El tiempo en un hilo. Maruja Moragas Freixa

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El tiempo en un hilo - Maruja Moragas Freixa страница 11

El tiempo en un hilo - Maruja Moragas Freixa Biografías y Testimonios

Скачать книгу

el tiempo: decidí que podía rezar las tres partes del rosario, ofreciéndolas por un montón de personas.

      Los médicos iniciaron en seguida las sesiones de radioterapia, que me dejaron planchada durante unas semanas. Pero mis amigas seguían todas animándome y diciéndome que tenía buen aspecto y que adelante.

      El resultado del TAC supuso un revés para mí, porque se vio que la primera medicación no había funcionado. Lloré de frustración y de pena por mis hijos, porque pensé que en cuatro días iban a quedarse solos. Se lo dije a mis hermanas y me contestaron que no me preocupara; ellas seguían allí. Seguía en un pozo, no tenía tiempo para nada de lo que me hubiera gustado hacer. Ya no veía salida, todo iba mal, no podría volver a escribir y tampoco vería a mis nietos. Solo a los recaudadores de impuestos quedándose con lo poco que fuera a dejar a mis hijos, y esto aún me ponía de peor humor.

      Para colmo, me dio por pensar en el purgatorio: me veía allí siglos y siglos. Mª Carmen puso orden de nuevo: «Bueno, ya vale. Todo son tentaciones. Sácatelas de encima como si fuera un murciélago, de un manotazo». Me hablaba en positivo: del Cielo, de la gente que se confiesa, de la fe, del amor de Dios, de las indulgencias que podía ir ganando. «No te preocupes para nada», insistía.

      La aparición de esos segundos tumores hizo que todos nos pusiéramos las pilas. Reuní a mis hijos y les dije que quería dejar los temas patrimoniales arreglados. Un amigo nuestro, notario, nos ayudó. A veces descuidamos los temas materiales y no los afrontamos hasta sus últimas consecuencias, por lo que, a menudo, dejamos los problemas a los que se quedan. Una amiga mía me contaba que su padre murió de repente y ahora tenían un lío monumental con sus hermanos por el patrimonio. Yo no quería en absoluto que mis hijos tuvieran el más mínimo lío, así que, con tiempo, nos pusimos entre todos a arreglar las cosas.

      Veía que Dios me daba tiempo para poner orden en lo necesario, con prisas pero sin pausas. Si luego decidía que es mejor que siguiera en este mundo no perdía nada: todo estaría ya arreglado. Ahora, un par de meses más tarde, debo decir que, con mis hijos y nueras, nos hemos unido mucho más, precisamente por haber afrontado todos juntos los problemas: la confianza ha crecido y entre todos hemos establecido criterios de actuación.

      Después de la primera sesión de radioterapia, recibí la primera noticia buena en mucho tiempo: iba a ser abuela por primera vez. Dios aprieta, pero no ahoga. Ese niño o niña va a ser el primer bisnieto para las dos familias, así que mi cabeza se ocupaba ya de otras cosas, francamente mucho más agradables. Desde entonces, no hacemos más que mirar las ecografías que, mes a mes, nos muestran mi nuera y mi hijo.

      Al cabo de unos días, con la decisión de vivir ya tomada, el mapa a seguir se fue despejando un poco. Unas amigas me pidieron: «Escribe tu biografía». Las miré con cara de sorpresa: «Pero, ¿no veis cómo estoy?», repetía. Yo no sabía por qué ni para qué, ni qué interés podía tener para nadie, pero ellas insistían. Una de ellas me indicó: «Has estudiado mucho y te han pasado muchas cosas en los últimos años. A lo mejor las dos cosas combinadas le sirven a alguien para algo...».

      Quizás tuvieran razón, pero yo tenía muy pocas ganas de hablar de la enfermedad. No tenía ni la más remota idea de lo que representaba una enfermedad tan seria como la que tengo, ni conocía tampoco el terreno que pisaba. Además, tenía que sobrevivir. Tenía óptimas razones para ello: una misión a medio terminar, unos hijos a los que quería acompañar, una familia de la que tirar, unos amigos buenísimos y tres libros por escribir. Ante mí tenía, además, una sociedad a la que veía devastada y por la que sentía que tenía que hacer algo. Y no tenía las más mínimas ganas de ponerme a escribir ninguna biografía en medio de tanto jaleo.

