Torquemada en la cruz. Benito Perez Galdos

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Torquemada en la cruz - Benito Perez  Galdos

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con ponerle siempre la misma corbata. «Hoy te pones la azul de rayas—decía con candorosa seriedad Fidela,—y el anillo de la turquesa.» Él contestaba que sí, y á veces manifestaba una preferencia bondadosa por otra corbata, tal vez porque así creía complacer más á sus hermanas.

      El esmerado aseo del infeliz joven no fué la menor admiración de D. Francisco en aquella casa, en la cual no escaseaban los motivos de asombro. Nunca había visto él casa más limpia. En los suelos, alfombrados tan sólo á trozos, se podía comer; en las paredes no se veía ni una mota de suciedad; los metales echaban chispas... ¡Y tal prodigio era realizado por personas que, según expresión de doña Lupe, no tenían más que el cielo y la tierra! ¿Qué milagros harían para mantenerse?... ¿De dónde sacaban el dinero para la compra? ¿Tendrían trampas? ¡Con qué artes maravillosas estirarían la triste peseta, el tristísimo perro grande ó chico! ¡Había que verlo, había que estudiarlo y meterse hasta el cuello en aquella lección soberana de la vida! Todo esto lo pensaba el prestamista, mientras Rafael se tomaba el caldo después de ofrecerle.

      —¿Quiere usted, D. Francisco, un poquito de caldo?—le dijo Cruz.

      —¡Oh, no! Gracias, señora.

      —Mire usted que es bueno... Es lo único bueno de nuestra cocina de pobres...

      —Gracias... Se lo estimo...

      —Pues vino no podemos ofrecerle. Á éste no le sienta bien, y nosotras no lo gastamos por mil y quinientas razones, de las cuales con que usted comprenda una sola, basta.

      —Gracias, señora doña Cruz. Tampoco yo bebo vino más que los domingos y fiestas de guardar.

      —¡Vea usted qué cosa tan rara!—dijo el ciego.—Cuando perdí la vista, tomé en aborrecimiento el vino. Podría creerse que el vino y la luz eran hermanos gemelos, y que á un tiempo, por un solo movimiento de escape, huían de mí.

      Fáltame decir que Rafael del Águila seguía en edad á su hermana Cruz. Había pasado de los treinta y cinco años; mas la ceguera, que le atacó el 83, y la inmovilidad y tristeza consiguientes parecían haber detenido el curso de la edad, dejándole como embalsamado, con su representación indecisa de treinta años, sin lozanía en el rostro, pero también sin canas ni arrugas, la vida como estancada, suspensa, semejando en cierto modo á la inmovilidad insana y verdosa de aguas sin corriente.

      Gustaba el pobre ciego de la amenidad en la conversación. Narraba con gracejo cosas de sus tiempos de vista, y pedía informes de los sucesos corrientes. Algo hablaron aquel día de doña Lupe; pero Torquemada no se interesó poco ni mucho en lo que de su amiga se dijo, porque embargaban su espíritu las confusas ideas y reflexiones sobre aquella casa y sus tres moradores. Habría deseado explicarse con las dos damas, hacerles mil preguntas, sacarles á tirones del cuerpo sus endiablados secretos económicos, que debían de constituir toda una ley, algo así como la Biblia, un código supremo, guía y faro eterno de pobres vergonzantes.

      Aunque bien conocía el avaro que se prolongaba más de la cuenta la visita, no sabía cómo cortarla, ni en qué forma desenvainar el pagaré y los dineros, pues esto, sin saber por qué, se le representaba como un acto vituperable, equivalente á sacar un revólver y apuntar con él á las dos señoras del Águila. Nunca había sentido tan vivamente la cortedad del negocio, que esto y no otra cosa era su perplejidad; siempre embistió con ánimo tranquilo y conciencia firme de su derecho á los que por fas ó por nefas necesitaban de su auxilio para salir de apuros. Dos ó tres veces echó mano al bolsillo, y se le vino al pico de la lengua el sacramental introito: «Conque señoras...», y otras tantas la desmayada voluntad no llegó á la ejecución del intento. Era miedo, verdadero temor de faltar al respeto á la infeliz cuanto hidalga familia. La suerte suya fué que Cruz, bien porque conociera su apuro, bien porque deseara verle partir, tomó la iniciativa, diciéndole: «Si á usted le parece, arreglaremos eso.» Volvieron á la sala, y allí se trató del negocio tan brevemente, que ambos parecían querer pasar por él como sobre ascuas. En Cruz era delicadeza; en Torquemada el miedo que había sentido antes, y que se le reprodujo con síntomas graves en el acto de ajustar cuentas pasadas y futuras con las pobrecitas aristócratas. Por su mente pasó como relámpago la idea de perdonar intereses en gracia de la tristísima situación de las tres dignas personas... Pero no fué más que un relámpago, un chispazo, sin intensidad ni duración bastantes para producir explosión en la voluntad... ¡Perdonar intereses! Si no lo había hecho nunca, ni pensó que hacerlo pudiera en ningún caso... Cierto que las señoras del Águila merecían consideraciones excepcionales; pero el abrirles mucho la mano, ¡cuidado!, sentaba un precedente funestísimo.

