Relación y amor. Jiddu Krishnamurti
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El día transcurrió lentamente y hacia el final del crepúsculo, mientras el Sol se ocultaba tras los montes del oeste, el silencio que venía de muy lejos se extendía sobre los cerros, a través de los árboles, cubriendo los pequeños arbustos y la vieja higuera sagrada (el baniano). A medida que las estrellas empezaban a brillar, el silencio iba haciéndose cada vez más intenso; apenas podía uno soportarlo.
Se apagaron las pequeñas lámparas de la aldea, y, con el sueño, la intensidad del silencio se hizo aún más profunda, más amplia, e increíblemente poderosa. Incluso los montes se volvieron más silenciosos, porque también ellos habían interrumpido sus murmullos, su movimiento, y parecían haber perdido su peso inmenso.
Dijo que tenía 45 años; iba impecablemente vestida, con un sari, y llevaba varias ajorcas en las muñecas. El hombre mayor que la acompañaba dijo que era su tío. Nos sentamos los tres en el suelo, frente a un gran jardín en el que crecían un baniano, algunos mangos, una buganvilla de color muy vivo y varias palmeras aún jóvenes. Ella estaba muy triste; movía las manos inquietamente e intentaba no deshacerse en palabras y, quizás, en lágrimas. Su tío dijo: «mi sobrina y yo hemos venido para hablar con usted. Su esposo murió hace unos años y poco después perdió a un hijo; desde entonces no deja de llorar y ha envejecido terriblemente. No sabemos qué hacer. Los consejos médicos habituales no han servido de mucho; está adelgazando y creo ha perdido interés en sus otros hijos. No sabemos dónde acabará todo esto y ella ha insistido en que viniéramos a hablar con usted».
«Perdí a mi esposo hace cuatro años. Era médico y murió de cáncer, pero nunca me lo dijo y, más o menos, hasta el último año no me enteré de su enfermedad. Sufría terriblemente, a pesar de la morfina y otros sedantes que los médicos le suministraban. Ante mis propios ojos se fue consumiendo hasta morir.»
Casi asfixiada por sus propias lágrimas, guardó silencio. Posada en una rama había una paloma arrullándose pacientemente. Era de color gris oscuro, con la cabeza pequeña y el cuerpo grande –relativamente grande, claro, puesto que no dejaba de ser una paloma–. De pronto emprendió el vuelo y la rama osciló de arriba abajo por la presión del inicio del vuelo.
«Aunque parezca incomprensible, no puedo soportar esta soledad, esta existencia que carece de sentido sin mi esposo. Amaba a mis tres hijos –un niño y dos niñas–, y un día, el año pasado, mi hijo me escribió desde la escuela contándome que no se sentía bien; y poco después el director me telefoneó para decirme que había muerto.»
En este instante empezó a sollozar sin poder controlarse. A continuación mostró la carta del niño, donde expresaba su deseo de regresar a casa porque se sentía enfermo, y expresaba sus mejores deseos de que ella se encontrara perfectamente. Explicó que el niño se mostraba preocupado por ella; de hecho no quería ir al colegio, sino permanecer a su lado; pero ella, de alguna manera, lo había obligado a irse, temerosa de que su dolor pudiera afectarle. Ahora ya era demasiado tarde. Las dos niñas, añadió ella, no tenían plena conciencia de todo lo sucedido porque eran muy pequeñas. Súbitamente exclamó: «No sé qué hacer. Esta muerte ha sacudido mi vida hasta los cimientos. Porque, como si de una casa se tratara, construimos con mucho esmero nuestro matrimonio, pensando que tenía una base de sólidos cimientos, pero ahora este terrible suceso lo ha destruido todo».
Su tío debía de ser un hombre creyente, un tradicionalista, pues añadió: «Dios le ha enviado esta pena; pero, aunque ella ha cumplido todas las ceremonias necesarias, no le ha servido de nada. Yo personalmente creo en la reencarnación, pero eso no es ningún consuelo; no quiere ni oír hablar del tema, porque para ella nada tiene ya sentido; no hay forma posible de ayudarla».
Estuvimos allí sentados en silencio durante un rato. El pañuelo de la mujer estaba completamente empapado, de manera que sacamos uno limpio del armario, para que pudiera secar las lágrimas de sus mejillas. La buganvilla roja asomaba por la ventana y la brillante luz del Sur reposaba en todas sus hojas.
