Torquemada en la cruz. Benito Perez Galdos

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Torquemada en la cruz - Benito Perez  Galdos

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que no sintiese la muerte de su amiga: pasados algunos minutos después de oído aquel lúgubre transit, notó un gran vacío en su existencia. Sin duda doña Lupe le había de hacer mucha falta, y no encontraría él á la vuelta de una esquina quien con tanta cordura y desinterés le aconsejase en todos sus negocios. Caviloso y triste, midiendo con vago mirar del espíritu las extensiones de aquella soledad en que se quedaba, recorrió la casa, dando órdenes para lo que restaba que hacer. No faltaron allí parientes, deudos y vecinas que, con buena voluntad y todo el cariño que se merecía la difunta, le hicieran los últimos honores, ésta rezando cuanto sabía, aquélla ayudando á vestirla con el hábito del Carmen. De acuerdo con el presbítero Rubín, dictó D. Francisco acertadas disposiciones para el entierro; y cuando estuvo seguro de que todo saldría conforme á los deseos de la finada y al decoro de la familia y de él mismo, pues como amigo tan antiguo y principal, al par de la propia familia se contaba, retiróse á su domicilio, echando suspiros por la escalera abajo y por la calle adelante. Ya despuntaba la aurora, y aún se oían, á lo largo de las calles obscuras, pitidos de pitos del Santo, sonando estridentes por haberse cascado el tubo de vidrio. Oía también D. Francisco pasos arrastrados de trasnochantes y pasos ligeros de madrugadores. Sin hablar con nadie ni detenerse en parte alguna, llegó á su casa en la calle de San Blas, esquina á la de la Leche.

       Índice

      Sin permitirse más descanso que unas cinco horas de catre y hora y media más para desayuno, cepillar la ropita negra y ponérsela, calzarse las botas nuevas y echar un ojo á los intereses, volvió el usurero á la casa mortuoria, recelando que no harían poca falta allí su presencia y autoridad, porque las amigas todo lo embarullaban, y el sobrino cura no era hombre para resolver cualquier dificultad que sobreviniese. Por fortuna, todo iba por los trámites ordinarios. Doña Lupe, de cuerpo presente en la sala, dormía el primer sueño de la eternidad, rodeada de un duelo discreto y como de oficio. Los parientes lo habían tomado con calma, y la criada y la portera mostraban una tendencia al consuelo que había de acentuarse más cuando se llevasen el cadáver. Nicolás Rubín hociqueaba en su breviario con cierto recogimiento, entreverando esta santa ocupación con frecuentes escapatorias á la cocina, para poner al estómago los reparos que su debilidad crónica y el cansancio de la noche en claro exigían.

      De cuantas personas había en la casa, la que expresaba pena más sincera y del corazón era una señora que Torquemada no conocía; alta, de cabellos blancos prematuros, pues su rostro cuarentón y todavía fresco no armonizaba con la canicie sino en el concepto de que ésta fuese gracia y adorno más que signo de vejez; bien vestida de negro, con sombrero que á D. Francisco le pareció una de las prendas más elegantes que había visto en su vida; señora de aspecto noble hasta la pared de enfrente, con guantes, calzado fino, de pie pequeño, toda ella pulcra, decente, requetefina, despidiendo de su persona lo que Torquemada llamaba olorcillo de aristocracia. Después de rezar un ratito junto al cadáver pasó la desconocida al gabinete, adonde la siguió el avaro deseoso de meter baza con ella, haciéndole comprender que él, entre tanta gente ordinaria, sabía distinguir lo fino y honrarlo. Sentóse la dama en un sofá, enjugando sus lágrimas, que parecían verdaderas, y viendo que aquel estafermo se le acercaba sombrero en mano, le tuvo por representación de la familia, que hacía los honores de la casa.

      —Gracias—le dijo,—estoy bien aquí... ¡Ay, qué amiga hemos perdido!

      Y otra vez lágrimas, á las que contestó el prestamista con un suspiro gordo, que no le costó trabajo sacar de sus recios pulmones.

      —¡Sí, señora, sí, qué amiga, qué sujeta tan excelente!... ¡Como disposición para el manejo..., pues..., y como honradez á carta cabal, no había quien le descalzara el zapato! ¡Siempre mirando por el interés y haciendo todas las cosas como es debido!... Para mí es una pérdida...

