La práctica de la atención plena. Jon Kabat-Zinn

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La práctica de la atención plena - Jon Kabat-Zinn

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de nosotros como para poder degustar la sensación de no-hacer, de descansar en el ser, de permanecer completamente despiertos y sin hacer nada en especial. Ésa es en concreto la razón por la que existen tantos métodos, técnicas, orientaciones e instrucciones diferentes de meditación (a las que en ocasiones me refiero, por cierto, con la expresión “andamios”). El lector puede pensar en estos métodos como medios hábiles a los que apelamos deliberadamente para volver de la miríada de lugares en los que podemos quedarnos atrapados, deslumbrados o confundidos y regresar a un silencio profundo y abierto, a lo que podríamos llamar nuestro despertar original, que nunca ha dejado realmente de estar y que, como el sol, siempre resplandece y, como el agua, siempre está quieta en las profundidades.

      Siento que el barco mío ha tropezado, allá en el fondo, con algo grande.

       ¡Y nada sucede! Nada… Quietud… Olas…

       –¿Nada sucede, o es que ha sucedido todo, y estamos ya, tranquilos, en lo nuevo? –

      JUAN RAMÓN JIMÉNEZ, «Mares»

      Por más extraño que ello parecezca a la mentalidad materialista obsesionada por la velocidad, el progreso, la fama y la vida ajena que caracteriza a nuestra cultura, cuando el ritmo de nuestra vida se acelera debido a fuerzas que se hallan más allá de nuestro control, conviene comprometernos en el acto radical de ser y de amor que supone la meditación. Son muchas las razones que explican esta necesidad, de entre las cuales cabe destacar la conservación de la salud, la recuperación de la visión y de la sensación de sentido y el simple hecho de poder enfrentarnos al estrés y la inseguridad de la época en que nos ha tocado vivir. Cuando nos detenemos deliberadamente y despertamos a las cosas tal como son en el momento presente, sin reaccionar ni esbozar juicios y trabajando sabiamente con tales ocurrencias, con una adecuada dosis de autocompasión cuando no lo conseguimos y dispuestos a permanecer durante un tiempo en el momento presente a pesar de nuestros planes y actividades, dispuestos a llegar a cualquier otra parte, concluir un proyecto o perseguir objetos o metas, descubrimos que se trata, de un acto que es al mismo tiempo desalentadoramente difícil y extraordinariamente sencillo y profundo pero, en última instancia, posible y el mejor de los remedios para recuperar la salud del cuerpo, de la mente, del alma y del espíritu.

      Sentarnos y permanecer en silencio con nosotros mismos durante un tiempo es, en realidad, un verdadero acto de amor. De hecho, sentarse de este modo es asumir una actitud ante la vida tal cual es porque, al sentarnos y erguirnos, asumimos una postura aquí y ahora.

      El reto de nuestro tiempo consiste en permanecer cuerdos en un mundo cada vez más loco. Pero ¿cómo hacerlo cuando nos hallamos sumidos en la cháchara, perdidos en el desconcierto o desconectados de lo que todo ello significa, de quiénes somos realmente y cuando toda actividad y logro revela su vacío y nos damos cuenta de lo efímera que es la vida? Sólo el amor, en última instancia, puede permitirnos entender lo que es real e importante. Por ello este acto radical de amor por la vida y por la emergencia de nuestro verdadero yo tiene un sentido muy profundo.

      Sentarnos y permanecer presentes es el modo más sencillo de restablecer, de manera lenta pero segura, el contacto con nuestros sentidos y de acceder al mundo de la experiencia directa ajenos a todo pensamiento y absorción en uno mismo, para sanar y para saber cómo ser y lo que tenemos que hacer o, por lo menos, por dónde debemos empezar.

      ¿Se ha dado cuenta alguna vez de que la conciencia del dolor no duele? Estoy seguro de que sí, porque ésa es una experiencia muy habitual, especialmente en la infancia, pero no solemos examinarlo ni hablar de ello porque es muy fugaz y, cuando tropezamos con él, el dolor es muy intenso.

