Lucero. Aníbal Malvar

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Lucero - Aníbal Malvar Literaria

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esté bien. Dale saludos. Que no tienes las sesenta perras de la renta, me vienes a decir. Ni las cuarenta del fiado.

      José Daza no contesta. Don Federico observa cómo el niño clava sus ojos alucinados en los columpios que hay instalados en el lado rico de la plaza.

      —No te preocupes, Daza. ¿A quién le preocupa hoy el dinero?

      —A los que no lo tienen, disculpando –responde Olmo.

      —¡Venga, Ricardo Rodríguez Jiménez! –el cacique vuelve a levantar al gitanillo en brazos–. Vamos a jugar.

      Da la espalda a los dos alpargateros y se dirige con paso irrevocable hacia los balancines, las cucañas, los columpios, los toboganes, las petancas donde juegan los niños sin miedo. Daza y Olmo no tienen más remedio que seguir al patrón entre el gentío danzante, que se aparta instintivamente al ver el avance de los dos braceros enfundados en sus camisas domingueras y ajadas y en sus pantalones recosidos. Cuando don Federico planta al niño Ricardo en el centro de las atracciones, varias madres corren a recoger a sus vástagos mientras don Federico, una a una, las obsequia con reverentes inclinaciones de cabeza. Eso sí, acompañadas de un indisimulado visaje guasón.

      —Buenas noches, doña Amparo... ¿Qué tal su marido, doña Josefa...? Viene usted muy guapa esta noche, doña Abundia... ¿Se recoge ya, Ausencita...?

      El niño tullido se queda solo y algo perdido en medio del improvisado parque, pero enseguida trepa a un balancín equilibrado sobre un tronco, y sube y baja aprovechando el contrapeso de un niño invisible que se ha sentado al otro extremo. Olmo hace ademán de ir en busca del niño, pero don Federico lo detiene posándole la mano en el pecho.

      —Déjalo un rato, por favor, Olmo.

      —Haz caso a don Federico, hombre –apoya Daza.

      Muy pausadamente, Olmo aparta la mano de don Federico.

      —No se ofenda. Yo le estoy muy agradecido a doña Vicenta, patrón. Gracias a ella el niño es el primero de mis castas que sabe leer y escribir. Pero éste no es su sitio, y me lo voy a llevar.

      —Como quieras, Olmo. No sabía que tu hijo venía a mi casa.

      —Hace dos años que acude. Doña Vicenta es una buena mujer. ¿Me permite?

      —Haz lo que quieras, Olmo. Ya nos veremos. Espero.

      Don Federico se aparta del camino del joven bracero. Éste recoge a su hijo, que no chista a pesar de que se le han mojado los ojos al ser alzado del columpio. La pareja regresa al lado pobre bordeando la plaza para evitar el contacto con los patronos y con los guardiaciviles. Daza se queda junto a don Federico.

      —Disculpe a Olmo. Es un poco bolchevista.

      —Tú quieres algo más de mí. ¿No es verdad, amigo Daza?

      —El Rey llega mañana.

      —Lagarto.

      —¿No podría...?

      —¿Lo de todos los años? ¿No te cansas, Daza?

      —Mejor así a que me saquen de mi casa por la fuerza. Un día me voy a crecer con esos cabrones y va a pasar una desgracia.

      —No vengas antes de las diez. Esta noche pienso emborracharme hasta que Vicenta me mande a dormir a las cuadras.

      —Se lo agradezco mucho, don Federico. ¿Me permite irme a mí también?

      —Lo que gustes. Hasta mañana, entonces.

      Cada año sucede lo mismo. Cuando Alfonso XIII llega a la Vega a cazar, José Daza se hace detener por la Guardia Civil para evitar que, en caso de cualquier desorden, lo puedan acusar a él sólo por cubrir el expediente, como ya ocurrió en varias ocasiones. Y es que Daza, todo el mundo lo sabe, también es bolchevista.

      Por razones ignotas, la Vega es anticlerical y antimonárquica desde antañazo, y los braceros están mucho mejor organizados que en otras comarcas de Granada y de España. Un travieso gen libertario anidó en ellos hace generaciones. De otra forma, no se explica. O tal vez sea herencia del no menos travieso conde don Julián, aquel que en el siglo viii abrió las puertas traseras de España a los musulmanes, y cuya hermosa y ultrajada hija, Florinda la Cava, habitó la vecina aldea de Romilla, y quizá desde allí esparció por la atmósfera el polen de su insurrección, y el ábrego se encargó de ventearlo después sobre todos los vegueros, contagiándoles su rebeldía. No se sabe.

      Don Federico se ha quedado solo. A veces vuelve la cabeza para observar los juegos danzarines de Vicenta e Isabelita o la quietud tímida de Concha, que no ha retirado los brazos cruzados del pecho en toda la noche. La charanga se ha volcado en la imitación, bastante indigna, de un cuplé que ha hecho famoso Raquel Meller. Pero una asonancia extraña llega desde lo profundo de la calle de la Iglesia.

      —No jodas, Federico... –musita para sí el cacique.

      Don Federico se da la vuelta y se enfanga en la barra del bar ambulante cuando distingue a su hijo tocando un piano, encaramado sobre su carro. Dos de sus jamelgos arrastran la yunta y Horacio Roldán y Frasquito, ayudados por la media docena de jóvenes que han encimado el piano a la carreta, van brincando alrededor como bufones. La charanga se silencia, maravillada del espectáculo y del ruido. La aguileña María, la tetona Marta y la bella Adelaida se llevan las manos a las bocas, asombradas de la audacia de sus galanes y risueñas por los gestos histriónicos y desarticulados del Lucero mientras toca. Doña Vicenta e Isabelita salen corriendo hacia ellos y se encaraman al carro. Horacio y Frasquito han levantado en vilo a la reacia Concha y la elevan también junto al resto de los García Lorca. Don Federico, que lo ha visto todo de reojo, no puede evitar media sonrisa ensimismado en su copita de chinchón. El Lucero introduce los acordes inconfundibles de un cuplé. Los cuatro García Lorca inflan al unísono los pechos y rompen a cantar a voz en grito.

      Se dice que muy pronto,

      si Dios no media,

      tendremos las mujeres

      que ir a la guerra.

      Y yo como medida

      de precaución

      ya estoy organizando

      mi batallón.

      Chis-pón.

      Batallón de modistillas

      de lo más retebonito

      y lo más jacarandoso

      que pasea por aquí...

      La concurrencia, sin distingos de clase, se vuelve hacia ellos y sigue el baile. Don Federico se pide una copa más. Y otra. Y otra. Es un hombre de palabra.

      ***

      Han dado las cuatro de la mañana y los únicos que permanecen en la calle son Horacio y el Lucero. Están sentados en el peligro de la casa de los García Lorca, fumando cigarros prohibidos que Horacio le ha robado a su padre y contando estrellas fugaces.

      —Odio Granada, Horacio. Me estoy pudriendo aquí.

      —Esa chica. La tenías en

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