      Con todo, su voluntad volvió á sugerirle en el fondo, allá en el fondo del ser, el perdón de intereses. Aún hubo en la lengua un torpe conato de formular la proposición; pero no conocía él palabra fea ni bonita que tal cosa expresara, ni qué cara se había de poner al decirlo, ni hallaba manera de traer semejante idea desde los espacios obscuros de la primera intención á los claros términos del hecho real. Y para mayor tormento suyo, recordó que doña Lupe le había encargado algo referente á esto. No podía determinar su infiel memoria si la difunta había dicho perdón ó rebaja. Probablemente sería esto último, pues la de los Pavos no era ninguna derrochadora... Ello fué que en su perplejidad no supo el avaro lo que hacía, y la operación de crédito se verificó de un modo maquinal. No hizo Cruz observación alguna; Torquemada tampoco, limitándose á presentar á la señora el pagaré ya extendido para que lo firmase. Ni un gemido exhaló la víctima, ni en su noble faz pudiera observar el más listo novedad alguna. Terminado el acto, pareció aumentar el aturdimiento del prestamista, y despidiéndose grotescamente salió de la casa á tropezones, chocando como pelota en los ángulos del pasillo, metiéndose por una puerta que no era la de salida, enganchándose la americana en el cerrojo y bajando al fin casi á saltos, pues no se fijó en que eran curvas las vueltas de la escalera, y allá iba el hombre por aquellos peldaños abajo como quien rueda por un despeñadero.

      VII

       Índice

      Su confusión y atontamiento no se disiparon, como pensaba, al pisar el suelo firme de la calle; antes bien, éste no le pareció absolutamente seguro. Ni las casas guardaban su nivel, dígase lo que se dijera; tanto que por evitar que alguna se le cayera encima, ¡cuidado!, D. Francisco pasaba frecuentemente de una acera á otra. En el café de Zaragoza, donde tenía una cita con cierto colega para tratar de un embargo; en dos ó tres tiendas que visitó después, en la calle, y por fin en su propia casa, en la cual recaló ya cerca de anochecido, le perseguía una idea molesta y tenaz que sacudió de sí sin conseguir ahuyentarla; y otra vez le atacaba, como el mosquito que en la obscura alcoba desciende del techo con su trompetilla y su aguijón, y cuanto más se le ahuyenta más porfiado el indino, más burlón y sanguinario. La pícara idea concluyó por producirle una desazón indecible, que le impedía comer con el acompasado apetito de costumbre. Era una mala opinión de sí mismo, un voto unánime de todas las potencias de su alma contra su proceder de aquella mañana. Claro que él quería rebatir aquel dictamen con argumentos mil que sacaba de este y el otro rincón de su testa; pero la idea condenatoria podía más, más, y salía siempre triunfante. El hombre se entregaba al fin ante el aterrador aparato de lógica que la enemiga idea desplegaba, y dando un trastazo en la mesa con el mango del tenedor, se echó á su propia cara este apóstrofe: «Porrón de Cristo..., ¡ñales!, mal que te pese, Francisco, confiesa que hoy te has portado como un cochino.»

      Abandonó los nada limpios manteles sin probar el postre, que, según rezan las historias, era miel de la Alcarria, y tragado el último buche de agua del Lozoya se fué á su gabinete, mandando á la tarasca, su sirviente, que le llevase la lámpara de petróleo. Paseándose desde la cama al

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