Una canción de juventud. María Casal

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Una canción de juventud - María Casal Libros sobre el Opus Dei

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entera. San Josemaría, como ya he dicho, nos enseñó siempre a cuidar y querer mucho a nuestros padres, lo llamaba el dulcísimo precepto, sabiendo que todos los amores humanos, y en especial el que tenemos a nuestra familia, son camino para amar a Dios: No tengas miedo de querer a las almas, por Él; y no te importe querer todavía más a los tuyos, siempre que queriéndoles tanto, a Él le quieras millones de veces más[5].

      [1] Conversaciones, n. 32.

      [2] Conversaciones, n. 104. «Suelo decir, a los miembros de la Obra, que deben el noventa por ciento de su vocación a sus padres: porque les han sabido educar y les han enseñado a ser generosos».

      [3] Amigos de Dios, n. 138.

      [4] Modo coloquial, marcado por el acento del sur de España, de denominar al hambre.

      [5] Forja, 693.

      II.

      LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

      TRAS LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA, nuestra vida continuó su ritmo normal en Andalucía. Europa convulsionaba, y aunque las olas del conflicto no alcanzaron nuestra tierra de forma directa, sí hubo algunas influencias que encontraron lugar en nuestras cabecitas y corazones de niños. Ya antes de que estallara este espantoso conflicto, nuestros padres empezaron a preocuparse ante la admiración manifestada por sus hijos, aún pequeños, hacia el nacionalsocialismo. Como ya dije, íbamos todos a la escuela alemana. Debía ser sorprendente para mis padres cuando les contábamos que, antes de cada clase, había que gritar «Heil Hitler!», brazo en alto. Yo me daba cuenta de que, teniendo mis padres —y los hijos también— buenísimos amigos alemanes, no había ninguna simpatía por ese aspecto de Alemania, por lo que yo, en lugar de «Heil Hitler!» decía por lo bajo «Heil Etter!», como se llamaba entonces el presidente de la Confederación Helvética. Teníamos también algunos amigos judíos a quienes apreciábamos mucho, pero que no iban al colegio alemán, por razones obvias.

      Por todo esto me gustó siempre oír a san Josemaría desestimar todo tipo de racismo y de discriminaciones sociales:

      También recuerdo cuánto nos impresionó en esa época que mi padre fuera convocado desde Suiza para incorporarse al ejército y tomar parte en la Grenzbesetzung, la defensa de la frontera suiza. El pequeño país helvético se encontraba rodeado por el furioso mar de las naciones en guerra, como una isla perdida en medio del océano. Fritz, el mayor, nos dijo que teníamos que ser muy buenos, porque mis padres estaban muy preocupados. Mis padres se conmovieron al saber del sentido de responsabilidad de mi hermano, que por ser el mayor se daba más cuenta de la situación y quería evitarles disgustos adicionales. Fuimos todos a despedir a mi padre en la puerta de la casa donde pasábamos las vacaciones, cerca de Ronda, y vi a las mujeres de los obreros llorar de pena. Gracias a Dios, aquella convocatoria fue una falsa alarma, y mi padre pudo regresar casi enseguida.

      Pasado un año muy difícil con profesores particulares, en que nos volvimos indisciplinados y perezosos, y en que olvidé hasta las tablas de multiplicar, empezamos a ir a la escuela francesa. En un primer momento, mi padre no había querido enviarnos a esta escuela, al contrario que los demás padres suizos, porque le parecía faltar a la neutralidad, pero ante la situación no tuvo más remedio que ceder. Afortunadamente, durante ese año mi padre, que era un apasionado de la historia y la literatura —pasión que también yo he heredado—, nos hacía ejercitar el alemán para que no olvidásemos esa lengua: le gustaba hacernos leer un capítulo de un libro clásico, y luego teníamos que resumirlo en cinco páginas, después en tres, después en una y finalmente en media. También nos hacía traducir poesías al castellano, sin exigir que los versos rimaran, pero sí que fuesen de la misma longitud. Estos ejercicios de lectura y redacción me han servido mucho en la vida. También de esa época datan mis primeros conocimientos de inglés, que mi padre me enseñaba leyendo una novela conmigo.

      Una vez en la escuela francesa, las cosas se normalizaron. Aprendimos el idioma con bastante facilidad por ser aún pequeños, y porque teníamos profesores de gran calidad, que también ponían el acento en la literatura y en la historia, además de enseñarnos muy a fondo la gramática y la sintaxis. Como es lógico, insistían principalmente en lo referente a Francia: la lengua, la historia, la geografía... Muchos años más tarde, pasé unos meses en París para hacer prácticas en hospitales de esa capital. Me fue facilísimo orientarme, porque, por la escuela, conocíamos París como nuestra propia casa, sin haber estado nunca. En cambio, las Ciencias no se enseñaban con el mismo nivel, por lo que supusieron una dificultad para mí durante el bachillerato.

      Pero lo más relevante de aquellos años fue que, en la escuela francesa, descubrí algo que más tarde irrumpiría en mi vida con fuerza inusitada y que casi no conocía entonces: la religión, concretamente el catolicismo. En mi casa, aunque reinaba un profundo respeto y caridad, no había una especial piedad. Sí recuerdo que cuando mis hermanos y yo éramos pequeños, mi madre venía a rezar una pequeña oración infantil cuando estábamos en la cama. Pero después dejó de hacerlo, quizá porque íbamos siendo mayores. Siempre se hablaba con mucho respeto de todas las religiones y desde luego, de Dios, pero sin profundizar. Más adelante, no recuerdo cómo, aprendí el Padrenuestro en alemán. Me parecía una oración bonita, y la recitaba sola todas las noches, antes de dormirme, porque era lo único que sabía hacer por Dios. Pero ni la entendía demasiado ni le daba tampoco mayor importancia.

      Aunque en la escuela alemana apenas habíamos oído hablar de Dios, allí tuvo lugar un hecho de gran trascendencia, por más que entonces para mí no lo fuera: mi bautizo por un pastor protestante alemán que vino de Madrid. Antes, casi no había sido posible celebrar esta ceremonia, o al menos no con un pastor

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