Relación y amor. Jiddu Krishnamurti
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Relación y amor - Jiddu Krishnamurti страница 8
Pero el pensamiento en sí mismo es efímero, es cambiante y, por tanto, cualquier cosa que invente como algo permanente, será igual que él, efímera. Puede aferrarse a un recuerdo durante toda la vida y considerarlo permanente, y luego querer saber si después de la muerte tendrá continuidad; pero es el pensamiento el que al aferrarse a ese recuerdo crea todo eso, le da continuidad y permanencia al alimentarlo día tras día. La permanencia es la mayor de las ilusiones, porque el pensamiento vive en el tiempo, y sigue recordando hoy y mañana aquello que experimentó ayer; así es como nace el tiempo, la permanencia del tiempo, y la permanencia que el pensamiento le ha dado a la idea de alcanzar algún día la verdad. El miedo, el tiempo, el logro, el eterno devenir son todo producto del pensamiento.
«Pero ¿quién es el pensador, el pensador que tiene todos estos pensamientos?»
¿Existe realmente el pensador o existe sólo el pensamiento que crea al pensador y, una vez creado, inventa lo permanente: el alma, el atman?
«¿Quiere decir que uno deja de existir cuando no piensa?»
¿No le ha sucedido alguna vez, de forma natural, que se encuentra en un estado en el cual el pensamiento está por completo ausente? Cuando eso sucede, ¿es consciente de que el pensador, el observador, el experimentador, es uno mismo? El pensamiento es la respuesta de la memoria y el conjunto de recuerdos es el pensador. Pero cuando no hay pensamiento, ¿existe acaso un “yo,” en torno al cual hacemos tanto ruido y alboroto? No me refiero a la persona que se halla en estado de amnesia, ni a la que vive en un ensueño diario o aquella que controla el pensamiento para silenciarlo, sino a una mente que está por completo despierta y atenta. Si no hay pensamiento ni palabra, ¿no tiene la mente una dimensión del todo diferente?
«Por supuesto que es muy diferente cuando el “yo” no actúa, cuando no se reafirma, pero esto no significa necesariamente que el “yo” no exista simplemente porque no esté activo.»
¡Desde luego que existe! El “yo,” el ego, el conjunto de recuerdos existe. Sólo vemos que existen cuando reaccionamos a un reto, pero están siempre en nosotros –quizás latentes o en suspenso– esperando la próxima oportunidad para reaccionar. Un hombre codicioso está ocupado la mayor parte del tiempo en su codicia; puede que en ciertos momentos la codicia esté inactiva, pero sigue estando presente.
«¿Y cuál es esa entidad activa que se expresa en la codicia?»
Sigue siendo la codicia; no hay separación entre ambas.
«Comprendo perfectamente a lo que llama el ego, el “yo,” con sus memorias, sus codicias, con sus reafirmaciones de sí mismo y toda clase de exigencias, pero ¿no existe nada a excepción de este ego? Si el ego deja de existir, ¿quiere decir que sólo hay inconciencia?»
Cuando esos cuervos dejan de hacer ruido, hay algo, y ese algo es el parloteo de la mente: los problemas, preocupaciones, conflictos, e incluso esta cuestión de lo que continúa después de la muerte. Una pregunta como ésa sólo puede contestarse cuando la mente deja de ser egoísta o envidiosa. Nuestro interés no es saber lo que hay una vez termina el ego, sino más bien terminar con todas las manipulaciones del ego. Ésta es la verdadera cuestión; no se trata de saber lo que es la realidad, ni si hay algo permanente o eterno, más bien si la mente, que está tan condicionada por la cultura en la que vive y de la cual es responsable, si esa mente puede liberarse a sí misma y ser perceptiva.
«¿Cómo puedo, entonces, empezar a liberarme?»
Uno no puede liberarse a sí mismo. Uno es la semilla de este sufrimiento y, cuando pregunta “cómo,” está buscando un método para destruir el “yo;” pero en el proceso de destruir el “yo” empieza a crear otro “yo”.
