Relación y amor. Jiddu Krishnamurti

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Relación y amor - Jiddu  Krishnamurti Sabiduría Perenne

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      Parecía estar complacido de haber cedido a la tentación.

      ¿Por qué necesita un gurú? ¿Cree que él sabe más que uno mismo? ¿Qué es lo que él sabe? Si alguien dice que sabe, en realidad no sabe nada; además, la palabra en sí no es el hecho real. ¿Puede alguien enseñarle ese estado extraordinario de la mente? Posiblemente sean capaces de describirlo, de despertar el interés de uno, o el deseo de poseerlo y experimentarlo, pero no pueden dárselo. Uno tiene que andar por sí mismo, ha de hacer ese viaje solo, y en ese viaje uno tiene que ser su propio maestro y discípulo.

      «Pero todo esto es muy difícil, ¿no es cierto? –replicó–, y los que tienen la experiencia de esa realidad pueden aligerar nuestros pasos.»

      Ellos se convierten en la autoridad y todo cuanto uno tiene que hacer, de acuerdo con lo que dicen, es seguirlos, imitarlos, obedecerlos, aceptar la imagen y el sistema que ofrecen. De esa manera, uno pierde toda iniciativa, toda percepción directa; nos limitamos a seguir el camino que, según ellos, conduce a la verdad, pero, lamentablemente, no hay camino alguno hacia la verdad.

      «¿Qué quiere decir con eso?,” exclamó, perplejo.

      Los seres humanos están condicionados por la propaganda, por la sociedad en la que se han criado, donde cada religión afirma que su propio camino es el mejor. Hay miles de gurús que sostienen que sus métodos, su sistema, su forma de meditación son el único camino que conduce a la verdad. Y si uno observa con atención, ve que cada discípulo tolera, complaciente, a los discípulos de otros gurús. La tolerancia es la aceptación civilizada de una división entre las gentes –política, religiosa o social–. El hombre ha inventado muchos caminos, a conveniencia de cada creyente, y, de ese modo, el mundo se ha fragmentado.

      «¿Quiere decir que debo renunciar a mi gurú, abandonar todo lo que me ha enseñado? ¡Estaría perdido!»

      Pero… ¿no cree necesario sentirse perdido para poder descubrir? Tememos sentirnos perdidos, no estar seguros, por eso corremos tras aquellos que nos prometen el cielo en el aspecto religioso, en el político o en el social. De manera que fomentan conscientemente el temor y nos mantienen prisioneros en ese temor.

      «¿Quiere decir que soy capaz de caminar por mí mismo?», preguntó con voz llena de incredulidad.

      Ha habido muchos salvadores, maestros, gurús, jefes políticos o filósofos, y ninguno de ellos ha solucionado el propio conflicto ni la desdicha de uno. Entonces, ¿por qué seguirlos? Quizá haya otra forma muy distinta de afrontar todos nuestros problemas.

      «Pero ¿soy lo suficientemente serio como para encarar todo esto por mí mismo?»

      Uno no es serio hasta que empieza a comprender –a comprender por sí mismo, no a través de otro– los placeres que persigue. Si vive en el ámbito del placer –no es que no deba existir el placer, pero si esa persecución del placer es el principio y el fin de su vida–, entonces, evidentemente, no puede ser serio.

      «Usted me hace sentir impotente y desesperado.»

      Se siente desesperado porque desea ambas cosas: quiere ser serio y quiere también todos los placeres que el mundo le ofrece. Sin embargo, debido a que esos placeres son tan pequeños y mezquinos, desea además el placer al que llama “Dios”. Cuando valore todo esto por sí mismo, no según algún otro, entonces al verlo se convertirá en su propio maestro y discípulo. Esto es lo realmente importante, ser uno mismo el maestro, el alumno y la enseñanza misma.

      «Pero usted es un gurú –afirmó él–; esta mañana me ha enseñado algo y yo lo acepto como mi gurú

      No es que le haya enseñado nada, sino que lo ha mirado. El acto de mirar le ha mostrado algo; el mirar ha sido su propio gurú, si quiere expresarlo de esta manera. Depende de cada uno mirar o no, nadie puede obligarle. Pero si mira porque quiere ser recompensado o por miedo al castigo, ese motivo le impide que pueda ver. Para ver tenemos que estar libres de cualquier autoridad, tradición, temor, y del pensamiento con sus astutas palabras. La verdad no se encuentra en algún lugar distante; la verdad está en la observación de lo que es. Verse a uno mismo tal como es –desde ese estado de darse cuenta en el que no entra ninguna forma de elección– es el principio y el final de toda búsqueda.