      —¿Y para mí?—agregó la dama con vivo desconsuelo.—Entre tanta tribulación, con los horizontes cerrados por todas partes, sólo doña Lupe nos consolaba, nos abría un huequecito por donde viéramos lucir algo de esperanza. Cuatro días hace, cuando creíamos que la maldita enfermedad iba ya vencida, nos hizo un favor que nunca le pagaremos...

      Aquello de no pagar nunca sonó mal en los oídos de Torquemada. ¿Acaso era un préstamo el favor indicado por la aristócrata?

      —Cuatro días hace me hallaba yo en mi finca de Cadalso de los Vidrios—dijo, haciendo una o redondita con dos dedos de la mano derecha—sin sospechar tan siquiera la gravedad, y cuando me escribió el sobrino sobre la gravedad, vine corriendo. ¡Pobrecita! Desde el 13 por la noche, su caletre, que siempre fué como un reloj, ya no marchaba, no, señora. Tan pronto le decía á usted cosas que eran como los chorros de la verdad, tan pronto salía con otras que el demonio las entendiera. Todo el día 14 se lo pasó en una tecla, que me habría vuelto tarumba si no tuviera un servidor de usted la cabeza más firme que un yunque. ¿Qué locura condenada se le metió en la jícara barruntándole ya la muerte? Figúrese si estaría tocada la pobrecita, que me cogió por su cuenta, y después de recomendarme á unas amigas suyas, á quienes tiene dado á préstamo algunos reales, se empeñaba en...

      —En que usted ampliase el préstamo rebajando intereses...

      —No, no era eso. Digo, eso y algo más: una idea estrafalaria, que me habría hecho gracia si hubiera estado el tiempo para bromas. Pues... esas amigas de la difunta son unas que se apellidan Águilas, señoras de buenos principios según oí, pobres porfiadas á mi entender... Pues la matraca de doña Lupe era que yo me había de casar con una de las Águilas, no sé cuál de ellas, y hasta que cerró la pestaña me tuvo en el suplicio de Tártaro con aquellos disparates.

      —Disparates, sí—dijo la señora gravemente;—pero en ellos se ve la nobleza de su intención. ¡Pobre doña Lupe! No le guarde usted rencor por un delirio. ¡Nos quería tanto!... ¡Se interesaba tanto por nosotras!...

      Suspenso y cortado, D. Francisco contemplaba á la señorona sin saber qué decirle.

      —Sí—añadió ésta con bondad, ayudándole á salir del mal paso.—Esas Águilas somos nosotras, mi hermana y yo. Yo soy el Águila mayor... Cruz del Águila... No, no se corte; ya sé que no ha querido ofendernos con eso del supuesto casorio... Tampoco me lastima que nos haya llamado pobres porfiadas...

      —Señora, yo no sabía..., perdóneme.

      —Claro, no me conocía, nunca me vió, ni yo tuve el gusto de conocerle... hasta ahora, pues por las trazas paréceme que hablo con el señor D. Francisco Torquemada.

      —Para servir á usted...—balbució el prestamista, que se habría dado un bofetón en castigo de su torpeza.—¿Conque usted...? Muy señora mía, haga cuenta que no he dicho nada. Lo de pobres...

      —Es verdad, y no me ofende. Lo de porfiadas se lo perdono: ha sido una ligereza de esas que se escapan á las personas más comedidas cuando hablan de lo que desconocen...

      —Cierto.

      —Y lo del casamiento, tengámoslo por una broma, mejor dicho, por un delirio de moribundo. Tanto como á usted le sorprende esa idea nos sorprende á nosotras.

      —Y era una idea sola, una idea clavada que le cogía todo el hueco de la cabeza, y en ella estaba como embutido todo su talento... ¡Y lo decía con un alma! Y era, no ya recomendación, sino un suplicar, un rogar como se pide á Dios que nos ampare... Y para que se muriera tranquila tuve que prometerle que sí... ¡Ya ve usted qué desatino!... Digo que es desatino, en el sentido de... Por lo demás, como honra para mí, ¡cuidado!, supóngase

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