Relación y amor. Jiddu Krishnamurti
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¡Y ahí terminó! Ella me miró sin prestarle mucha atención; pero su rostro empezaba a mostrar una sonrisa amable, y ambos nos pusimos a mirar a la paloma que había regresado y a la resplandeciente buganvilla roja.
No hay nada permanente en la Tierra ni en nosotros. El pensamiento puede dar continuidad a cualquier cosa en la que piense; puede dar continuidad a una palabra, a una idea, a una tradición, puede creerse a sí mismo permanente, pero ¿lo es? El pensamiento es la respuesta de la memoria y, ¿es permanente la memoria? Puede construir una imagen y darle a esa imagen continuidad, permanencia, llamándole atman o lo que sea; puede recordar el rostro del esposo o de la esposa y aferrarse a él; sin embargo, todo esto es la actividad del pensamiento; es el pensamiento quien crea el miedo, y, de ese miedo, nace la urgencia de tener lo permanente, miedo de no tener mañana el sustento o el abrigo necesario, el miedo a la muerte. Este miedo es producto del pensamiento, y Brahman también lo es.
Entonces su tío replicó: «La memoria y el pensamiento son como una vela; uno la apaga y la prende de nuevo; olvida y luego recuerda otra vez; se muere y renace de nuevo en otra vida. La llama de la vela es la misma y a la vez no lo es. De modo que en la llama hay cierta clase de continuidad».
Pero la llama que se apagó no es la llama nueva. Tiene que terminar lo viejo para que lo nuevo nazca. Si hay una constante continuidad modificada, entonces nunca hay nada nuevo. Los miles de ayeres no pueden renovarse; incluso la vela misma se consume. Todo tiene que terminar para que lo nuevo sea.
Ante esto, y no pudiendo hacer uso de citas, de creencias o de dichos ajenos, la actitud del tío fue la de retraerse y quedarse callado, totalmente desconcertado y un tanto furioso, porque se había desenmascarado a sí mismo y, al igual que su sobrina, no quería enfrentarse al hecho.
«No me interesa nada de esto –dijo ella–, soy terriblemente infeliz; he perdido a mi esposo, a mi hijo, y me quedan estas dos niñas, ¿qué he de hacer?»
Si de verdad le importan sus dos hijas, no puede vivir interesada en sí misma y afligida por su desgracia; tiene que velar por ellas, educarlas debidamente, y no contentarse con ofrecerles la mediocridad acostumbrada. Pero si sigue obsesionada por la lástima que se tiene a sí misma, a lo cual llama “amor a su esposo,” y vive encerrada en su dolor, entonces está destruyendo también a sus dos hijas. Consciente o inconscientemente, todos somos unos perfectos egoístas y, mientras obtengamos lo que queremos, creemos que todo está bien. Pero en el momento en que un acontecimiento destruye lo que hemos construido, gritamos desesperados esperando encontrar un nuevo consuelo que, por supuesto, de nuevo volverá a ser destruido. De manera que éste es el proceso que continuará funcionando, y si quiere seguir atrapada en esta secuencia repetitiva, sabiendo perfectamente cuáles son sus consecuencias, entonces, ¡adelante! Pero si ve lo absurdo que es todo eso, entonces de forma natural dejará de llorar, dejará de aislarse, y vivirá junto a sus hijas con una nueva luz y con una sonrisa en el rostro.
CAPÍTULO 5
El silencio posee muchas cualidades. Existe el silencio entre dos ruidos, el silencio entre dos notas, y el silencio que se expande en el intervalo entre dos pensamientos. Existe, también, un silencio peculiar, sosegado, penetrante, que emana de un atardecer en el campo; está el silencio a través del cual se oye el ladrido de un perro que llega desde la distancia, o el silbido de un tren según va subiendo la pendiente; existe el silencio de una casa cuando todo el mundo duerme, y su peculiar intensidad cuando uno se despierta a medianoche y escucha el grito del búho en el valle; así como el silencio que precede a la respuesta de la hembra del búho. Está el silencio de una vieja casa desierta, el silencio de una montaña, y el silencio que comparten dos seres humanos cuando ambos han visto lo mismo, han sentido lo mismo, y han actuado.
