El tiempo en un hilo. Maruja Moragas Freixa

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El tiempo en un hilo - Maruja Moragas Freixa Biografías y Testimonios

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que me cuidara para que se volcara en mí. Por suerte, además, la intendencia en su casa funciona como un reloj. Tiene una buenísima asistenta que la atiende la mayor parte del día, y acababa de montar un cuarto con cama de enfermo para su hermana, mi tía Nuri, que al final no ocupó, porque falleció el invierno pasado. Y yo pensé: «Maruja, ya tienes habitación».

      Volví a la clínica a última hora de la tarde. Me recibieron los dos médicos juntos. Y yo seguía pensando: «Maruja, cómo debes de estar para que te reciban dos figuras juntas y el mismo día...». Salieron de la consulta los dos, con todas las pruebas, para deliberar: «Esperaos aquí, volvemos en seguida», nos dijeron a Gloria y a mí. Regresaron a los pocos minutos. El Dr. Alcaraz, cirujano especialista en Urología del Hospital Clínico de Barcelona, tomó la iniciativa: «Tenemos muy clara la estrategia. Clarísima. Hay que operar ya». Se dirigió a mi hermana: «Habrá que preguntar cuándo hay quirófano en la Teknon»... Y ella contestó: «Ya lo he hecho. Este lunes o el martes». Y dice Alcaraz: «El lunes a las tres». Y yo seguía pensando: «Maruja, ¡cómo estás!...». Pero su decisión y su iniciativa me tranquilizaron. Vi que estaba en las mejores manos. Providencial de nuevo. Pregunté cuál era el pronóstico. No era bueno, la supervivencia era muy baja, así que podía enfrentarme a la muerte en un período más o menos breve.

      Decidieron hacerme al día siguiente un PET y las pruebas preoperatorias. Estaban bien: el cáncer no había llegado a los huesos. Debo decir que mi hermana es la directora de la unidad de Medicina Nuclear de la Teknon, una chica risueña y amable, con mucho carácter, médico vocacional y la salvación de la familia en cuanto alguien estornuda. Pero ese día batió su propio récord: en 24 horas yo estaba diagnosticada, me habían visitado dos médicos de campanillas, tenía el preoperatorio hecho y me operaban después del fin de semana.

      Mis hijos se ocuparon de todos los trámites y papeleos: llamaron al IESE, al agente de seguros... Todo en orden. Los chicos son de mucha ayuda. Yo, que siempre he tirado sola del carro, vi que tenía hombres a mi alrededor. Y eso me relajó, porque la presión era extrema.

      El viernes a media mañana, solo 24 horas después de toda la movida, aparecí en casa de mi madre. «¿Qué haces aquí?», me preguntó, «¿No trabajas hoy?». Le contesté lo que había pasado. No hubo lloros, ni lamentos, ni nada. Le expuse hechos y soluciones. No oculté la gravedad. Le expliqué que yo estaba preparada para lo que fuera, que no sufriera, porque sabía el significado de la vida, que tenía un límite, pero que la gracia estaba en que la vida continuaba después y en otra dimensión infinitamente mejor. Mi madre es una mujer muy entera, de una generación muy fuerte, de enraizadas convicciones religiosas, y totalmente dedicada a la familia, a sus seis hijos, yerno, nueras y trece nietos. Me entendió al instante. Le pedí si podía quedarme en su casa: «Solo faltaría. Mi casa es tu casa. Aquí te cuidaremos bien. Incluso tienes la habitación preparada...». «Además —seguía mi madre—, me va mejor que estés aquí que en tu casa. Aquí puedo ver cómo estás y qué necesitas, mientras que si estuvieras en la tuya debería coger el autobús...».

      Fui a ver la habitación. Me chocó, porque me di cuenta entonces de muchos detalles en los que antes no había reparado. Por ejemplo, en la colcha. La hizo mi suegra hace años para el apartamento que teníamos en Llívia. La bajaron mi hijo Ignacio y Fara, su mujer, hace poco de Bolvir. Se la pedí para la cama de la tía Nuri, que resultó ser la mía. Y se me había olvidado. Ahora, la colcha hecha durante tanto tiempo por mi suegra, me cubriría a mí. Y me encantó.

      Cogí el coche, me fui a casa y me tumbé. El riñón empezó a sangrar cada vez más, lo mismo que el sábado. Yo pensaba: «Esto es por los meneos que te han dado. Ya estás diagnosticada y te operan el lunes, así que tranquila...». Era como una carrera de obstáculos: visualizábamos uno, nos preparábamos para saltarlo y lo saltábamos. Todo hiper-rápido, pero lo lográbamos. Las cosas se iban encarrilando. Esa noche volví a dormir bien, y he seguido haciéndolo todos los días antes, durante y después de la clínica. Y sigo haciéndolo desde entonces como un lirón.

