de mí, terminó de apuntar lo que fuera que estuviera escribiendo en su agenda enorme de color marrón y dejó el teléfono encima de su gran escritorio de roble.

      —Tienes una forma muy particular de darles los buenos días a mis empleados.

      —¿Has pensado en lijar esa puta puerta?

      Señalé la entrada y ella sonrió.

      —Como siempre, cambiando de tema, Micaela.

      Cogió unas hojas, las apiló encima de su habitual tapa dura de color negro para apoyarse y se sentó en su sillón. Me instó con la mirada a que hiciera lo mismo en el lujoso sofá de los locos, como yo lo llamaba.

      —Bien, ¿cómo te encuentras hoy?

      —Igual que todos los días —le contesté con desgana.

      Apoyé mis brazos en mi frente de manera chulesca y miré al techo, suspirando. Aquello no servía para nada. Nunca lo había hecho.

      —¿Has vuelto a tener pesadillas? Háblame —me pidió en tono neutro.

      —Sí, las mismas de todas las noches.

      —Tienes que aceptar que ellos ya no están y dejar atrás el pasado. Ese será el primer paso para que puedas conseguir estabilizar tu mente y, de esa manera, disipar las pesadillas nocturnas.

      La miré con desdén sin poder evitarlo. Qué fácil era decirlo.

      —Es imposible que te pongas en mi pellejo —le eché en cara con rabia.

      —Lo sé, pero recuerda que estoy aquí para ayudarte, no para machacarte, como bien piensas.

      Hice un gesto de disconformidad y dirigí de nuevo mis ojos al techo blanquecino.

      —Pues para ser la que me ayuda, llevas cinco años intentándolo. Muy buena no serás.

      Y mis comentarios ofensivos, como siempre, no hacían el efecto que deseaba. Lo que quería era que de una vez por todas Vanessa me echara de su consulta, ya que a mí me era imposible abandonar las charlas con ella, aunque fuese pagándole y a sabiendas de que no servían para nada.

      —Cuando sigues viniendo, será por algún motivo. —La miré con mala cara—. Y, ahora, cuéntame, ¿has hablado con tu abuela? —Negué—. Quizá te iría bien escaparte unos días a Huelva. De esa manera, podrías estar cerca de tu familia.

      —De lo que me queda, querrás decir —añadí con arrogancia.

      Y de nuevo volvíamos a la misma charla de cada semana: la muerte de mis padres y la desaparición de mi hermano, al que ya daba por muerto.

      —¿Has recapacitado sobre tus planes de futuro? —me preguntó después.

      —No. Los tengo bien claros y en mente a todas horas. Además —añadí con una sonrisa malévola—, cada vez estoy más cerca.

      —Más cerca de morir, Micaela. Esa gente es peligrosa.

      —No me iré sola —le aseguré, más que convencida.

      Después de treinta minutos en los que ella intentaba de alguna manera persuadirme de mis propósitos, volvimos a la pregunta no tan habitual:

      —¿Has conocido a alguien?

      —No. Ni quiero. —Soné tajante.

      —Háblame de Jack.

      Resoplé como un toro. ¿Por qué siempre se empecinaba en sacarlo a él? No debería habérselo contado nunca.

      —Ya sabes todo lo referente a Jack. Hace meses que no sé nada de él, desde la última vez que lo vi. ¿Quieres que me invente algo y hacemos más amena la consulta?

      La encontré mirándome con mala cara, algo poco común en ella, pero recompuso su rostro en cuestión de segundos. Sabía que algunas de mis sesiones la sacaban de sus casillas, pero ella siempre llevaba la conversación a su terreno, se tratase del tema que fuese.

      —Es un detalle que me contaste y del cual quiero hablar en este momento —sentenció—. Cuéntame cómo os conocisteis.

      Bufé de nuevo y me perdí en el pasado; en meses atrás exactamente, cuando el susodicho Jack se cruzó en mi camino, a quien yo no le daba tanta importancia como lo hacía ella.

      Me encontraba en uno de los bares de Barcelona después de un plan fallido y una mala racha que pensaba resolver de cualquier manera. Estaba sentada en el taburete de una de las barras de aquel sitio, bebiéndome un buen cubata que ahogara mis pensamientos y mis inquietudes, por qué no decirlo. Pocos minutos después de mi llegada, un hombre de unos treinta y tantos años se sentó a mi lado y le pidió a la camarera algo que no pude oír. Noté cómo me observaba, pero no le di importancia. Hasta que, de repente, escuché su tono de voz grave y rasgado:

      —¿Estás sola?

      Dejé de menear mi vaso, permitiendo que los cubitos de hielo se deshicieran en él, y levanté la vista de manera intimidante hacia la persona que me hablaba. Me quedé un tanto impactada al ver su aspecto de chico malo, aunque me recompuse de inmediato. Era alto; demasiado. Tenía el pelo castaño con destellos rubios, sus ojos eran dos inmensos prados verdes, como los que lucía Escocia, y su barbilla estaba poblada por un escaso vello del mismo color que su cabello. Discerní que su cuerpo estaba duro y terso bajo esa camisa de lino blanco que hacía que se marcaran todos y cada uno de sus músculos, y sentí que se me resecaba la garganta ante su escrutadora mirada.

      —¿Y a ti qué cojones te importa? —lo encaré con despotismo.

      Sonrió de medio lado, y esa perfilada línea que se curvó en sus labios me hizo sentir un pinchazo en mi bajo vientre. Me obligué a olvidarme del aspecto de aquel hombre, de su tono de voz y de todo lo que tuviera relación con él. Yo solo quería beberme mi copa en soledad, como estaba acostumbrada a hacer, y marcharme de allí. Sin embargo, de nuevo, aquel varonil tono salió de su garganta:

      —¿Dónde tienes la banda?

      Volví mis ojos hacia él y arrugué el entrecejo más de la cuenta.

      —¿Qué banda? —le pregunté, siendo más borde de lo normal.

      —La de miss Antipática.

      Alcé una ceja sin poder creerme lo que aquel desconocido me había llamado.

      —¿Y dónde te has dejado la tuya? —lo reté.

      Sonrió con picardía y apoyó su brazo izquierdo en la pierna que tenía justo debajo, gesto que se me antojó más chulesco todavía.

      —¿La mía? —Se señaló. Pude apreciar su sonrisa un poco más.

      Antes de poder seguir perdiéndome en sus encantos, que destacaban sobre todo lo demás, ataqué tajante:

      —Sí,

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