Esa noche, y particularmente en aquel valle lejano con sus antiquísimas montañas y sus rocas de formas caprichosas, el silencio era tan real como la pared que uno tocaba. Por la ventana se veían las resplandecientes estrellas y el silencio no era autogenerado, ni era debido a que la tierra estuviera tranquila y los aldeanos dormidos, sino que venía de todas partes: de las estrellas distantes, de aquellos oscuros montes, y de la propia mente y el corazón de uno. Era un silencio que parecía cubrirlo todo, desde el diminuto grano de arena del lecho del río – que sólo sabía del agua cuando llovía–, hasta el alto y anchuroso baniano, junto con la leve brisa que empezaba a soplar. Hay un silencio de la mente que ni el ruido ni el pensamiento o el viento pasajero de la experiencia pueden tocar. Este silencio es inocente y, por tanto, infinito. Cuando existe ese silencio en la mente surge de él una acción, y esa acción no genera confusión ni desdicha.
La meditación de una mente que está en completo silencio es la bendición que el ser humano siempre ha buscado. Ese silencio contiene todas las cualidades del silencio. Existe ese extraño silencio que reina en un templo o en una ermita vacía y perdida en un lugar recóndito lejos del ruido de turistas y adoradores; y el pesado silencio que yace sobre las aguas y que forma parte de aquello que está lejos del silencio de la mente.
La mente meditativa contiene todas estas variedades, cambios y movimientos del silencio. Ésa es la mente de verdad religiosa; y el silencio de los dioses es el silencio de la Tierra. La mente meditativa fluye en ese silencio y el amor es la forma como se expresa. En ese silencio hay alegría y bienaventuranza.
De nuevo regresó el tío, esta vez sin la sobrina que había perdido al esposo. Llegó vestido con mayor esmero y también más preocupado e inquieto; su rostro se había ensombrecido a causa de la tristeza y la ansiedad. El suelo donde nos sentamos era duro y la buganvilla roja nos contemplaba a través de la ventana. La paloma vendría probablemente un poco más tarde; acostumbraba a llegar alrededor de esta hora de la mañana y se posaba siempre en la misma rama, de espaldas a la ventana, con la cabeza señalando hacia el Sur, y su arrullo entraría suavemente por la ventana abierta.
«me gustaría hablar acerca de la inmortalidad y de la perfección de la vida a medida que ésta evoluciona hacia la realidad última. A juzgar por lo que dijo el otro día, usted tiene una percepción directa de la verdad y nosotros que no la tenemos, sólo creemos en ella; no sabemos realmente nada sobre el atman y lo único que conocemos es la palabra. El símbolo se ha convertido para nosotros en lo real y cuando se clarifica realmente lo que es el símbolo –como hizo el otro día– nos sentimos atemorizados. Sin embargo, a pesar de este miedo nos aferramos al símbolo, porque en realidad no sabemos nada excepto lo que nos han dicho, lo que los maestros anteriores nos han enseñado y, por eso, llevamos siempre a cuestas el peso de la tradición. De modo que, en primer lugar, quisiera descubrir por mí mismo si existe esta “realidad” que es permanente, esta “realidad” –como quiera que uno la llame: atman o alma– que continúa después de la muerte. No le temo a la muerte, me he enfrentado a la muerte de mi esposa y de algunos de mis hijos, pero me preocupa este atman como realidad. ¿Existe en mí esta entidad permanente?»
Cuando hablamos de permanencia, nos referimos a algo que continúa a pesar del constante cambio que sucede a su alrededor, a pesar de las experiencias, a pesar de todas las ansiedades, tristezas y barbaridades; nos referimos a algo que es imperecedero, ¿no es cierto? En primer lugar, ¿cómo puede uno descubrirlo? ¿Puede eso buscarse por medio del pensamiento, por medio de las palabras? ¿Es posible encontrar lo permanente por medio