El tiempo en un hilo. Maruja Moragas Freixa

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El tiempo en un hilo - Maruja Moragas Freixa Biografías y Testimonios

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en mi mochila para afrontar la enfermedad

      En la crisis más profunda que he vivido apenas contaba con recursos. Es más, ni siquiera sabía que existieran. Lo más evidente es que de ella saqué cosas muy, muy buenas. A veces tanto, que me parecía mentira que de semejantes males pudieran salir tales bienes.

      Por eso, cuando me dieron la noticia de mi enfermedad ya no me cogió desprevenida como la primera vez. Ahora sabía luchar, aunque no me apeteciera hacerlo. Sabía con qué recursos contaba y con cuáles no. Tenía experiencia sobre lo que debía y lo que no debía hacer para sobrevivir. Había aprendido a conocerme, a navegar en medio de aguas turbulentas y tenía los depósitos llenos, como explicaré en un próximo capítulo. Esta vez sí era consciente de que se precisan recursos para afrontar las crisis:

      1 Recursos materiales y físicos

      2 Recursos emocionales: sensibilidad, sentimientos

      3 Recursos sociales

      4 Recursos intelectuales (desarrollo de la inteligencia y de la voluntad)

      5 Recursos espirituales (amor, belleza, bien, verdad)

      Empecé tirando de los recursos espirituales, porque los tenía muy a mano. Cristo y yo somos buenos amigos desde hace muchos años. A veces me pide cosas que ni puedo comprender, pero le sigo: casi me divierte seguir ideas fuera de lo corriente. Creo que en las enfermedades graves los creyentes solemos contar con ventaja, porque les damos un sentido que nos permite vivir tranquilos. Además, me acompañaban desde hacía años buenísimas amigas. Todas estaban ahí, las conocía bien. Sabía cuáles de ellas serían mis puntales y a qué tipo de gente no debía escuchar. También había ido aprendiendo de mi trabajo profesional los distintos tipos de recursos que tenemos las personas: los puntos fuertes y áreas de mejora. Y tenía en mi cabeza un modelo conceptual antropológico muy potente y claro: solo debía seguirlo.

      Cuando se padece una grave enfermedad como la mía, se bendice el país en que se ha nacido y vivido. Nos quejamos mucho, pero, por suerte, la Seguridad Social y las mutuas siguen pagando los tratamientos. Si no hubiera sido así, me habría tocado vender mi piso. Es imposible pagar las burradas de dinero que representa una enfermedad como el cáncer, con tratamientos carísimos. Por otra parte, mi madre podía mantenerme en su casa, lo cual era otra inmensa ventaja. Y en mi trabajo entendían muy bien la gravedad de mi enfermedad, y desde el primer momento mostraron todo su apoyo. Así que todas estas preocupaciones se me quitaron de raíz y me permitieron centrarme en afrontar la enfermedad, sin que ningún otro problema lo impidiera.

      Contaba también con algunos recursos físicos: no era demasiado mayor, era muy vital y mi cuerpo aguantaba mucho. A partir de la operación fui perdiendo fuelle, porque el cáncer se fue complicando. Pero cuidaba mi físico: fisioterapia, llevaba el pelo limpio, me ponía buenas cremas y seguía todo el protocolo para el cuidado del cuerpo que me habían dado en la Residencia Sanitaria del Valle de Hebrón de Barcelona. Como iba muy pringosa, decidí comprar unas zapatillas de algodón que fueran a la lavadora. No quería abandonarme, y todos los de mi entorno me ayudaban a conseguirlo.

      Yo me cuidaba, pero desconocía mi cuerpo. Nunca lo había escuchado, era un lego en la materia y ahora pagaba las consecuencias. Aprendía por prueba y error. Descubrí que debía levantarme precisamente por el lado que me dolía. A veces encogía las piernas para saltar de la cama. Otras, para meterme en ella, me recostaba y deslizaba las piernas. Cuando el cáncer me pasó a los huesos, en Navidad, la movilidad se me complicó de una forma extraordinaria. No sabía qué hacer. Antes de moverme debía pensar cada posición, porque el dolor era muy intenso. Pero, aun así, encontré posturas que me permitían conciliar el sueño, aunque debía prestar tanta atención a todas ellas que, hasta que las encontraba, no vivía. Valoraba los puntos de apoyo: la cabeza, la cadera, los pies, las rodillas o cruzar las piernas para poder cambiar el peso del cuerpo en la cama. En enero de 2013, los médicos me dieron radioterapia y medicación contra el dolor y, poco a poco, fui recuperando la movilidad y despi­diendo una tos de bronquios que no me sacaba de encima. Hasta que tuvieron que radiarme de nuevo, al cabo de un mes, y pasar una temporada en silla de ruedas.

      Tuve además muchísima suerte con todos los médicos. Me encontré con profesionales de una pieza, gente dedicada al paciente en cuerpo y alma. Mi oncólogo, el Dr. Carles, es un buen ejemplo de ello. Cuando le agradezco sus cuidados se sorprende. «No —le contesto—, no todos los médicos son como tú, que tienes un interés real en mí: me empujas a llamarte a cualquier hora de cualquier día de la semana, me cambias la medicación a medida que me salen cosas y estás al pie del cañón como nadie». Es un médico vocacional.

      También tenía recursos sociales. Todo el mundo, por unanimidad, estaba de acuerdo en que lo que me pasaba era una faena, algo negativo. Ahora contaba con una legión de personas a mi alrededor que coincidían totalmente en que lo que me ocurría era malo, un desastre, y más siendo joven. No pasó eso en la madre de todas las crisis.

      Un nuevo tipo de gente apareció en mi vida, dándome buenos consejos: eran los especialistas en cuidar el cuerpo. Personas que sabían qué hierbas tomar, qué tipo de masajes dar, qué alimentos eran los mejores... Yo escuchaba a todo el mundo; me parecía todo una auténtica novedad.

      Poco a poco se formaba a mi alrededor el Equipo A familiar, una red tupida, cada vez más trabada y fuerte.

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