Torquemada en la cruz. Benito Perez Galdos
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Siempre que le acometía el insomnio rebelde se vestía y calzaba, y encendido el altar se metía en pláticas con el chico, haciéndole garatusas, recordando con fiel memoria su voz y sus dichos, y ensalzando con una especie de hosanna inarticulado..., ¿qué dirán ustedes?, las matemáticas, las santísimas matemáticas, ciencia suprema y única religión verdad en los mundos habidos y por haber.
Dicho se está que aquella noche, por lo muy excitado que estaba el hombre, fué noche de gran solemnidad en tan singulares ritos. Sintiéndose incapaz de dormir, ni siquiera pensó en acostarse. La tarasca le dejó solo. Encendidas las velas apagó la lámpara de petróleo, llevándola á la sala próxima para que el tufo no le apestara, y entregóse á su culto. El recuerdo de las señoras del Águila, y el vigor con que su conciencia le afeaba la conducta observada con ellas, mezcláronse á otras visiones y sentimientos, formando un conjunto extraño. Las matemáticas, la ciencia de la cantidad, los sacros números, embargaban su espíritu. Caldeado el cerebro, creyó oir cantos lejanos sumando cantidades con música y todo... Era un coro angélico. El rostro de Valentinico resplandecía de júbilo. El padre le dijo: «Cantan, cantan bien... ¿Quiénes son esos?»
En su interior sentía el retumbar de una gran verdad proferida como un cañonazo, á saber: que las matemáticas son el Gran Todo, y los números los espíritus, que mirados desde abajo... son las estrellas... Y Valentinico tenía en su ser todas las estrellas, y por consiguiente, todito el espíritu que anda por allá y por acá. Ya cerca de la madrugada rindióse D. Francisco al cansancio, y se sentó frente al vargueño, apoyando la cabeza en el ruedo de sus brazos, y éstos en el respaldo de la silla. Las luces se estiraban y enrojecían lamiendo el pábilo negro; la cera chorreaba, con penetrante olor de iglesia. El prestamista se aletargó, ó se despabiló, pues ambos verbos, con ser contrarios, podían aplicarse al estado singular de sus nervios y de su cabeza. Valentín no decía nada, triste y mañoso como los niños á quienes no se ha hecho el gusto en algo que vivamente apetecen. Ni habría podido decir D. Francisco si le miraba realmente, ó si le veía en los nimbos nebulosos de aquel sueñecillo que en la silla descabezaba. Lo indudable es que hijo y padre se hablaron; al menos puede asegurarse como de absoluta realidad que D. Francisco pronunció estas ó parecidas palabras: «Pero si no supe lo que hacía hijo de mi alma. No es culpa mía si no sé tocar esa cuerda del perdón..., y si la toco no me suena, cree que no me suena.»
—Pues... lo que digo—debió de expresar la imagen de Valentín,—fuiste un grandísimo puerco... Corre allá mañana y devuélveles á toca teja los arrastrados intereses.
Levantóse bruscamente Torquemada, y despabilando las luces, se decía: «Lo haremos; es menester hacerlo... ¡Devolución..., caballerosidad..., rasgo! ¿Pero cómo se compone uno para el rasgo? ¿Qué se dice? ¿De qué manera y con qué retóricas hay que arrancarse? Diréles, ¡ñales!, que fué una equivocación..., que me distraje..., ¡ea!, que me daba vergüenza de ser rumboso..., la verdad, la verdad por delante..., que no acertaba con el vocablo..., por ser la primera vez que...»
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