Torquemada en la cruz. Benito Perez Galdos

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Torquemada en la cruz - Benito Perez  Galdos

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lo que él decía, alguna ocasión había de llegar en que fuera indispensable tener un rasgo. Él jamás tuvo ningún rasgo, ni había hecho nunca más que apretar, apretar y apretar. Ya era tiempo de abrir un poco la mano, pues había llegado á reunir, trabajando á pulso, una fortuna que... Vamos, era más rico de lo que él mismo pensaba; poseía casas, tierras, valores del Estado, créditos mil, todos cobrables, dineros colocados con primera hipoteca, dineros prestados á militares y civiles con retención de paga, cuenta corriente en el Banco de España; tenía cuadros de gran mérito, tapices, sin fin de alhajas valiosísimas; era, hablando bien y pronto, un hombre opíparo, vamos al decir, opulento... ¿Qué inconveniente había, pues, en darse un poco de lustre con las señoras del Águila, tan buenas y finas, damas, en una palabra, cual él nunca las había visto? Ya era tiempo de tirar para caballero, con pulso y medida, ¡cuidado!, y de presentarse ante el mundo, no ya como el prestamista sanguijuela, que no va más que á chupar y á chupar, sino como un señor de su posición, que sabe ser generoso cuando le sale de las narices el serlo. ¡Y qué demonio!, todo era cuestión de unas sucias pesetas, y con ellas ó sin ellas él no sería ni más rico ni más pobre. Total, que había sido un puerco, y se privaba de la satisfacción de que aquellas damas le guardaran gratitud y le tuvieran en más de lo que le tenía el común de los deudores... Porque las circunstancias habían cambiado para él con el fabuloso aumento de riqueza: se sentía vagamente ascendido á una categoría social superior; llegaban á su nariz tufos de grandeza y de caballería, quiere decirse, de caballerosidad... Imposible afianzarse en aquel estado superior sin que sus costumbres variaran, y sin dar un poco de mano á todas aquellas artes innobles de la tacañería. ¡Si hasta para el negocio le convenía una miaja de rumbo y liberalidad; hasta para el negocio..., ¡ñales!, porque cuando se marcara más aquella transformación á que abocado se sentía por la fuerza de los hechos, forzoso era que acomodara sus procederes al nuevo estado!... En fin, había que ver cómo se enmendaba el error cometido... Difícil era, ¡re-Cristo!, porque ¿con qué incumbencia se presentaba él nuevamente allá? ¿Qué les iba á decir? Aunque parezca extraño, no encontraba el hombre, con toda su agudeza, términos hábiles para formular el perdón de intereses. Infinitos recursos de palabra poseía para lo contrario; pero del lenguaje de la generosidad no conocía ni de oídas un solo vocablo.

      Toda la prima noche se estuvo atormentando con aquellas ideas. Su hija Rufinita y su yerno estuvieron á visitarle, y achacaron su inquietud á motivos enteramente contrarios á los verdaderos. «Á tu papá le han arreado algún timo—decía Quevedito á su esposa, cuando salían para irse al teatro á ver una función de hora.—¡Y que debe de haber sido gordo!»

      Rufina, cogida del brazo de su diminuto esposo, y rebozada en su toquilla color de rosa, iba refunfuñando por la calle:

      —Es que papá no aprende... Aprieta sin compasión; quiere sacar jugo hasta de las piedras; no perdona, no considera, no siente lástima ni del Sursum Corda, y ¿qué resulta? Que la divina Providencia se descuelga protegiendo á los malos pagadores..., y al pícaro prestamista, estacazo limpio... Papá debiera abrir los ojos; ver que con lo que tiene puede hacer otros papeles en el mundo; subirse á la esfera de los hombres ricos, usar levita inglesa y darse mucha importancia. ¡Vamos que vivir en una casa de corredor, y no tratar más que con gansos, y vestir tan á la pata la llana! Esto no está bien, ni medio bien. Verdad que á nosotros ¿qué nos va ni nos viene? Allá se entienda; pero es mi padre, y me gustaría verle en otra conformidad... Voy á lo que iba: papá estruja demasiado, ahoga al pobre, y... hay Dios en el cielo, que está mirando donde se cometen injusticias para levantar el palo. Claro, ve que mi padre es una fiera para la cobranza, y allá va el garrotazo... Vete á saber lo que habrá pasado hoy: alguno que no paga ni á tiros, y al ir á embargarle se han encontrado con cuatro trastos viejos que no valen ni las diligencias... Ó alguno que ha hecho la gracia de morirse dejando á mi padre colgado; en fin, qué sé yo lo que será... Lo que digo: que á Dios no le hace maldita gracia que papá sea tan atroz, y le dice... «¡eh, cuidado...!»

