Torquemada en la cruz. Benito Perez Galdos

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Torquemada en la cruz - Benito Perez  Galdos

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quietud de miembros, precursora de la del sepulcro, con toda la vida que le restaba asomándose á los ojos, otra vez vivos y habladores, comprendió Torquemada que su amiga quería hablarle y no podía. Ligera contracción de los músculos de la cara indicaba el esfuerzo para romper el lúgubre silencio. La lengua al fin, pellizcada por la voluntad, se despegó, y allá fueron algunas frases, que sólo D. Francisco, con su sutil oído y su conocimiento de cuanto pudiera pensar y decir la de los Pavos, podía entender.

      —Sosiéguese ahora...—le dijo.—Tiempo tenemos de hablar todo lo que nos dé la gana sobre esa incumbencia.

      —Prométame hacer lo que le dije, D. Francisco—murmuró la enferma alargando una mano como si quisiera tomar juramento.—Hágalo por Dios...

      —Pero, señora... ¿Usted sabe...? ¿Cómo quiere que...?

      —¿Y cree usted que yo, su amiga leal—dijo la viuda de Jáuregui, recobrando como por milagro toda su facilidad de palabra,—puedo engañarle? En ningún caso le aconsejaría cosa contraria á sus intereses; menos ahora, cuando veo las puertas de la eternidad abiertas de par en par delante de mí..., cuando siento dentro de mi pobre alma la verdad, sí, la verdad, Sr. D. Francisco, pues desde que recibí al Señor... Si no me falla la memoria, ha sido ayer por la mañana.

      —No, señora; ha sido hoy, á las diez en punto—replicó él, satisfecho de rectificar un error cronológico.

      —Pues mejor: ¿había yo de engañarle... con el Señor acabadito de tomar? Oiga la santa palabra de su amiga, que ya le habla desde el otro mundo, desde la región de..., de la...

      Tentativa frustrada de dar un giro poético á la frase.

      —Y añadiré que lo que le predico le vendrá de perillas para el cuerpo y para el alma; como que resultará un buen negocio, y una obra de misericordia en toda la extensión de la palabra... ¿No lo cree?...

      —¡Oh!, yo no digo que...

      —Usted no me cree..., y algún día le ha de pesar si no lo hace... ¡Que siento morirme sin que podamos hablar largamente de esta peripecia! Pero usted se eternizó en Cadalso de los Vidrios, y yo en este camastro consumiéndome de impaciencia por echarle la vista encima.

      —No pensé que estuviera usted tan malita. Hubiera venido antes.

      —¡Y me moriré sin poder convencerle!... Don Francisco, reflexione, haga caso de mí, que siempre le he aconsejado bien. Y para que usted lo sepa, todo moribundo es un oráculo, y yo muriéndome le digo: Sr. D. Paco, no vacile un momento, cierre los ojos y...

      Pausa motivada por un ligero amago. Intermedio de visita del médico, el cual receta otra pócima, y al partir, en el recodo del pasillo, pronostica, con sólo alargar los labios y mover la cabeza, un desenlace fúnebre. Intermedio de expectación y de friegas desesperadas. Don Francisco, desfallecido, pasa al comedor, donde en colaboración con Nicolás Rubín, sobrino de la enferma, despacha una tortilla con cebolla, preparada por la sirviente en menos que canta un gallo. Á las doce, doña Lupe, inmóvil y con los ojos vigilantes, pronunciaba frases de claro sentido, pero sin correlación entre sí, truncadas, sin principio las unas, sin fin las otras. Era como si se hubiera roto en mil pedazos el manuscrito de un sabio discurso, convirtiéndolo en papeletas, que después de bien revueltas en un sombrero, se iban sacando á semejanza del juego de los estrechos. Oíala Torquemada con profunda pena, viendo cómo se desbandaban las ideas en aquel superior talento, palomar hundido y destechado ya.

