Torquemada en la cruz. Benito Perez Galdos
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Читать онлайн книгу Torquemada en la cruz - Benito Perez Galdos страница 6
—¡Ah!, no, señor... No hay esperanza.
—¿Pero usted sabe...? Hay en Madrid los grandes ópticos...
En el momento de decirlo, conoció el hombre la enormidad de su lapsus linguæ. ¡Vaya que decir ópticos por oculistas! Quiso enmendarlo; pero la señora, que al parecer no había parado mientes en el desatino, le dió fácil salida por otra parte. Pidióle permiso para ausentarse brevemente á fin de traer á su hermana, lo que á D. Francisco le supo muy bien, aunque las zozobras no tardaron en acometerle de nuevo. ¿Cómo sería la hermanita? ¿Se reiría de él? ¡Si por artes del enemigo no era tan fina como Cruz, y se espantaba de verle á él tan ordinario, tan zafiote, tan...! «Vamos, no es tanto—se dijo, estirando el cuello para verse en un espejo que frontero al sofá pendía de la pared, con inclinación hacia adelante, como haciendo una cortesía,—no es tanto... Lo que digo..., llevo muy bien mi edad, y si yo me perfilara, daría quince y raya á más de cuatro mequetrefes que no tienen más que la estampa.»
En esto estaba, cuando sintió á las dos hermanas en el pasillo disputando con cierta viveza:
—Así, mujer, ¿qué importa? ¿No ves que es de toda confianza?
—¿Pero cómo quieres que entre así? Deja siquiera que me quite el delantal.
—¿Para qué? Si somos nuestras propias criadas y nuestras propias señoras, y él lo sabe bien, ¿qué importa que te vea así? Este es un caso en que la forma no supone nada. Si estuviéramos sucias ó indecentes, bueno que no nos vieran humanos ojos. Pero á limpias nadie nos gana, y las señales del trabajo no nos hacen desmerecer á los ojos de una persona tan razonable, tan práctica, tan... sencilla. ¿Verdad, D. Francisco?
Esto lo dijo alzando la voz, ya cerca de la puerta, y el aturrullado prestamista creyó que la mejor respuesta era adelantarse á recibir airosamente á las dos damas, diciendo: «Bien, bien; nada de farándulas conmigo, que soy muy llano y tan trabajador como el primero, y desde la más tierna infancia...»
Iba á seguir diciendo que él se limpiaba sus propias botas y se barría el cuarto; pero le cortó la palabra la aparición de la segunda Águila, que le dejó embobado y suspenso.
—Mi hermana Fidela—dijo Cruz, tirando de ella por un brazo hasta vencer su resistencia.
V
—¿Qué importa que yo las vea en traje de mecánica, si ya sé que son damas y muy requetedamas?—argumentó D. Francisco, que á cada nuevo incidente se iba desentumeciendo de aquel temor que le paralizaba.—Señorita Fidela, por muchos años... ¡Si está muy bien así!... Las buenas mozas no necesitan perfiles...
—¡Oh!, perdone usted—dijo la Águila menor toda vergonzosa y confusa.—Mi hermana es así: ¡hacerme salir en esta facha..., con unas botas viejas de mi hermano, este mandil... y sin peinarme!
—Soy de confianza, y conmigo, ¡cuidado!, con Francisco Torquemada no se gastan cumplidos... ¿Y qué tal? ¿Usted buena? ¿Toda la familia buena? Lo que digo, la salud es lo primero, y en habiendo salud todo va bien. Pienso, de conformidad con ustedes, que no hay chinchorrería como el tener criadas, generalmente puercas, enredadoras, golosas, y siempre, siempre soliviantadas con los malditos novios.
Á todas éstas no le quitaba ojo á la cocinerita, que era una preciosa miniatura. Mucho más joven que su hermana, el tipo aristocrático presentaba en ella una variante harto común. Sus cabellos rubios, su color anémico, el delicado perfil, la nariz de caballete y un poquito larga, la boca limpia, el pecho de escasísimo bulto, el talle sutil, denunciaban á la señorita de estirpe, pura sangre, sin cruzamientos que vivifican, enclenque de nacimiento y desmedrada luego por una educación de estufa. Todo esto y algo más se veía bajo aquel humilde empaque de fregona, que más bien parecía invención de chicos que juegan á las máscaras.
Como la pobre niña (no tan niña ya, pues frisaba en los veintisiete) no se había penetrado aún de aquel dogma de la desgracia que prescribe el desprecio de toda presunción, esfuerzo grande le costaba el presentarse en tal facha ante personas desconocidas. Tardó bastante en aplomarse delante de Torquemada, el cual, acá para inter nos, le pareció un solemne ganso.
—El señor—indicó la hermana mayor—era grande amigo de doña Lupe.
—¡Pobrecita! ¡Qué cariño nos tomó!—dijo Fidela, sentándose en la silla más próxima á la puerta y escondiendo sus pies tan mal calzados.—Cuando Cruz trajo la noticia de que había muerto la pobre señora, ¡sentí una aflicción...! ¡Dios mío!, nos vimos más desamparadas en aquel instante, más solas... La última esperanza, el último cariño se nos iban también, y me pareció ver allá, allá lejos una mano arrugadita que nos hacía... (doblando los dedos á estilo de despedida infantil) así, así...
—Pues ésta—pensó el avaro, de admiración en admiración—también se explica. ¡Ñales!, ¡qué par de picos de oro!
—Pero Dios no nos desampara—afirmó Cruz denegando expresivamente con su dedo índice,—y dice que no, que no, que no nos quiere desamparar, aunque el mundo entero en ello se empeñe.
—Y cuando nos vemos más solas, más rodeadas de tinieblas, asoma un rayito de sol, que va entrando, entrando, y...
—Esto va conmigo. Yo soy ese sol...—dijo para su sayo Torquemada; y en alta voz:—Sí, señoras, pienso lo mismo. La suerte protege al que trabaja... ¡Vaya, que esta señorita tan delicada meterse en el materialismo de una cocina!
—Y lo peor es que no sirvo—dijo Fidela.—Gracias que ésta me enseña...
—¡Ah! ¿La enseña doña Cruz?... ¡Qué bien!
—No, no quiere decir esto que yo aprenda... Empieza ella por no ser una eminencia ni mucho menos. Yo me aplico, eso sí; ¡pero soy muy distraída y hago cada barbaridad...!
—Bueno, ¿y qué?—indicó la mayor en tono festivo.—Como no cocinamos para huéspedes exigentes, como esto no es hotel y sólo tenemos que gustarnos á nosotras mismas, cuantas faltas se cometan están de antemano perdonadas.
—Y una vez porque sale crudo, otras porque sale quemado, ello es que siempre tenemos diversión en la mesa.
—Y en fin, que nos resulta una salsa con que no contamos: la alegría.
—Que no se compra en ninguna tienda—dijo Torquemada muy gozoso de haber comprendido la figura.—Justo y cabal. Que me den á mí esa salsa, y le meto el diente á todas las malas comidas de la cristiandad. Pero usted, señorita Fidela, dice que guisa mal por modestia... ¡Ah!, ya quisieran más de cuatro...
—No, no; lo hago malditamente. Y puede usted creerme—añadió con la expresión viva, que era quizás la más visible semejanza que tenía con Cruz,—puede usted creerme que me gustaría mucho cocinar bien; pero muchísimo. Sí, sí; el arte culinario paréceme un arte digno del mayor respeto, y que debe estudiarse por principios y practicarse con seriedad.
—¡Como que debiera ser parte principal de la educación!—afirmó Cruz del Águila.
—Lo que digo—apuntó Torquemada:—debieran