      VIII

       Índice

      Desde la muerte de su hijo Valentín, de triste memoria, Torquemada se arregló una vivienda en el principal de la casa de corredor que poseía en la calle de San Blas. Juntando los dos cuartitos principales del exterior, le resultó una huronera bastante capaz, con más piezas de las que él necesitaba, todo muy recogido, tortuoso y estrecho, verdadera vivienda celular en la cual se acomodaba muy á gusto, como si en cada uno de aquellos escondrijos sintiera el molde de su cuerpo. Á Rufina le dió casa en otra de su propiedad, pues aunque hija y yerno eran dos pedazos de pan, se encontraba mejor solo que bien acompañado. Había dado Rufinita en la tecla de refitolear los negocios de su padre, de echarle tal cual sermoncillo por su avaricia, y él no admitía bromas de esta clase. Para cortarlas y hacer su santa voluntad sin intrusiones fastidiosas, que cada cual estuviese en su casa, y Dios... ó el diablo en la de todos.

      Tres piezas tan sólo de aquel pequeño laberinto servían de vivienda al tacaño, para dormir, para recibir visitas y para comer. Lo demás de la huronera teníalo relleno de muebles, tapices y otras preciosidades adquiridas en almonedas, ó compradas por un grano de anís á deudores apurados. No se desprendía de ningún vargueño, pintura, objeto de talla, abanico, marfil ó tabaquera sin obtener un buen precio, y aunque no era artista, un feliz instinto y la costumbre de manosear obras de arte le daban ciencia infalible para las compras así como para las ventas.

      En el ajuar de las habitaciones vivideras se notaba una heterogeneidad chabacana. Á los muebles de la casa matrimonial del tiempo de doña Silvia, habíanse agregado otros mejores, y algunos de ínfimo valor, desmantelados y ridículos. En las alfombras se veían pedazos riquísimos de Santa Bárbara cosidos con fieltros indecentes. Pero lo más particular de la vivienda del gran Torquemada era que, desde la muerte de su hijo, había proscrito toda estampa ó cuadro religioso en sus habitaciones. Acometido en aquella gran desgracia de un feroz escepticismo, no quería ver caras de santos ni Vírgenes, ni aun siquiera la de nuestro Redentor, ya fuese clavado en la cruz, ya arrojando del templo á los mercachifles. Nada, nada..., ¡fuera santos y santas, fuera Cristos, y hasta el mismísimo Padre Eterno, fuera!..., que el que más y el que menos todos le habían engañado como á un chino, y no sería él, ¡ñales!, quien les guardase consideración. Cortó, pues, toda clase de relaciones con el cielo, y cuantas imágenes había en la casa, sin perdonar á la misma Virgencita de la Paloma, tan venerada por doña Silvia, fueron llevadas en un gran canasto á la guardilla, donde ya se las entenderían con las arañas y ratones.

      Era tremendo el tal Torquemada en sus fanáticas inquinas religiosas, y con el mismo desdén miraba la fe cristiana que todo aquel fárrago de la Humanidad y del Gran Todo que le había enseñado Bailón. Tan mala persona era el Gran Todo como el otro, el de los curas, fabricante del mundo en siete pasteleros días, y luego... ¿para qué? Se mareaba pensando en el turris-burris de cosas sucedidas desde la creación hasta el día del cataclismo universal y del desquiciamiento de las esferas, que fué el día en que remontó su vuelo el sublime niño Valentín, tan hijo de Dios como de su padre, digan lo que quieran, y de tanto talento como cualquier Gran Todo, ó cualquier Altísimo de por allá. Creía firmemente que su hijo, arrebatado al cielo en espíritu y carne, lo ocupaba de un cabo á otro, ó en toda la extensión del espacio infinito sin fronteras... ¡Cualquiera entendía esto de no acabarse en ninguna parte los terrenos, los aires ó lo que fuesen!... Pero, ¡qué demonio!, sin meterse en medidas, él creía á pies juntillas que ó no había cielo ninguno, ni Cristo que lo fundó, ó todo lo llenaba el alma de aquel niño prodigioso, para quien fué estrecha cárcel la tierra y menguado saber todas las matemáticas que andan por estos mundos.

      Bueno. Pues con tales antecedentes se comprenderá que la única imagen que en la casa del prestamista representaba á la Divinidad, era el retrato de Valentinito, una fotografía muy bien ampliada, con marco estupendo, colgado en el testero

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