      Fue Mª Carmen la que más me animó y quien incluso me dio ideas de cómo empezar a hacerlo, porque yo vivía entre nubes y estaba postrada en la cama. Cuando ella me lo pidió vi que no tenía escapatoria. Me puse a escribir sin tener claro de qué iba a hablar. Sabía que Dios estaba detrás de todo ello, y tenía más que comprobado que era el único que nunca se equivocaba. Me reía ante su audacia. Solo a Dios se le puede ocurrir pedir cosas así en los momentos aparentemente más inoportunos.

      Mi familia me veía con el ordenador, pero yo no les decía lo que estaba haciendo: bastante estaban pasando ya. Hubieran pensado que el shock me había dejado loca de remate. Decidí empezar a guardar memorias en distintas carpetas, que iría arreglando a medida que el libro fuera creciendo. Sin saberlo, había puesto el norte a mi enfermedad. Al cabo de un par de meses, me fui dando cuenta de la importancia que tendría para mí escribir estas memorias y me fui entusiasmando. Era el para qué que necesitaba para poder afrontar con ganas la enfermedad. Tenía sentido, era otro reto y me apetecía muchísimo. Me ilusionaba pensar que en ellas podría dejar un legado a mis hijos y a mi nieto o nieta, un mapa de ruta que les ayudara a vivir, que les explicara quiénes eran y les diera ideas para ser felices. Es más: ese libro sería mi legado personal, lo de más valor que les podía dejar. Ese niño o niña, a través de las memorias de su abuela, sabría algo de ella. Y me lancé a escribir a toda velocidad: lo único que no tenía era tiempo.

      ¿En qué podría ayudar este libro a otras personas? Me parecía que a vivir la vida con ganas cuando esta se presenta llena de obstáculos que parecen insalvables. En mi vida he tenido dos buenas crisis: la de ahora y la de hace quince años, a raíz de que mi marido nos dejara. No sabía si mi autobiografía podría ayudar a otros, solo sé que he salido fortalecida de las dos, y que mi vida es mucho más llena que la que tenía antes. Tan solo por eso ya valía la pena intentar hacer el trabajo. Yo era y sigo siendo muy feliz, a pesar de todas las dificultades a las que he tenido que enfrentarme y me sigo enfrentando. Sí que es cierto que, para salir airoso de ellas, hace falta conocer una serie de trucos y no caer en un barranco. Eso es lo que pretendo enseñar al lector.

      Ocho años atrás me hicieron una histerectomía. En ese momento, una amiga me dijo que debía dejar espacio para que otras personas me ayudaran. Aunque no hubo casi oportunidad —puesto que estuve muy pocos días en la clínica—, esa frase se me quedó grabada en algún sitio del cerebro y no sé por qué me volvió hace unas semanas. Estaba habituada a ir tirando yo siempre del carro familiar, y me he dado cuenta de que ahora ya no me toca tirar sola, sino que he de dejar que otros se hagan también cargo de él. Me parece que es casi un derecho que tienen los demás: cualquier persona necesita hacer cosas buenas por otros y tener ahí un espacio de mejora. Así que he optado porque todos tengan iniciativas y dejarles hacer. Lo que en absoluto pensé era que sería el centro alrededor del que todo giraría. Sin embargo, había llegado su turno. Me sentía como san Pedro al que Jesús decía: «otros te llevarán donde tú no quieres». Dejé que me condujeran. Ellos, mis hijos, mis nueras y mi madre, hacen los planes y yo obedezco.

      Pero nuestro mundo no comprende esto, solo mira el yo, yo y yo. La ayuda es interpretada como un signo de debilidad, cuando en realidad supone humildad, porque cuesta dejar que te ayuden, dejarse llevar y no mandar. Sin embargo, por ahí se crece también. Los niños deben ver que se hacen cosas buenas por los enfermos, los débiles y los abuelos.

      Mi alegría ha ido creciendo conforme pasa el tiempo. Todos han ido asumiendo nuevos roles, han madurado, se han dado cuenta de qué pueden aportar. Todos se han ido implicando más

Скачать книгу