      ¿Ha advertido alguna vez que su conciencia del miedo no está asustada por más que usted esté aterrado? ¿Se ha dado cuenta de que su conciencia de la depresión no está deprimida, de que su conciencia de los malos hábitos no es esclava de esos hábitos y de que su conciencia de ser no es quien cree ser?

      Cualquiera puede corroborar por sí mismo en cualquier momento la veracidad de todas estas afirmaciones investigando simplemente en su conciencia, es decir, tornándose consciente de la conciencia misma. Se trata de algo relativamente sencillo pero casi nunca se nos ocurre, porque la conciencia, como el momento presente, es una dimensión oculta que impregna todas las dimensiones de nuestra vida y, en consecuencia, resulta casi imperceptible.

      La conciencia es inmanente y se halla presente de continuo, pero es como un animal tímido y permanece oculta. Pero, a pesar de que siempre se halle presente y resulte completamente accesible, sólo podemos vislumbrarla –no digamos ya verla de continuo– con cierto grado de esfuerzo, silencio y hasta cautela. Para ello, es necesario estar muy motivado y permanecer muy atento para permitir que su conocimiento llegue hasta usted y dejarla penetrar, por así decirlo, sigilosa y diestramente en cualquier cosa que esté pensando o experimentando. Después de todo, usted ya ve, ya oye y ya es consciente de todo lo que, aquí y ahora mismo, llega a usted procedente de todas las ventanas sensoriales, incluida la mente.

      En el mismo momento en que usted se torna consciente del dolor, su relación con él experimenta, aunque sólo sea durante un breve instante, un cambio muy profundo. Es imposible que la experiencia del dolor no se modifique, porque el mismo hecho de mantener la atención, aunque sólo sea un par de segundos, pone de relieve su mayor dimensionalidad. Y ese cambio proporciona una mayor libertad a su actitud y a sus acciones ante cualquier situación, sea ésta la que sea… y aunque no sepa qué hacer. Cuando uno es consciente del no-conocimiento, ésa es su forma de conocimiento. Ya sé que puede parecer extraño pero, perseverando en la práctica, puede llegar a convertirse –a un nivel visceral mucho más profundo que el simple pensamiento– en algo muy real.

      La conciencia modifica la experiencia del dolor emocional y del dolor que atribuimos a las sensaciones corporales. Si cuando nos hallamos sumidos en el dolor emocional prestamos mucha atención, advertiremos que, por más extraño que pueda parecer, siempre va acompañado de una constelación de pensamientos y sentimientos superpuestos, de los que podemos cobrar conciencia. Resulta sorprendente lo poco familiarizados que estamos con este tipo de cosas y lo profundamente revelador y liberador que resulta asumir de ese modo nuestras emociones y sentimientos y aun en el caso –muy en especial– de que éstos tengan que ver con la rabia y la desesperación.

      Nadie necesita infligirse dolor a sí mismo, de modo que ésta puede ser una ocasión para verificar que esta propiedad única de la conciencia es superior y de naturaleza completamente diferente a la del dolor. Lo único que tenemos que hacer es permanecer atentos a la emergencia del dolor en el mismo momento en que aparezca y asuma la forma que asuma. Nuestra atención da lugar a la conciencia en el punto de contacto con el evento que la desencadena, ya se trate de una sensación, de un pensamiento, de una mirada, de un comentario o de lo que ocurre en un determinado momento. La aplicación de la sabiduría tiene lugar aquí mismo, en el punto y el momento mismo del contacto, ya sea que se acabe de golpear el pulgar con un martillo o que el mundo un giro imprevisto y se vea repentinamente enfrentado a un aspecto u otro de la catástrofe y en su vida parezca haberse asentado permanentemente la pena, la tristeza, la ira o el miedo.

      Es precisamente en ese instante y en los posteriores cuando podemos cobrar conciencia del estado en que nos encontramos, del estado de nuestro cuerpo, de nuestra mente y de nuestro corazón.

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