      CAPÍTULO 7

      El pensamiento no puede comprender ni explicarse a sí mismo qué es el espacio. Cualquier cosa que el pensamiento formule estará dentro de los límites de sus propias fronteras y, obviamente, ése no es el espacio donde la meditación pueda darse. El pensamiento tiene siempre un horizonte, pero la mente meditativa no lo tiene. La mente no puede pasar de lo limitado a lo inmenso, ni puede transformar lo limitado en ilimitado; lo uno tiene que cesar para que lo otro sea. La meditación consiste en abrir la puerta a una inmensidad que no es posible imaginar ni especular sobre ella. El pensamiento es el centro alrededor del cual existe el espacio de la idea y ese espacio puede expandirse con nuevas ideas, pero esa expansión que es fruto de cualquier estímulo, no es la inmensidad sin centro. La meditación es comprender ese centro y, por tanto, ir más allá de él. El silencio y la inmensidad van juntos, y la inmensidad del silencio es la inmensidad de una mente que no tiene centro. La percepción de este espacio y del silencio no son cosa del pensamiento, porque el pensamiento sólo puede percibir sus propias proyecciones; y cuando las reconoce, ésa es su propia limitación.

      Se cruzaba el arroyuelo por un puente destartalado, hecho de cañas de bambú y barro. El arroyo se unía al río grande y desaparecía en la corriente impetuosa de sus aguas. El pequeño puente estaba lleno de agujeros y teníamos que caminar con mucho cuidado. Después de subir la cuesta arenosa, se pasaba cerca de un pequeño templo y, más adelante, junto a un pozo que era tan viejo como los pozos de la Tierra. El pozo se encontraba en un recodo de la aldea, donde había muchas cabras, así como hombres y mujeres hambrientos con el cuerpo envuelto en sucias telas; hacía mucho frío. Los hombres pescaban en el río grande, pero aun así, estaban muy flacos, demacrados, envejecidos, y algunos de ellos mutilados. En pequeños aposentos lúgubres y oscuros, de ventanas muy pequeñas, las tejedoras de la aldea fabricaban saris bellísimos en seda y brocado. Era una industria que pasaba de padres a hijos, pero los que se quedaban con las ganancias eran los revendedores y tenderos.

      La gente no atravesaba la aldea, sino que doblaba a la izquierda y seguía un sendero que se consideraba sagrado, porque se suponía que el Buda lo había recorrido 2.500 años atrás, y peregrinos de todo el país venían a recorrerlo. Este sendero cruzaba verdes campiñas, entre plantaciones de mangos, guayabos, y de algunos templos dispersos. Una de las antiguas aldeas, probablemente más vieja que el Buda, tenía muchos santuarios y lugares donde los peregrinos podían pasar la noche. Todo estaba medio en ruinas, pero a nadie parecía preocuparle demasiado, mientras las cabras vagaban por el lugar. Había grandes árboles, y un viejo tamarindo tenía la copa cubierta de buitres y de una bandada de loros. Se les veía llegar y luego desaparecían entre el verde follaje del árbol; su color era idéntico al de las hojas y, aunque se oían sus chillidos, era imposible verlos.

      A ambos lados del sendero se extendían los sembrados de trigo invernal; a lo lejos se veía a los aldeanos y el humo del fuego sobre el cual cocinaban; había una gran quietud, mientras el humo ascendía en línea recta. Un toro fuerte, de apariencia feroz pero más bien inofensivo, vagaba por los sembrados comiendo el grano a medida que el agricultor lo dispersaba a lo largo y ancho del campo. Había llovido durante la noche y el polvo espeso se había asentado en el suelo. El Sol calentaría con más fuerza durante el día, pero ahora había nubes densas y era agradable caminar a la luz del día, oler la tierra limpia y ver la belleza del lugar. Era una tierra muy antigua, llena de encanto, y de

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