«Si me permite hacer otra pregunta, ¿qué es entonces la inmortalidad? La mortalidad es muerte; la mortalidad es la vida que conocemos, con su dolor y amargura. El hombre ha buscado sin cesar una inmortalidad, un estado sin muerte.»
De nuevo, señor, ha regresado al tema de lo intemporal, de lo que está más allá del pensamiento. Lo que está más allá del pensamiento es la inocencia, y el pensamiento, haga lo que haga, no puede aproximarse a ella porque es siempre viejo. La inocencia, como el amor, es inmortal; pero para que eso exista, la mente debe liberarse de los miles de ayeres con sus recuerdos. La libertad es un estado en el que no hay odio, crueldad, ni violencia. Sin solucionar todo esto, ¿cómo podemos preguntar qué es la inmortalidad, qué es el amor y qué es la verdad?
CAPÍTULO 6
Si uno se propone meditar, eso no será meditación; si uno se propone ser bueno, nunca florecerá la bondad; si cultiva la humildad, eso no es humildad. La meditación es como la brisa que entra cuando se deja la ventana abierta; pero si uno la mantiene abierta intencionadamente, si premeditadamente la invita a entrar, nunca aparecerá.
La meditación no está al alcance del pensamiento, porque el pensamiento es astuto, tiene infinitas posibilidades de engañarse a sí mismo y, por tanto, nunca encontrará ese estado meditativo. Es como el amor, no podemos perseguirlo.
Aquella mañana el río estaba muy calmado. En sus aguas se veían reflejadas las nubes, el nuevo trigo invernal y el bosque más distante; ni siquiera el bote del pescador parecía perturbarlo; la quietud de la mañana descansaba sobre la Tierra. El Sol apenas despuntaba por encima de los árboles y una voz lejana llamaba a alguien, mientras un canto muy cercano en sánscrito flotaba en el aire.
Los loros y los mirlos no habían comenzado aún a buscar alimento; los buitres, con el cuello pelado, se posaban pesadamente en la copa del árbol, esperando la carroña que llegaría flotando río abajo. A menudo se veía un animal muerto arrastrado por las aguas, con un buitre o dos sobre su cuerpo, mientras otros cuervos aleteaban alrededor con la esperanza de conseguir un bocado. Algún perro solía nadar intentando llegar al cadáver, pero al perder pie regresaba a la orilla para seguir deambulando. Pasaba un tren produciendo un traqueteo metálico a través del largo puente; y en la distancia, río arriba, se extendía la ciudad.
Era una mañana llena de una calma encantadora. Por la carretera todavía no caminaban la pobreza, la enfermedad y el dolor. Había un puente tambaleante que cruzaba el pequeño arroyo y el punto donde este pequeño arroyo, de color marrón sucio, se unía al gran río, se consideraba el más sagrado de los lugares, de modo que hombres, mujeres y niños venían los días festivos a darse un baño. La mañana era fría, pero a ellos no parecía importarles; y el sacerdote del templo que había al otro lado del camino recibía sumas de dinero. Había comenzado la fealdad.
Era un hombre con barba y llevaba puesto un turbante. Se dedicaba a cierta clase de negocio y parecía disfrutar de una situación próspera; se le veía bien alimentado. Era lento en su modo de andar y pensar, y sus reacciones eran aún más lentas; se tomaba algunos minutos para entender una sencilla frase. Dijo que tenía su propio gurú, pero al pasar cerca de aquí había sentido la imperiosa necesidad de subir para conversar sobre cuestiones que le parecían importantes.
«¿Por qué está usted en contra de los gurús? –preguntó–. ¡me parece tan absurdo! Ellos saben y yo no; pueden guiarme, ayudarme, decirme lo que debo hacer, y evitarme muchas calamidades y molestias. Son como una luz en las tinieblas y uno tiene que dejarse guiar por ellos, de lo contrario estaría perdido, confuso y en gran desdicha. me aconsejaron que no debía venir a verle y me mostraron el peligro de aquellos que no aceptan el conocimiento