      —Las buenas obras son la riqueza perdurable, la única que, al morirse una, pasa á la cuenta corriente del cielo... En la puerta del purgatorio le dan á una una chapa, y luego, el día que se saca ánima, cantan: «número tantos», y sale la que le toca... La vida es muy corta. Se muere una cuando cree que todavía está naciendo. Debieran darle á una tiempo para enmendar sus equivocaciones... ¡Qué barbaridad! Con el pan á doce y el vino á seis, ¿cómo quieren que haya virtud? La masa obrera quiere ser virtuosa y no la dejan. Que San Pedro bendito mande cerrar las tabernas á las nueve de la noche, y veremos... Voy pensando que el morirse es un bien, porque si una viviera siempre y no hubiese entierros ni funerales, ¿qué comerían los ministros del Señor?... Veintiocho y ocho debieran ser cuarenta; pero no son más que treinta y seis... Eso por andar la aritmética, desde que el mundo es mundo, tan mal apañada, en manos de maestros de escuela y de pasantes que siempre tiran á la miseria, á que triunfe lo poco y lo mucho se... fastidie.

      Tuvo un ratito de lucidez, en el cual, mirando cariñosamente á su compinche, que junto al lecho era un verdadero espantajo de conmiseración silenciosa, volvió al tema de antes con igual insistencia: «Mire que me voy persuadida de que lo hará... No, no menee la cabeza...»

      —Pero si no la meneo, mi señora doña Lupe, ó la meneo para decir que sí.

      —¡Oh, qué alegría! ¿Qué ha dicho?

      Torquemada afirmaba, sin reparo de falsificar sus intenciones ante un moribundo. Bien se podía consolar con un caritativo embuste á quien no había de volver á pedir cuenta de la promesa no cumplida.

      —Sí; sí, señora—agregó,—muérase tranquila...; digo, no; no hay que morirse..., ¡cuidado! Quiero decir, que se duerma con toda tranquilidad... Conque... á dormirnos tocan.

      Doña Lupe cerró los ojos; pero no tardó en abrirlos otra vez, trayendo con el resplandor de ellos una idea nueva, la última, recogida de prisa y corriendo, como un bulto olvidado que el viajero descubre en un rincón en el momento de partir. «¡Si sabré yo lo que me pesco al recomendarle que se junte con esa familia! Debe hacerlo por conciencia, y si me apura, hasta por egoísmo. ¿Usted sabe, usted sabe lo que puede sobrevenir?» Hizo esta pregunta con tanto énfasis, moviendo ambos brazos en dirección del asustado rostro del prestamista, que éste se previno para sujetarla, viendo venir otro delirio con traqueteo epiléptico. «¡Ay!—añadió la señora clavando en Torquemada una mirada maternal,—yo veo claro lo que ha de sobrevenir, porque el Señor me permite adivinar las cosas que á usted le convienen..., y adivino que con su ayuda ganarán mis amigas el pleito... Como que es de justicia que lo ganen. ¡Pobre familia! Mi Sr. D. Francisco les lleva la suerte... Arrimamos el hombro, y pleito ganado. La parte contraria hecha un trapo miserable, y usted... No, no se han inventado todavía los números con que poder contar los millones que va usted á tener... ¡Perro, si no lo merece, por testarudo y por los moños que se pone!... ¡Menudo pleitazo! Sepa (bajando la voz, en tono de confidencia misteriosa), sepa D. Francisco que cuando lo ganen, poseerán todita la huerta de Valencia, toditas las minas de Bilbao, medio Madrid en casas y dos terceras partes de la Habana, en casas también... Ítem, una faja de terreno de veintitantas leguas de Colmenar de Oreja para allá, y tantas acciones del Banco de España como días y noches tiene el año; con más siete vapores grandes, grandes, y la mitad próximamente de las fábricas de Cataluña... Ainda mais: el coche correo de colleras que va de Molina de Aragón á Sigüenza, un panteón soberbio en Cabra y no sé si treinta ó treinta y cinco ingenios, los mejorcitos, de la isla de Cuba...; y añada usted la mitad del dinero que trajeron los galeones de América, y todo el tabaco que da la Vuelta Abajo y la Vuelta Arriba y la Vuelta grande del Retiro...»

      Ya no dijo más, ó no pudo entender don Francisco las cláusulas incoherentes que siguieron, y que terminaron en gemidos cadenciosos. Mientras doña Lupe agonizaba, paseábase en el gabinete próximo, con la cabeza mareada de tanto ingenio de Cuba y de tanto galeón de América como le metió en ella, con exaltación de moribunda delirante, su infeliz amiga.

      La cual tiró hasta las tres de la mañana. Hallábase mi hombre en la sala, hablando con una vecina, cuando entró el clérigo Nicolás Rubín, y consternado, pero sin perder su pedantería

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