Lucero. Aníbal Malvar
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—Por nada. Anda, vamos, Daza. Que tengo que ir a Granada y se me hace tarde.
La Zaína y la Zoraida, yeguas jóvenes, ya esperan con las monturas calzadas. Don Federico y Daza salen a trote hacia Pinos Puente, donde el cuartelillo. Atraviesan el río Cubillas bien pasadas las diez y observan en silencio cómo los castaños, las encinas, los chopos, los melojos y los sauces empiezan a bosquejar, cada uno en su estilo, las acuarelas del otoño inminente. La voz corta del acéntor trina en los ramajes. Dentro de poco, el vientre anaranjado del pájaro será indistinguible entre las hojas doradas. También algún roquero se baja desde la sierra huyendo del frío montañés, para pavonear su plumaje multicolor en los sembradíos de tabaco y entre las manzanillas.
En las márgenes de los caminos, grupos de braceros esperan ansiosos la llegada de mayorales que les ofrezcan un jornal. Son malos tiempos. Los patronos de la Vega prefieren traerse en manada ganapanes extremeños, gallegos y portugueses, que vienen de más miseria, son menos levantiscos y no pactan exigencias como los vegueros. Los ojos de los braceros hambrientos se clavan en la figura alta de don Federico cuando pasa junto a ellos a lomos de la Zaína. El patrón no les esquiva la mirada y, de vez en cuando, saluda a alguno con un leve y distanciador gesto senatorial de mano, sin alimentarle expectativas.
Descabalgan frente a las puertas del cuartelillo de Pinos Puente, en la calle Real, a menos de cuarenta metros del ayuntamiento. Don Federico no se despoja de su guardapolvo negro. Sabe que le confiere autoridad. Aunque no la necesita. Desde su fundación en 1904, es el máximo accionista de la azucarera Nueva Rosario. Buena parte de los pineros bendecidos por la posibilidad de llevar todos los días pan a casa trabaja para él. No hay persona que se le cruce en Pinos Puente que no incline, a su paso, la cabeza.
El recibidor del cuartelillo es fresco y oreado, aunque un leve aroma a pólvora y a humanidad perfuma el aire. Un número, aburrido, fuma tras el mostrador de madera, más propio de un tasco, sentado en una silla y con los pies apoyados en otra. No tendrá más de veinte años. El bigotillo aún no espesa sobre sus labios finos y las mejillas son lampiñas y enfermizamente incoloras. Se levanta de un brinco cuando ve la cabeza contundente de don Federico asomar sobre su holganza.
—Llama al sargento Biescas. Ligero, que no tengo todo el día –ordena don Federico sin énfasis.
El número entra hacia las celdas y, casi de inmediato, asoma por la puerta la corpulencia descamisada de un hombre de unos treinta años. Biescas está afeitándose y deja la pilación a medias en cuanto comprueba que sí, que es don Federico. Mientras saluda, abandona la navaja sucia de jabón sobre el mostrador vacío y se seca la cara, medio rostro aún desafeitado. La sonrisa se le apelmaza cuando ve el cuerpo menudo de Daza bajo la sombra del cacique.
—Buenos días, Biescas.
—¡Pero don Federico! ¿Otra vez?
—He encontrado a este hombre robando en mi casa. José Daza es su nombre.
—Ya sé que es Pepe Daza, don Federico. Pero esto no puede ser. Bastante lío tenemos ya con la llegada de Su Majestad a la Vega para que me venga usted con estos juegos.
—Cumple con tu deber, redacta la denuncia y arréstalo. En caso contrario, tendré que dar parte de tu conducta en Granada, sargento –recita el cacique.
—Hay que joderse, con perdón –rezonga el sargento inclinándose bajo el mostrador para buscar papel y pluma.
—La culpa es vuestra. Antes os lo traíais de malos modos cada vez que venía el Tío Paje. Ahora que os lo traigo yo, te quejas.
—Hombre. Sus razones hubo. Todo el mundo en la Vega sabe que Daza es bolchevista.
—Pues lo sigue siendo. Y ahora, además, es ladrón –don Federico consulta al bracero–. Porque sigues siendo bolchevista, ¿verdad?
—No es del todo exacto. Internacionalista, soy internacionalista...
—Bueno, da igual. Es delito lo mismo –zanja el cacique.
—A ver, nombre, apellidos y edad...
Don Federico responde sucintamente al cuestionario. Detrás de él, Daza asiente a cada respuesta con un gesto tímido de cabeza.
—¿Y qué es lo que ha robado este año, Daza?
—Pues... –don Federico duda–. Doscientos reales.
—¡Yo nunca le robaría tanto, don Federico! –protesta, aunque con tono menestral, el bracero internacionalista.
—Bueno, Biescas. Pon cincuenta reales –se vuelve hacia Daza–. ¿Cincuenta está bien?
—Está mejor –asiente Daza–. Gracias.
—A mandar, hombre.
El sargento Biescas pide la firma de don Federico en la denuncia y rubrica él mismo. Da una voz hacia la puerta que conduce a las celdas.
—¡Niño! Mete a Daza en la tres. Vete entrando tú, Daza.
—Quiero ver yo antes la celda –irrumpe don Federico con autoridad.
—Lo que usted quiera, García –Biescas arrastra cansina su claudicación.
En el interior, un pasillo de terrazo se abre a dos hileras de celdas. Las puertas de madera no son muy sólidas. Don Federico las va abriendo una a una. Las mazmorras son cuadradas, de paredes mugrientas, oscuras, con un estrecho respiradero casi a la altura del techo que no logra aventar el sahumerio de orinas viejas, viejas cagadas, lejanos vómitos.
—¿No hay nadie?
—Hemos soltado a todo el mundo. Hasta a los gitanos. Por si hay lío.
—Mételo en la del fondo. La grande. La que tiene el ventanuco con barrotes.
—Eso no puede ser, patrón. Ésa es para los especiales. Y ahí caben cinco o seis.
—Éste es especial. Bolchevista y ladrón. E internacionalista, además.
—Lo que usted mande.
Cuando don Federico ya va a atravesar la puerta del cuartelillo para recoger los caballos, Biescas le da una voz y don Federico se vuelve.
—¿Sí?
—Una última cosa, don Federico.
—Ligerito, que me esperan en Granada.
—Nada, que... cuándo piensa retirar la denuncia, si no es mucho preguntar.
—Tú suéltalo en cuanto el Tío Paje se vuelva a Madrid. Ya me acerco yo a firmar lo que necesites, cuando tenga un rato. Ya sabes dónde está tu casa.
—Saludos a doña Vicenta, don Federico.
—De tu parte.
Don Federico monta a Zoraida después de atar largo a la cincha las riendas de la Zaína. Lleva prisa y sale a trote. Enseguida, espolea a la jaca. Le gusta la violencia del aire frío en el rostro. Esta vez ni siquiera vuelve la mirada cuando los corrillos de braceros, que esperan trabajo en las lindes camineras de