Lucero. Aníbal Malvar
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—Diputado Trescastro, es usted un botarate.
Como cada vez que es insultado por alguien más poderoso que él, el diputado Trescastro simula no haber entendido o haber entendido otra cosa, suelta una carcajada y desvía la conversación.
—No sé qué tiene contra esta guerra. ¿Cuánto ha ganado usted desde que asesinaron al pobrecito archiduque Francisco, que Dios tenga en la gloria? Menosprecia usted al Reich, como todos los liberales.
—La diferencia entre liberales y conservadores es que nosotros menospreciamos y vosotros despreciáis.
—No sé qué será mejor –tercia el diputado con cara de no comprender.
—Lo vuestro es mejor. Os evita cargos de conciencia.
—La conciencia es para débiles –replica Trescastro.
—¿Y la falta de conciencia?
—Eso sólo se lo pueden permitir los ricos. Como usted.
—¿Y tú qué te puedes permitir, amigo Trescastro?
—La voluntad. ¿Suena peligroso?
Don Federico prefiere ignorar la expresión irónica e inteligente del diputado y volver la cara. Su mujer, Vicenta, le devuelve la mirada entre el gentío bailongo. La niña Conchita, a su lado, lleva toda la noche con los brazos cruzados, porque le han salido de repente dos tetas inesperadas. Algunas noches, doña Vicenta despierta a su marido y caminan furtivos por el pasillo hasta la puerta de su hija para oírla llorar.
—¿Por qué llora siempre Conchita?
—¿Qué harías tú, Federico, si de repente te dijeran que tienes que convertirte en mujer? Llorar, llorar y llorar. Y más en Granada. Y aún mucho más en Asquerosa.
—¿Por qué más en Asquerosa, mujer?
—Ay, marido. ¿Cómo llaman a las mozas de Asquerosa?
Don Federico responde con un gruñido derrotado. Antes de casarse con el viudo, Vicenta era maestra y había aprendido a tener siempre razón. Ahora da clases a los hijos de los alpargateros para desanalfabetizarlos un poco antes de que los manden al surco. A las mozas de Asquerosa las llaman asquerosas, claro, y eso les da mucha vergüenza. Pero Vicenta sabe que el pueblo de Asquerosa se llamaba, originariamente, Aquae Rosae, agua de rosas. Acquerosa. Asquerosa. Las etimologías son como espejos valleinclanescos: lo malforman todo.
—¿Bailas? –es uno de los chavales de los Alba, bastante feo.
—No, gracias –Conchita aprieta más los brazos sobre sus pechos.
—Yo sí bailo –irrumpe Isabelita, la pequeña de los García Lorca.
Isabelita tiene siete años, pelo castaño a lo paje, un vestido blanco con ribetes de organdí y una caradura enorme. Un año atrás, cuando quisieron escolarizarla en el mismo centro al que acudía Conchita, montó tal bronca que don Federico, quizá inspirado también en su rampante anticlericalismo, gritó para disgusto de la muy católica doña Vicenta: «Se acabaron las monjas. Ninguna de las dos vuelve a semejante colegio, donde son capaces de torturar». Y puso a las niñas una maestra particular. Desde entonces, Isabelita se cree que la libertad es algo relativamente fácil de conseguir. Que basta con llorar, gritar o patalear para alcanzarla.
—¡Yo sí bailo!
—Tú eres muy chica, Isabelita. Déjame a mí –irrumpe doña Vicenta y arroja al joven Alba al centro de la pista al compás del novísimo pasodoble El gato montés, del maestro Penella.
Échale más valor,
búscale sin temor.
Anda, recréate en la suerte
y olvida que la muerte
acecha a perderte.
Piénsalo y párate.
Mátalo a volapié.
Anda, no ves que ya se humilla,
busca que ruede sin puntilla.
Suena un ¡olé! y la plaza entera
es un clamor toda puesta en pie.
El flácido adolescente no sabe qué hacer, pero se deja arrastrar a la pista con la cara encarnada y los labios apretados. Vicenta tiene 46 años y es la esposa del hombre más poderoso de la Vega. Los que la conocen poco, dicen que está medio loca desde hace quince años, cuando me perdió por una mala fiebre. Otros, que conocen su historia aún menos, rumorean que Federico envenenó en 1894 a su primera esposa, Matilde, rica e infértil, para quedarse con su dinero y contraer con la atractiva maestra, que había llegado a Fuente Vaqueros un año antes. Matilde nunca había estado enferma. Se la llevó de repente, y con sólo 33 años, una obstrucción intestinal que fácilmente pudo haber sido provocada por la ingesta de ruibarbo o abrótano, plantas que proliferan en los campos de la Vega granadina. Con esos antecedentes, es comprensible que el chaval baile el pasodoble con la espalda más estirada que un mármol, con miedo a que don Federico le reviente el corazón de una puñalada por bailar un agarrao con su mujer desvariada.
—¿Tú sabes quién soy yo? –le pregunta Vicenta.
—Claro, señora.
—¿Y tú sabes que yo también sé quién eres tú?
—No, señora.
—«Piénsalo y párate. Mátalo a volapié. Anda, no ves que ya se humilla» –canta la señora acompañando a la orquesta.
Al adolescente bailaor Alejandro Alba le empiezan a dar temblores. La mujer de Federico García, es verdad, está rematadamente loca. Quizás el hijo perdido, quizás el asesinato de su antecesora en el lecho conyugal.
—Tienes... diecisiete años. ¿Verdad, Alejandro?
—Sí...
—¿Qué tal la tía Frasquita?
—Bien...
—¿Te gusta mi hija Concha?
El chaval no sabe qué decir. Esas preguntas no se hacen.
Negro carbón del toril,
igual que un ciclón,
el torito aquel pisa el redondel
y es un león.
La canción se acaba, pero Vicenta Lorca sigue bailando. Mamá es ciclotímica. O algo peor. A veces se empoza en una tristeza de niebla densa. Otras parece un jilguero escapado de la jaula. El Lucero dice que madre es como Granada: tenebrosa o flameante, sin términos medios. Hoy Vicenta se ha levantado con el ánimo jilguero, y al chaval Alejandro Alba, de los Alba de Romilla, le toca pagar el pato en la pista de baile.
Sale a correr con alegría,
sueña la plaza es mía,