¿Quiere realmente hablar de esto, llegar hasta su misma raíz? ¿o busca sólo alguna explicación, algún razonamiento que la reconforte, algunas palabras satisfactorias que le hagan olvidar su dolor?
Ella contestó: «me gustaría examinarlo con detenimiento, pero no sé si dispongo de la capacidad o la energía para enfrentarme a lo que seguidamente quiere plantearme. Cuando mi esposo vivía solíamos venir a algunas de sus charlas, pero ahora puede que me resulte difícil entender sus palabras».
¿Por qué sufre? No me dé una explicación, eso sólo sería una interpretación verbal de su sentimiento y no el hecho real. Cuando hagamos una pregunta, no conteste, por favor; simplemente escuche y trate de encontrar la respuesta por sí misma. ¿Por qué existe en todos los hogares, ricos y pobres, en todos los seres humanos, desde el hombre más poderoso de la Tierra hasta el mendigo, el dolor ante la muerte? ¿Por qué sufre realmente? ¿Es por su esposo o es por sí misma? Si llora por él, ¿pueden sus lágrimas ayudarle? Él se ha ido para siempre y, haga lo que haga, no conseguirá que regrese, ni lágrimas ni creencias ni ceremonias ni dioses pueden devolverle la vida. Es un hecho que debe aceptar; no puede hacer nada. Pero si llora por sí misma, porque se siente sola, por su vida vacía, por los placeres sensuales de que disfrutaba y por la compañía de su esposo, entonces llora por su propia vacuidad y por la lástima que siente de sí misma, ¿no es cierto? Quizás, por primera vez se dé cuenta de su propia pobreza interior. Si me permite decirlo, sin ningún ánimo de ofender, puso todas sus esperanzas en su esposo, y esa entrega le dio comodidad, satisfacción y placer, ¿verdad? Todo lo que siente ahora –la sensación de pérdida, la agonía de la soledad y de la ansiedad– es una forma de lástima por sí misma, ¿no es así? obsérvelo, por favor. No se resista bloqueando su corazón y diciendo: «Amaba a mi esposo y en ningún momento pensé en mí misma; quería protegerlo, aunque a menudo trataba de dominarlo; pero todo lo hacía por su bien y nunca pensé en mí misma». Así pues, ahora que él se ha ido, ¿no es cierto que se da cuenta de su verdadera condición? La muerte de su esposo la ha sacudido y le ha mostrado el verdadero estado de su corazón y de su mente. Puede que no quiera afrontarlo, que lo rechace por miedo; pero si observa un poco más, verá que llora por su propia soledad, por su propia pobreza interior, es decir, por la lástima que siente de sí misma.
«Es usted un poco cruel, ¿no le parece, señor? –dijo ella–. He venido a verle buscando verdadero consuelo, y… ¿qué es lo que me está dando?»
Una de las ilusiones que tiene la mayoría de la gente, es creer que existe tal cosa como el consuelo interior, que alguien puede darle ese consuelo, o que uno puede encontrarlo. Siento decirle que tal cosa no existe. Si lo que busca es consuelo, vivirá presa en la ilusión y, cuando esa ilusión desaparezca, se sentirá triste porque dejará de tener el consuelo. Por tanto, para comprender el dolor o para superarlo, tiene que ver realmente lo que está sucediendo en su interior; no ocultarlo. Señalar todo esto no es crueldad, ¿no le parece? No es algo deshonroso de lo cual deba avergonzarse. Cuando lo vea todo con auténtica claridad, entonces lo soltará inmediatamente, sin un rasguño, sin mancha, renovada, intacta de cualquier acontecimiento de la vida. La muerte es inevitable para todos nosotros; nadie puede escapar de ella. Tratamos de buscar cualquier tipo de explicación, de encontrar apoyo en toda clase de creencias con la esperanza de trascender la muerte, pero hagamos lo que hagamos, la muerte es una realidad que está siempre a la vuelta de la esquina; puede que aparezca mañana o al cabo de muchos años, pero siempre esta ahí, presente. Uno tiene que aceptar este hecho inmenso de la vida.
«Sin embargo…,”