Relación y amor. Jiddu Krishnamurti
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CAPÍTULO 1
La meditación no es un escape; no es una actividad que uno practica para aislarse del mundo y encerrarse en sí mismo, sino el acto de comprender el mundo y su forma de actuar. El mundo tiene poco que ofrecer aparte de alimento, ropa y techo, así como placer con su gran desdicha.
Meditar es vagar, alejándose de este mundo hasta ser un extraño por completo. Entonces el mundo adquiere un sentido y es constante la belleza de los cielos y de la Tierra; entonces el amor no es placer, y de ese amor emana esa acción que no es resultado de las tensiones y contradicciones, ni de la búsqueda de satisfacción personal o de la arrogancia que el poder otorga.
La habitación tenía vistas a un jardín, y diez o doce metros más abajo fluía el caudaloso y ancho río, sagrado para muchos y, para otros, una bella extensión de agua abierta a los cielos y a la gloria de la mañana. Se podía divisar la otra orilla, con su aldea rodeada de árboles frondosos y, en esta época, el trigo de invierno recién sembrado. Desde la habitación aún se distinguía el lucero del alba mientras el Sol se elevaba lentamente por encima de los árboles; el río se convertía entonces en un sendero dorado, gracias a los rayos del Sol.
Por la noche, cuando la habitación quedaba totalmente a oscuras, la amplia ventana mostraba el cielo inmenso del Sur. Una noche, con sonoro batir de alas, un pájaro entró en la habitación. Encendí la luz, me levanté, y lo vi bajo la cama; era un búho. Tenía casi medio metro de alto, los grandes ojos extremadamente abiertos, y un pico aterrador. Nos observamos fijamente, muy cerca el uno del otro. El búho estaba asustado por la luz y por la proximidad de un ser humano. Nos quedamos mirándonos sin pestañear largo rato y en ningún momento perdió su porte ni su fiera dignidad. Se podían apreciar sus crueles garras y las delicadas plumas con las alas apretadas fuertemente contra el cuerpo. Uno hubiera querido alargar la mano y acariciarlo, pero él no lo hubiese permitido. De modo que finalmente apagué la luz y durante unos instantes la habitación quedó en calma, pero pronto hubo un batir de alas –uno sintió el aire en el rostro– y el búho emprendió el vuelo a través de la ventana. Nunca más regresó.
Era un templo muy antiguo; se decía que posiblemente tenía más de tres mil años, pero ya se sabe que a la gente le gusta exagerar; sin embargo era muy antiguo. Había sido un templo budista, pero hace alrededor de siete siglos pasó a ser un templo hindú, y en vez de una imagen del Buda colocaron una hindú. El interior estaba muy oscuro y se respiraba una atmósfera peculiar. Había varias salas con el techo sostenido por columnas y largos corredores bellamente esculpidos con un olor a murciélagos y a incienso.
Los devotos, recién bañados, iban entrando desordenadamente y con las manos juntas recorrían los pasillos, postrándose cada vez que pasaban frente a la imagen cubierta de sedas brillantes. En el altar más oculto un sacerdote cantaba y resultaba agradable escuchar aquel sánscrito tan bien pronunciado. Recitaba sin prisa, y las palabras llegaban con gracia y fluidez desde las profundidades del templo. Había niños, mujeres ancianas y hombres jóvenes. Los seguidores habían sustituido sus pantalones y chaquetas de estilo europeo por dhotis y, con las manos juntas y los hombros desnudos, permanecían sentados o de pie en actitud de gran devoción.
También había una poza llena de agua –era sagrada– con una larga escalinata que bajaba hasta el fondo y pilares de roca cincelada a su alrededor. Uno dejaba a su espalda la carretera polvorienta, el ruido ensordecedor, el Sol cegador y ardiente, y entraba en la sombra del templo en el que reinaban la oscuridad y la quietud. No había ni velas ni gente arrodillada, salvo aquellos que hacían su peregrinaje alrededor del altar moviendo silenciosamente los labios en oración.
Aquella tarde vino a vernos un hombre y dijo que creía fielmente en el Vedanta. Debido a que había cursado estudios en una de las universidades, hablaba muy bien el inglés, y tenía un intelecto brillante y agudo. Dijo que era abogado, con una posición económica desahogada, y sus ojos penetrantes le miraban a uno hurgando, midiendo, y con cierta ansiedad. Aparentemente había leído mucho, incluyendo algo de teología occidental. Era un hombre de mediana edad, alto y más bien delgado, con la dignidad del abogado que ha ganado muchos casos.
Empezó diciendo: «Le he escuchado hablar y lo que usted expone es puro Vedanta, extraído de la antigua tradición y adaptado a esta época». Le preguntamos qué entendía él por Vedanta, y contestó: «Señor, nosotros sostenemos que sólo existe Brahman, creador del mundo y de la ilusión del mundo, y el atman –el cual existe en todo ser humano– que pertenece a ese Brahman. El ser humano tiene que despertar de esta conciencia cotidiana de la pluralidad y del mundo aparente, igual que si despertara de un sueño. De la misma manera que este soñador crea la totalidad de su sueño, la conciencia individual crea la totalidad del mundo aparente y el resto de personas. Usted, señor, no explica todo esto, pero sin duda quiere decir lo mismo, ya que ha nacido y se ha criado en este país y, aunque ha pasado la mayor parte de su vida en el extranjero, forma parte de esta antigua tradición. Tanto si le gusta como si no, esta tierra le ha visto nacer; de modo que es producto de la India y posee una mente india. Sus gestos, esa posición erguida sin movimiento que mantiene mientras habla y su misma apariencia forman parte de esta antigua herencia. Sus enseñanzas son sin lugar a dudas continuación de lo que nuestros antecesores han enseñado desde tiempo inmemorial».
Dejemos a un lado la idea de si quien le habla es un indio educado en esta tradición, condicionado por esta cultura, y de si es una síntesis de estas antiguas enseñanzas. En primer lugar, él no es indio, es decir, no pertenece a esta nación ni a la comunidad de los brahmanes, aunque naciera en ella. Él niega que tenga ninguna validez esa tradición con la que usted lo ha investido; niega que sus enseñanzas sean la continuación de las antiguas; y no ha leído ninguno de los libros sagrados de la India ni de occidente, puesto que son innecesarios para el hombre que se da cuenta de lo que está sucediendo en el mundo, del comportamiento de los seres humanos con sus teorías interminables, de esa forma aceptada de proselitismo que data de hace dos o cinco mil años, y que se ha convertido en la tradición y en la revelación de la verdad.
Para este hombre, que se niega total y rotundamente a aceptar la palabra, el símbolo y su condicionamiento, para él la verdad no es un asunto de segunda mano. Si le hubiera escuchado, señor, sabría que desde el principio ha dejado bien claro que aceptar cualquier autoridad es la negación misma de la verdad, y ha insistido en que uno debe dejar atrás toda cultura, tradición o moralidad social. Si le hubiese escuchado, no diría entonces que es indio, o que sus palabras son una continuación modernizada de la antigua tradición, porque él niega absolutamente el pasado, a sus maestros e intérpretes y sus teorías o sistemas.
La verdad no pertenece al pasado. La verdad del pasado son las cenizas de la memoria, y la memoria