El tiempo en un hilo. Maruja Moragas Freixa

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El tiempo en un hilo - Maruja Moragas Freixa Biografías y Testimonios

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una alegría, un sentido del humor y unas ganas de vivir tan enormes que arrastraba.

      Me subieron a una preciosa suite, digna de las revistas del corazón, que Gloria logró que me dieran. Me maravillaba, porque todo seguía saliendo muy bien dentro de la gravedad de la situación. Allí estaba toda mi familia, como de fiesta, solo que yo estaba recién operada. Ellos parecían no darse cuenta de que acababan de sacarme un riñón y, bien mareada, bendije la suerte de poder disfrutar de esa habitación con dos estancias. Por fin, alguien mandó callar a los ruidosos y los metió en la antesala del dormitorio, para que pudiera descansar.

      Al día siguiente empezó una movida que no hubiera imaginado jamás. Fue tal la cantidad de gente que se movilizó para apoyarme y darme ánimos que el teléfono y el mail echaban humo. Yo estaba atónita. «¡No contestes!», me decían los que estaban a mi alrededor... Y yo les respondía: «¿Cómo no voy a hacerlo cuando la gente es tan amable?». Decidí comunicarme a través del WhatsApp y de sms. Benditas máquinas. Fueron —y siguen siendo— mis aliadas.

      A los tres días me mandaron a casa: lo que antes suponía meses de recuperación se ha reducido de forma drástica con las nuevas técnicas quirúrgicas ideadas por ingenieros. La ciencia ha avanzado mucho, para gran suerte de los enfermos.

      2. AFRONTAR LA ENFERMEDAD: ¿QUÉ TENGO EN LA MOCHILA?

      El discurso de la fiesta de cumpleaños

      Unos meses antes, a mediados de mayo, mis hijos y nueras organizaron una fiesta sorpresa con motivo de mi sesenta aniversario. Algo de eso temía que montaran, porque los conozco bien y sé que les gusta hacer felices a otros. Decidieron arriesgarse a pesar de mis señales negativas para que no lo hicieran. Como ocurre en estos casos, una amiga se encargó de marear la perdiz y de llevarme al huerto. Me dijo que le acompañara a una recepción con los cónsules de los países bálticos. Cualquiera que oiga ahora semejante excusa puede morirse de risa pero, en nuestro caso, podía ser verdad.

      Estábamos en plena «campaña electoral» para la promoción de Nuria como miembro del CEDAW (Comité de la ONU contra la Discriminación de la Mujer), así que cualquier cosa era posible, incluso lo más insólito. Faltaba menos de un mes para que fuéramos a Nueva York para la elección que, providencialmente, no salió.

      En ese ambiente festivo, me vi metida en una encerrona. El lugar era muy bonito, una masía en el centro de Barcelona con una amplísima terraza y un jardín repleto de plantas y flores. Al llegar me recibieron todos mis amigos y familia muertos de risa. En ese momento desconocía el papel fundamental que todos ellos tendrían en mi vida tan solo cuatro meses más tarde. A medida que avanzaba la noche, intuí que no me dejarían irme de allí sin decir unas palabras. Así que, entre plato y plato, decidí aprovechar unas reflexiones que me había hecho a mí misma unos días antes con motivo de mi cumpleaños, para hablar de la vida, de la mochila y de los recursos que vamos poniendo en ella con el paso de los años.

      Hablar sobre la belleza de la vida es algo que me gusta hacer. Disfruto con ella y con las oportunidades que nos brinda, y nunca dejo de sorprenderme ante las novedades que nos depara. Pienso que si la vida es bonita, ¿por qué no comunicar que lo es? Hoy la gente parece despotricar de todo lo que nos pasa, pero, de hecho, no hay nada tan interesante como la vida misma y no pueden desperdiciarse los pocos momentos que hay para hablar bien de ella sin que la gente bostece. Me fascina vivir una vida con las menos fisuras posibles, llena de jugo, sabrosa por la cantidad de pequeñas cosas y detalles que nos ocurren cada día. Hay que conocer dónde están sus resquicios para meterse por ellos y disfrutarlos.

      Al terminar el parlamento, me di cuenta de que lo había acertado de lleno. A veces las cosas salen bien por casualidad. Durante los meses siguientes me encontré con varias personas que asistieron a la celebración y todas me dijeron lo mucho que les había ayudado el discurso.

