Lucero. Aníbal Malvar
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—Uy, Conchita. Conchita no necesita un pretendiente. Necesita un domador de circo sin látigo. ¿Entiendes?
—No, doña Vicenta. A decir verdad, no entiendo nada.
El diputado Trescastro es de los que alimentan especies acerca de los García Lorca, aunque ahora se ha acercado al bar para traerle a don Federico una copa de chinchón. Según el testaferro de Alejandro Roldán, aficionado a la Cábala, las fechas delatan la conspiración asesina. El padre de Matilde, el acaudalado Manuel Palacios, muere en 1891. Sólo un año más tarde, Vicenta gana plaza de maestra en Fuente Vaqueros, un traslado fácil de conseguir cuando se tiene la influencia política de la que goza el liberal don Federico. Apenas dos años después, Matilde fallece repentinamente con 33 años y una salud portentosa, sólo tiznada por su esterilidad. Había redactado su testamento la víspera misma de su muerte, dejándolo todo a su marido. Don Federico se convierte, por herencia de su esposa, en un viudo rico y le bastan 30 meses de luto para volver a pasar por vicaría de la mano de Vicenta, maestra pobretona pero dotada de excelentes virtudes conejiles para la conservación de la especie. A medida que el tiempo pasa, el bulo se va llenando de invenciones y detalles, y en algunas esquinas he oído versiones que alcanzan el rango de verdadera poesía popular.
Don Federico conoce los chismes, pero le importan un carajo. A Federico García Rodríguez le importan otras cosas.
—Algún día habrá que cambiarle el nombre a este pueblo –dice mirando la parte pobre de la plaza, donde bailan y hacen hogueras los gitanos y los alpargateros.
—¿Cambiarle el nombre a Asquerosa? ¿Qué dice usted?
–pregunta Trescastro con la copa de coñac recalentándose en su mano y una mueca incrédula bajo el bigote.
—Mi hija Conchita me lo ha pedido. Dice que en Granada la llaman asquerosa.
—Los de Asquerosa son asquerosos. Es el gentilicio. ¿Ha bebido usted, patrón?
—Yo no bebo –responde Federico echando un trago al chinchón–. Una adolescente no debe tener casa en un pueblo que se llame Asquerosa. Y yo no pienso vender la huerta ni la casa. Así que el pueblo de mi hija se va a dejar de llamar Asquerosa.
—¿Y cómo va a llamarse?
—Villarrubio. Voy a plantar tanto tabaco rubio en Asquerosa que no va a quedar otro remedio que llamarlo Villarrubio. Villarrubio es bonito y original y... –se atusa el gran bigote–. Lo llevo pensando un tiempo. No está bien que nuestras muchachas se críen en un pueblo que se llama Asquerosa, coño.
Desde el lado pobre de la plaza, el campesino José Daza intenta llamar la atención de don Federico, pero éste anda demasiado abstraído en su rebeldía toponímica como para ver otra cosa que no sean las hogueras. Acompañado de un campesino joven, alto y fuerte, con un niño colgado de la pernera del pantalón, Daza se acerca al cordal clasista que divide la plaza.
—Eh, vosotros. A no molestar –les relincha uno de los guardiaciviles que protegen la frontera.
Olmo le devuelve al tricorneado una mirada fusilera desde sus ojos grandes y de hondura líquida y agitanada. Al sentir el revuelo, don Federico repara en ellos.
—Disculpa, diputado. Voy a saludar a un amigo.
—No se mezcle usted con los alpargateros, don Federico. No le conviene.
—¿Me estás dando un consejo, diputado provincial?
—Siento haberle ofendido –responde Trescastro sin dejar de sonreír.
—No me ofendes nunca –posa la mano García en el hombro de Trescastro–. Respecto a lo que viniste a averiguar, dile a Roldán que sí, que me presento en noviembre a concejal por Granada. Con los liberales, por supuesto.
—Por supuesto. Don Alejandro se llevará una gran alegría –ironiza Trescastro.
Don Alejandro Roldán, el patrón de Trescastro, es un conservador recalcitrante y va a estallar en ira en cuanto se le comunique la decisión de Federico García. Se puede decir que, tras don Federico, Roldán es el segundo cacique más poderoso de la Vega. Los García y los Roldán son primos lejanos. Pero los años han ido resquebrajando la armonía familiar a fuerza de disputas sobre lindes, negocios y, sobre todo, política. Un escalafón patrimonial más abajo están los Alba, terratenientes vegueros cercanos a las inclinaciones conservadoras de Roldán. Don Alejandro jamás se acercaría, como está haciendo ahora don Federico, a saludar a un par de alpargateros como Daza y Olmo.
—Daza, hombre. No agites así los brazos, que vas a despegar.
José Daza se limpia la palma de la mano en el pantalón antes de estrechar la que le tiende don Federico.
—Que tengo que hablar con usted, patrón. Si es posible.
—Claro que sí, Daza. Pasad por aquí.
Don Federico, ante la estupefacción del cabo de la Guardia Civil, levanta el cordón fronterizo para facilitar la entrada de Daza, Olmo y el niño que lleva colgado de la pernera del pantalón.
—Don Federico, por favor. No pueden pasar.
—Se equivoca, cabo. Este cordón se ha puesto aquí para que los lechuguinos no incordien a mis braceros. ¿Lo entiende usted?
—Lo que usted mande –responde el cabo sin simpatía.
Daza entra tímidamente. Olmo inclina su altura, imponente como la de don Federico, con cara de acecho pero sin temor. El niño no se descuelga de su pernera. Tiene el brazo izquierdo atrofiado. Apenas treinta centímetros de hueso separan el hombro de una manita asténica. Sin que le dé tiempo a sorprenderse, don Federico se inclina y lo alza en brazos.
—¿Y tú quién eres, gitanillo?
—No es gitano –replica Olmo con arrogancia alpargatera.
—Aquí todos somos gitanos. Mi abuela Paula era gitana. Y dicen que muy bella. Y mi abuelo, Antonio, era Vargas de madre. ¿Y tú quién eres?
—Yo soy Olmo.
—Encantado. Chócalas –don Federico se vuelve de nuevo al niño–. ¿Y tú, gitanillo?
—Que no soy gitanillo. Me llamo Ricardo Rodríguez Jiménez.
—¡Ricardo Rodríguez Jiménez! –brama el cacique–. ¡Qué cantidad de nombres tienes! ¿Y qué quieres ser de mozo?
—Violinista del Corpus Chico, con la comparsa.
—¡Hombre!
—Tú eres el papá del Lucero.
—¿Conoces al Lucero?
—Sí. Y me ha dicho que me va a fabricar un violín para mi brazo malo. Que, si mi brazo no crece, los violines tendrán que achicar.
—¡Gran verdad te ha dicho el Lucero! Anda, baja. Que ya estás muy grande y pesas mucho. ¿Qué es eso tan urgente, Daza?
—La mujer se ha puesto mala y...
—Muy mala.
—Bueno,