      El sábado por la mañana, el teléfono sonaba sin parar. Lo tenía silenciado y contestaba las llamadas cuando podía. Fui a confesar, como cada sábado, y le conté al sacerdote lo que me pasaba. Él es mi confesor desde hace más de diez años y me conoce bien. «No te preocupes», me decía. «Nuestro tiempo es de Dios. Nuestra vida es un regalo. Él te quiere profundamente y estás en sus manos. Él te cuidará como siempre ha hecho». Y añadía: «Cuando te pongan en la camilla, piensa que estás tumbada de lado a lado en el altar del Señor y que Él es quien te opera valiéndose de las manos del cirujano...».

      Mis nueras Cristina y Fara me acompañaron a El Corte Inglés a comprar alguna cosa para llevarme al hospital. Las dos son muy buenas chicas, inteligentes y unos bellezones. Son trabajadoras y muy buenas profesionales, y quieren muchísimo a mis hijos. Agradezco profundamente a mis consuegros el enorme tiempo que han dedicado a sus hijas. Eso se nota. Mi madre suele decirme: «Tú no has tenido hijas, pero ¡tienes dos nueras de una pieza!». Cristina es dentista, especializada en ortodoncia. Siempre sonríe, jamás pierde la sonrisa, y tiene un sentido común aplastante. Es morena, de pelo largo y estiloso, alta y muy guapa. Le encanta celebrar en familia todos los acontecimientos: santos, cumpleaños, todo tipo de fiestas, seguida siempre entusiásticamente por Xavi, que ve en ella la perfección. Fara es rubia y con unos asombrosos ojos azul-verdosos muy claros. Se graduó en Dirección de Empresas, y dirige una pequeña empresa familiar que acaban de montar, en plena crisis, innovando en temas dentales, porque su padre y su hermano son dentistas. Ellos aportan el conocimiento científico y Fara es capaz de hacer una empresa de todo ello. Mi hijo Ignacio también les ayuda.

      Las llamadas y las visitas se sucedían. A mediodía apareció uno de mis sobrinos de Zaragoza con su novia, y se quedaron a comer, junto con unos amigos de mis hijos que querían verme y estar con nosotros. Mis nueras empezaron a encargarse de todo, como han venido haciendo desde ese momento. A media tarde vino Nuria, mi gran amiga del alma, recién aterrizada de Chile, y hablamos largo y tendido. A ella tampoco le asusta ni la muerte ni la vida. Yo lo sabía y anticipaba su reacción: incondicional, como siempre, a mi lado. Esa tarde hablamos otro rato y nos preparamos para la nueva etapa que estrenábamos: yo no podría ayudarla como había estado haciendo hasta entonces, y a ella le tocaba continuar gran parte del trabajo que ella sola había iniciado también. No nos asustamos: el hombre propone, pero Dios dispone. Sabíamos que pasara lo que pasara, eso era lo mejor. Un poco más tarde llegaron mis amigas del IESE: Esther y Mireia, y Mª Carmen, otra incondicional. Yo sangraba mucho, pero estaba tranquila. ¡Cómo no iba a estarlo con ellas a mi lado! Decidimos merendar y celebrar que estábamos juntas.

      El lunes a mediodía me llevaron al quirófano. Gloria estuvo allí mientras me anestesiaban, explicándome qué iban a hacerme... Me dijo que no pensaba estar durante la operación, que le daba corte. Pero más tarde me enteré que había estado y me alegré. Así tendríamos información fresca. La intervención duró una hora y media por laparoscopia. Yo, a quien la ciencia le gusta cuando es llevada por científicos humanos, quedé impresionada de que una operación que antes implicaba que le abrieran a uno de lado a lado, ahora quedara reducida a la mínima expresión.

      Me fui despertando en la sala de reanimación. Medio consciente, miraba a mi alrededor, veía otras camillas y al personal sanitario yendo constantemente de un lado a otro de la sala, cuidando de los pacientes. Decidí que mientras esperaba el turno para que me subieran a la habitación, lo mejor que podía hacer era rezar el rosario y darle gracias a Dios por estar ahí.

      Quien me conozca ahora, pensará que siempre he sido una persona religiosa... y no es así. Soy una conversa dentro del propio catolicismo, una persona a la que no le interesaba la religión, que cargaba contra la Iglesia, pero que, en el fondo, creía en Dios. Era un «algo» vago y difuso hasta que dejó de serlo, y se convirtió

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