      En esa alocución se me ocurrió hacer un paralelismo entre la vida y un libro. Al fin y al cabo, la vida es como un libro con distintos capítulos. En la introducción se ponen las bases de todo, es la infancia, hasta los 10 años. El capítulo uno incluye hasta los 19. El dos es el de los veinte años, el capítulo tres el de los treinta, el cuatro el de los cuarenta, etcétera. En cada capítulo aparecen unos personajes y desaparecen otros. Hay personas a las que no ves durante décadas, y que al cabo de los años, vuelven a aparecer con mucha intensidad. Pero el protagonista, el hilo conductor de la trama, sigue siendo uno mismo, que va andando por la vida con una mochila a su espalda. Cuando le ocurre algo, abre la mochila para ver los recursos de que dispone: unas veces aparece una bebida, otras una tirita o una venda. Lo importante es que lo que tengamos ahí sea relevante para la supervivencia. Lo triste es cuando no encontramos nada.

      En el discurso reconocí la importancia de los recursos que mucha gente dejó a lo largo de mi vida, y agradecí a mis padres y a la familia extensa lo que habían hecho por mí. Iba mirando las distintas mesas y veía cómo todos disfrutaban: sabían el capítulo en el que comenzaron a formar parte de mi vida y lo que cada uno me aportó. Muchos lo habían hecho al principio, antes de cumplir los diez años, es decir, en la introducción. Admití que había tenido la suerte de recibir desde pequeña muchos recursos, y de llevarlos todos en mi mochila cuando los necesité en las épocas más duras. Y también de saber dónde podía conseguir aquellos que no tenía.

      Soy una persona muy independiente y trabajadora; muy práctica. Lo pasado, pasado está, y el futuro ya intentaré solucionarlo cuando llegue. Mientras tanto, me ocupo del presente, que bastante trabajo me da. La vida me ha dado muchos palos, sobre todo a partir de los cuarenta, y he tenido que espabilar a base de ir adaptándome a mil nuevas situaciones que van apareciendo todos los días. De hecho, soy una persona que se adapta y que se mueve muy bien en la incertidumbre, y esto me ayuda un montón. Pero eso lo descubrí más tarde.

      Con el bagaje de conocimiento humano que fui adquiriendo a partir de entonces, me incorporé al campo de estudio de Nuria, el de Dirección de Personas en las Organizaciones. En el International Center for Work and Family (ICWF) los proyectos bullen. Hay tal efervescencia de planes, proyectos y peticiones, que nos resulta imposible parar. El equipo está formado por un grupo de personas entusiastas, con unas ganas inmensas de cambiar el mundo a mejor: nos da igual ser como David o unas minúsculas moscas frente a un alien cada vez mayor. Nuestro trabajo es un reto constante. En el momento de la operación yo tenía muchos planes y proyectos profesionales: un libro y un paper casi terminados, y dos libros más en la cabeza que queríamos escribir con Nuria. Somos muy conscientes de la necesidad de cambiar la cultura empresarial, para humanizar el entorno y que la gente pueda ser feliz.

      Ahora todo estaba entre paréntesis, pero no me producía un daño especial. Suelo hacer lo que toca en el momento, y no me agarro a lo que podría ser o haber sido. Me parece una inutilidad y una pérdida de tiempo. Sabía que todo tiene siempre un porqué, incluso las enfermedades graves, aunque parezca que nunca llegan en el momento adecuado porque siempre hay cosas importantes que hacer.

      Empezaba una nueva vida. De correr todo el santo día y trabajar como una loca, había pasado a mirar las musarañas y a escuchar mi cuerpo. A medida que pasaba el shock de los primeros días, y ayudada por mis grandes amigas, me fui centrando y pensé: «Estás en una nueva etapa de tu vida, un nuevo capítulo. Y este puede ser el último...».

      Al principio no sabía qué me apetecía más: vivir aquí o no hacerlo. Cuando uno está hecho polvo es más fácil morir que vivir. Uno se suelta y ya está. Me veía en mi funeral, oía las lecturas y me imaginaba la homilía del sacerdote. Pensaba que, al fin y al cabo, todos morimos. Y era mejor hacerlo a la edad que tenía porque

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