La práctica de la atención plena. Jon Kabat-Zinn

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La práctica de la atención plena - Jon Kabat-Zinn

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de conocimiento– o encarnen y transmitan estas cualidades al mundo mientras nuestras acciones agitan, enturbian y desestabilizan de continuo el instrumento mismo con el que estamos mirando, es decir, nuestra propia mente.

      Todos conocemos las consecuencias de las acciones poco éticas, es decir, de la falta de honestidad, la mentira, el robo, el asesinato, causar daño a los demás (lo que también incluye la conducta sexual impropia) o hablar mal de los demás, y también sabemos muy bien que cuando, motivados por la infelicidad y el deseo de aliviar el sufrimiento, estimulamos, embotamos o emponzoñamos nuestra mente abusando de sustancias como el alcohol o las drogas, las consecuencias son invariablemente destructivas, lo sepamos o no y nos importe o nos traiga sin cuidado, los demás y nosotros mismos. Entre las consecuencias de esas acciones negativas se halla la certeza de que ensucian y enturbian nuestra mente con energías muy diversas que obstaculizan la claridad, estabilidad y percepción profunda y viva que suelen acompañarla. Esas acciones, además, tienen un efecto sobre nuestro cuerpo y tienden a mantenerlo crónicamente contraído, tenso, agresivo y a la defensiva, lleno de sentimientos de ira, miedo, agitación, confusión y, finalmente, aislamiento… y, con toda probabilidad también, pena y remordimiento.

      Es necesario, por tanto, revisar el modo en que vivimos, es decir, nuestras acciones y nuestra conducta para cobrar así conciencia de los efectos que tienen nuestros pensamientos, palabras y actos en el mundo y en el propio corazón. Si estamos continuamente agitando nuestra vida y dañando a los demás y a nosotros mismos, acabaremos encontrándonos con esa misma agitación y daño en nuestra práctica meditativa, porque ése será nuestro alimento. No deberíamos, pues, si realmente queremos que nuestra mente y nuestro corazón encuentren al fin la paz, seguir alentando esas tendencias y conductas negativas. Si tomamos la decisión de reconocer y alejarnos de esos impulsos, podremos empezar a dejar a un lado los estados y acciones mentales destructivos y los impulsos que los budistas, de un modo tan curioso como exacto, califican como “insanos” y acercarnos a estados mentales y corporales menos enrarecidos y más saludables.

      La generosidad, la fidelidad, la bondad, la empatía, la compasión, la gratitud, el bienestar por la felicidad de los demás, la inclusividad, la aceptación y la ecuanimidad son cualidades de la mente y del corazón que no sólo alientan el bienestar y la lucidez, sino que también tienen un efecto muy beneficioso sobre el mundo. En ellas, precisamente, se asienta el fundamento de una vida ética y moral.

      La avaricia, el intento de apropiarnos (a cualquiera de los niveles) de lo que no nos pertenece, la mentira, la falta de honestidad, la conducta poco ética, inmoral o cruel, la mala voluntad, dañando egocéntricamente a los demás mediante la ira, el odio, la confusión, la agitación y la adicción son cualidades mentales que impiden el logro de una vida satisfactoria, ecuánime y serena, por no mencionar los efectos dañinos que provocan en el mundo. La atención plena, por su parte, nos permite trabajar con todos esos estados, sin negarlos, reprimirlos ni darles tampoco rienda suelta. En tal caso, cada vez que aparecen esos estados, podemos darnos cuenta de ello, en lugar de dejarnos secuestrar, examinarlos y cobrar así conciencia de las fuentes de nuestro sufrimiento, experimentando y viendo directamente el efecto real que tienen nuestras actitudes y acciones sobre nosotros mismos y sobre los demás y dejar que esos mismos estados mentales se conviertan en nuestros maestros de meditación y nos muestren el modo en que debemos vivir y el modo en que no debemos vivir, dónde se asienta la felicidad y dónde no podemos encontrarla.

      Lo que Oriente conoce como “karma” es básicamente el misterio que explica el modo en que nuestras acciones presentes acaban determinando lo que nos aguarda corriente abajo en el espacio y en el tiempo. Sea lo que fuere que hayamos hecho en el pasado, la ley del karma (es decir, la ley de causa y efecto) dice que inevitablemente tendrá consecuencias –más o menos sutiles, comprensibles y perceptibles, según los casos– en el aquí y el ahora, y que todas ellas están moduladas por nuestra motivación e intención original, es decir, por la cualidad de la mente que dio origen a la acción. Con cierta frecuencia, no tenemos la menor idea de la motivación que alentó algunas de nuestras acciones y comentarios, porque estábamos tan atrapados en la agitación mental que literalmente no nos dimos cuenta de lo que estábamos haciendo.

      Quizás hayamos dejado atrás el pasado, pero todavía cargamos con sus consecuencias acumuladas, sean éstas las que sean, e incluyendo tal vez el remordimiento por nuestras decisiones, elecciones y acciones pasadas o el resentimiento por algo que nos sucedió y fuimos incapaces de impedir o controlar. Con el esfuerzo y el apoyo del andamio adecuado podemos, sin embargo, ir modificando nuestro karma retornando conscientemente al momento presente y transformando los estados mentales y corporales aflictivos y destructivos en otros más positivos. Transformamos positivamente nuestro karma cuando cobramos conciencia de nuestras motivaciones, que no sólo subyacen bajo nuestras acciones externas, sino también bajo las acciones internas expresadas en la mente y cuerpo a través de los pensamientos y el discurso. Manteniendo la conciencia de la motivación a lo largo del tiempo, cultivando una motivación bondadosa y eludiendo las reacciones automáticas que brotan del inconsciente o surgen de una motivación insana –o, dicho en otras palabras, comprometiéndonos a vivir, instante tras instante, y no sólo al comienzo, una vida interna y externa ética y moral–, preparamos el camino para la sanación y la transformación profundas. A falta de ese fundamento ético, es muy posible que la transformación y la curación no acaben de arraigar porque, en tal caso, nuestra mente estará demasiado agitada, demasiado atrapada en el condicionamiento, en el autoengaño y en las emociones destructivas como para proporcionar el terreno adecuado para el cultivo de nuestras dimensiones más amplias y profundas.

      Cada uno de nosotros, en última instancia, es un ser moral y legalmente responsable de sus actos y de sus consecuencias. Recuerden que los tribunales internacionales que han juzgado los crímenes de guerra siempre han concluido que la responsabilidad de los delitos de lesa humanidad, como los perpetrados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial o las masacres de My Lai en Vietnam o de Srebrenica, reside en cada uno de nosotros, independientemente de nuestro rango o estatus social. Hay veces en las que, incluso en el mundo militar, desobedecer una orden es éticamente mucho más importante que obedecerla. El piloto del helicóptero de reconocimiento que sobrevoló Mi Lay el día de la masacre y vio lo que estaba ocurriendo aterrizó en mitad del pueblo y ordenó a su tripulación abrir fuego sobre los soldados americanos que estaban a punto de masacrar a mujeres, niños y ancianos. Finalmente, es sólo el individuo, cada uno de nosotros, quien debe tomar partido por la bondad y la amabilidad frente a la amoralidad, la inmoralidad y la falta de ética. Y eso es algo que, en ocasiones, puede requerir de una acción tan espectacular como la que llevó a cabo el mencionado oficial mientras que, otras veces, se trata simplemente de tomar la decisión de actuar éticamente, aunque uno sea el único que lo sepa. Y otras, por último, puede plasmarse en actos de resistencia pasiva por motivos de conciencia, como cuando uno decide quebrantar públicamente una ley menor (conscientemente dispuesto a aceptar las consecuencias legales de tal acción) para llamar la atención y protestar contra acciones, políticas o leyes que considera inmorales y dañinas.

      Tanto Gandhi como Martin Luther King emplearon la desobediencia civil no violenta para defender las causas de los derechos humanos frente a la crueldad y la injusticia endémicas e institucionalizadas. Estos activistas morales suelen ser considerados por el poder y por muchos espectadores como agitadores que no respetan la seguridad ciudadana, y quizás incluso como traidores o enemigos de la patria, pero lo cierto es exactamente lo contrario, porque no son traidores sino auténticos patriotas. Quizás sean enemigos de la injusticia que marchan al ritmo de tambores diferentes, escuchando y confiando en la inteligencia de su conciencia, y testimonien, con su presencia moral y sus acciones, una verdad superior. No en vano, una generación más tarde, suelen ser reverenciados y aun santificados.

      Pero siempre es más difícil encarnar la ética y la moral en el momento presente, sea éste cual sea, que luego más tarde, cuando usualmente los que las han defendido han desaparecido, a menudo como consecuencia de una muerte.

      En última instancia, la ética y la moral no tiene que ver

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